Annie había estado a punto de dejar el hospital después de aquello. Pero le gustaba el trabajo y el lugar.
Bueno, había otra razón.
Desde el instante mismo que había visto a Tom McIver se había enamorado de él.
¡Estúpida, estúpida, estúpida!
No debería haber ido nunca a aquella maldita ciudad.
Pero lo había hecho y ya no quería marcharse.
Durante las noches, mientras ella estudiaba, él se dedicaba a divertirse con sus múltiples amigas.
Y, precisamente, aquella noche, había salido de casa decidida a decirle que no lo aguantaba más y que dejaba su trabajo.
Pero aquel inesperado bulto con el que se topó, cambió completamente su ánimo.
– Asumo que no tenías ni idea de la existencia de esta pequeña.
– ¡No! -respondió él con una mezcla de rabia e indignación.
– Ya veo… -Annie apretó los labios y miró a padre e hija-. ¿Qué vas a hacer con ella?
Eso era, exactamente, lo que él se preguntaba insistentemente. Tom miraba con ansiedad a la pequeña.
– No tengo ni la más remota idea de qué hacer -Tom continuó mirándola-. ¿La has examinado? ¿Está bien?
– Perfectamente bien -dijo Annie-. El cuerpo está en perfectas condiciones, las fosas nasales limpias. No tiene rozaduras de pañal y está muy bien alimentada. La han cuidado bien.
– Seguro que la ha cuidado la madre de Melissa -dijo Tom y abrazó al bebé con fuerza-. La hija es una irresponsable a la que no le importa nadie.
– ¿No te gusta Melissa?
– ¡No!
– ¡Perdón por preguntar! -dijo Annie-. Pero, ¿por qué la dejaste embarazada si no te gustaba?
La ira y la rabia se reflejaron claramente en su rostro.
– ¡De acuerdo! No es asunto mío -dijo ella comprensivamente-. Me voy a la cama. Buenas noches.
– ¡Annie!
Fue un grito desesperado y el bebé se sobresaltó. Tom se dio cuenta y acarició a la pequeña. Ésta sonrió de nuevo.
Annie levantó una ceja.
– ¿Sí?
– No puedes irte así.
De pronto la rabia se había convertido en pánico
– ¿Por qué? ¿Tienes algún problema?
– ¡Claro que tengo un problema! Yo no puedo cuidar a un bebé.
– ¿No puedes cuidar a tu propia hija? Silencio.
– Mi hija -Tom dijo las palabras despacio, como si fueran mágicas. El pánico desapareció, pero fue reemplazado por el desconcierto.
– Es tu hija -repitió Annie-. Me di cuenta mucho antes de ver la nota. A veces el parecido entre padre e hijo habla por sí solo. A menos que tuvieras la certeza absoluta de que no puedes ser el padre, yo no perdería el tiempo en hacerme una prueba de ADN.
– Pero fue sólo una noche -Tom agitó la cabeza como si tratara de despertarse-. Debió de ser después de aquella maldita fiesta… No había salido desde hacía mucho. Bebí demasiado. Melissa no hacía más que servirme aquel maldito licor. Me llevó a casa y allí… ¡Maldita enfermera! Fue ella la que me obligó a que la embarazara.
– Puedes estar todo lo furioso que quieras con Melissa -dijo Annie-. Pero la niña que tienes en brazos no es culpable de nada y es tu hija. Necesitas tomar una decisión.
Tom- la miró horrorizado.
– ¡Yo no sé qué hacer! ¡No puedo cuidarla!
– ¿Por qué no?
– Porque…
– Todo lo que necesita es que le den de comer y que le cambien el pañal. Soy yo la que está de guardia esta noche, así que nadie te va a molestar. Te puedes dedicar en cuerpo y alma a ella.
– ¡Admitidla en el hospital!
Annie se negó.
– La niña no está enferma. El hospital está muy tranquilo. No hay ningún otro niño, tú lo sabes, y con el dinero que recibe el hospital no podemos permitirnos gastos innecesarios. ¿Esperas que llame a Helen, que despierte a alguien en mitad de la noche para que cuide a tu bebé?
– ¡No es mi bebé!
– ¿Y entonces de quién es? -le preguntó indignada-. Eres la única familia que esta personita tiene en el mundo.
– Annie… tienes que ocuparte de ella.
¡Aquello ya era demasiado!
– Tom, yo me voy a la cama -le dijo-. Helen te dará leche y pañales para toda la noche. Sé algo de procedimientos de adopción. Si quieres, mañana te lo cuento.
– Annie, detente ahora mismo -exigió Tom sin conseguir nada-. No eres un maldito doctor de guardia, eres mi amiga.
Ella se volvió.
– Y como amiga quieres que me responsabilice de tu hija hasta que decidas qué hacer con ella.
– Sí -dijo Tom-. Eso es exactamente lo que quiero que hagas. Tú sabes de niños… Yo no he hecho nada.
Annie estuvo tentada a aceptar la oferta. Pero, por una vez, el sentido común prevaleció. Ya estaba bien.
– Sí, si lo has hecho, Tom. Eres el padre de esta criatura. Ella necesitaba un papá y te tiene a ti. Bienvenido a la paternidad, doctor McIver. Por primera vez tiene usted responsabilidades, suyas, no mías.
– Pero Annie…
– Buenas noches, Tom. Cuida de tu hija. Yo me voy a la cama.
Le había resultado más sencillo de lo que esperaba decirle a Tom que la niña era responsabilidad suya. Pero, otra cosa muy distinta era dejar de preocuparse.
Annie no tenía más remedio que reconocer que la niña le había derretido el corazón.
Se fue a su habitación y se desvistió.
¿Qué había hecho Melissa? Había seducido a Tom y después le había dejado el paquete a la puerta, como si se tratara de un kilo de chuletas de oferta. Sencillamente, no quería el regalo de una noche de desenfreno. Más aún, lo había incitado a dejarla embarazada. No se había tratado, ni siquiera, de algo accidental.
Annie se miró al espejo. Si hubiera sido ella la privilegiada, si el niño hubiera sido suyo… Si Tom le hubiera hecho el amor.
Cerró los ojos y, al abrirlos de nuevo, su imagen le dijo con total honestidad que sus esperanzas eran vanas.
Era demasiado bajita, los ojos demasiado grandes para su cara y la cara llena de pecas. Eso, sin contar una nariz excesivamente respingona.
«Afronta la realidad: comparada con Sarah o con cualquiera de sus novias eres simplemente nada».
Su madre se había pasado toda la vida diciéndoselo.
– ¡No sé cómo me ha podido salir una hija así! -le había dicho desde niña-. Tendrás que cuidar de tu padre y hacer una carrera en la que no importe ser guapa o fea. Vístete siempre sin llamar la atención, para que no estés ridícula.
Annie hizo una burla a su madre y hermana ausentes. A pesar del tiempo que había pasado, aquellas palabras todavía dolían. La ropa sexy era para mujeres como Sarah y Melissa. Y los hombres como Tom, también.
Y el bebé.
¿Cómo sería eso de tener uno para ella?
Sueños. Con lo corriente y poco atractiva que era, difícilmente encontraría a alguien que le diera la oportunidad de saberlo.
Annie se metió en la cama y apagó la luz, con la intención de dormir.
Pero la voz de Tom se oía clara y alta.
– Lo siento, chicos, pero vais a tener que bajaros de mi cama. Tres ya es multitud, cuatro resulta ridículo. Algún día encontraréis un par de perras y lo comprenderéis.
Los perros hicieron su reproche a coro.
– Está claro. Pero no os preocupéis, esto es sólo por una noche.
¿Qué planes tendría Tom en mente?
Después de un rato, la voz del médico volvió a sonar.
– Son las dos y media de la mañana. Se supone que los bebés de tu edad duermen veinticuatro horas al día.
Pero la hija de Tom no parecía estar de acuerdo con esa rutina.
Por lo que Annie podía oír, la pequeña estaba feliz siempre que su padre la llevara en brazos.
Varias veces Tom le dijo a la pequeña que se durmiera. La luz se apagaba pero, poco después, se volvía a encender.
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