Marion Lennox - El amor vive al lado

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Todo tenía un precio, y a Tom McIver le había llegado el momento de pagar.
La pequeña Hannah, de seis semanas de edad, era el resultado de su azarosa vida sentimental. Pero la niña no tenía madre y él necesitaba una esposa.
Sin saber cómo, Annie se encontró accediendo a su propuesta de matrimonio, pero era un matrimonio de conveniencia, un acuerdo donde el amor no tenía cabida… si no fuera porque ella ya estaba perdidamente enamorada de él.

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Poco a poco, se fue escuchando el ligero ronquido de la pequeña, hasta que perros y bebé se quedaron dormidos.

Tom, sin embargo, no hacía más que pasearse arriba.

A eso de las cuatro, dio de comer a su pequeña y, por fin, todo quedó en silencio.

Cuando Annie se levantó a la mañana siguiente, todo estaba en silencio.

Eran las ocho de la mañana del sábado.

Annie se vistió para ir al trabajo. Se decidió por una falda y una camisa vulgares, pero que le daban un aspecto un poco más formal.

Todo estaba muy tranquilo. Y lo único que había alterado la rutina de un sábado por la mañana era la noticia de la llegada del bebé.

Robbie, el administrador del hospital -o la «matrona» como él mismo se llamaba con sorna- se paró ante ella.

– Annie, cuéntamelo todo -irrumpió él, sin previo aviso.

Ella lo miró realmente sorprendida, incapaz de comprender a qué se refería.

Robbie medía un metro noventa y era grande como un tanque. Era muy amable y considerado con sus pacientes, pero cuando quería que Annie le contara algo utilizaba todo su peso y talla para conseguirlo.

– Doctora Burrows, no consigo que nadie me cuente nada -protestó-. ¿Es verdad que Melissa Carnem dejó al bebé a la puerta del doctor McIver anoche?

– Rob, eso no es asunto tuyo.

– Tampoco es asunto tuyo y, sin embargo, sabes lo que ha pasado. Así que cuéntamelo todo. Pete, mi primo, el que trabaja en el garaje, también lo sabe y Helen. Todos excepto esta alma cándida y miserable.

– Rob, se supone que deberías tratarme con respeto, no obligarme a permanecer inmóvil contra una pared. Coacción.

– Pues entonces lo que tiene que hacer, mi querida doctora, es crecer un poco. ¿Cómo voy a tratar con respeto a medio metro de mujer que parece una adolescente de catorce años?

Annie hizo un gesto cómico.

Robbie era uno de los mejores profesionales con los que se había topado, un enfermero eficiente, amable y trabajador.

Eso sí, no tenía para nada marcada la línea entre médico y enfermero. Pero nadie la tenía en Bannockburn. Y, precisamente, ese era uno de los motivos por los que le gustaba tanto a Annie trabajar allí.

– Bueno, cuéntame primero qué sabes tú -le dijo Annie.

– Melissa llenó el tanque de gasolina antes de llegar aquí -comenzó a explicarle Robbie con exagerada paciencia-. Mi primo trabaja en la gasolinera por las noches. Ella se lo contó todo. ¡Te lo puedes creer! Mi primo ha informado ya a todo el valle.

Así que a aquellas tempranas horas de la mañana ya el distrito entero conocía las andanzas del doctor McIver.

– ¿Melissa está todavía en la ciudad?

Robbie dijo que no con la cabeza.

– Según mi primo iba a irse en el primer avión de la mañana. Ahora te toca a ti soltar todo lo que sabes. ¿Melissa le ha dejado o no le ha dejado el bebé al doctor?

No tenía sentido negar nada. Robbie terminaría enterándose tarde o temprano.

– Sí -respondió Annie.

– ¿Y es suyo?

– Eso tendrás que preguntárselo al doctor -dijo Annie.

Robbie sonrió de oreja a oreja. A Robbie le encantaban los bebés. Era padre de tres niños. Desde su punto de vista, todo el mundo debía de estar feliz de ser padre.

– ¿Dónde está el bebé ahora?

– Con el doctor McIver -a Annie le resulto imposible reprimir la carcajada. La mueca de Robbie era demasiado cómica-. ¿Dónde si no? Bueno, supongo que tendremos que echar un vistazo a la úlcera del señor McKenzie. Si no está mejor, tendremos que considerar la idea de operar.

– Yo me ocuparé de los pacientes del doctor McIver. Seguramente estará muy ocupado esta mañana.

– Si es realmente su bebé, va a estar ocupado el resto de su vida.

Durante la hora de descanso, Annie trató de poner al día sus papeles, luego quiso leer el periódico, pero, finalmente, acabó haciendo lo que realmente quería hacer.

Preparó una taza de té y se la llevó al apartamento de Tom.

Llamó a la puerta, pero no hubo respuesta. Annie dudó unos segundos. Por fin, se decidió a abrir y a entrar.

Los perros estaban en el salón. Levantaron, sin demasiado entusiasmo, las orejas al oírla entrar. Estaban cansados. No estaban dispuestos a demostrar nada a nadie.

Annie se dirigió a la habitación. Dio unos ligeros golpes, pero no obtuvo respuesta.

Nada.

Abrió la puerta.

Tom y el bebé estaban dormidos.

Había una cuna del hospital junto a la inmensa cama. Pero estaba vacía.

Padre e hija dormían el uno junto al otro.

Annie se quedó sin respiración al ver la escena.

Como siempre, Tom McIver tenía la capacidad de conmoverla. Lo había hecho desde la primera vez que lo había visto.

Había sido años atrás, cuando ella era aún estudiante. Había ido a darles una charla sobre la profesión y la responsabilidad en los ámbitos rurales. La había sorprendido francamente. Su base era la entrega absoluta. Según decía, cuando se trae un niño al mundo, la vinculación del médico a la familia es total. Ya no se puede separar ni despreocupar jamás.

A pesar de la vida privada tan azarosa del doctor, demostraba en el día a día del hospital su entrega absoluta.

Tom McIver, por eso mismo, no habría podido dejar al bebé llorando en la cuna. Lo había metido en su cama, para reconfortarlo. Y Annie lo amaba por todo eso.

Annie miró al padre y a la hija.

¡Cómo habría deseado haber sido Melissa, la madre de la hija de Tom!

– Pero sólo puedes serlo en tus sueños -murmuró ella.

Tom abrió los ojos en ese momento.

Annie sonrió.

– Te he traído una taza de té.

– ¡Eres un ángel! -respondió él y se incorporó.

Annie avanzó tres pasos.

– ¡No muerdo! -dijo Tom y ella se ruborizó.

– He venido a preguntarte si necesitas algo. ¿Qué vas a hacer? -trató de mantener su voz carente de toda emoción-. Si quieres contactar con alguien de los servicios sociales, sería mejor que lo hicieras ahora. Los sábados por la tarde es completamente imposible.

– Bueno… he estado pensando. Quizás no necesite hablar con nadie. Si encuentro a Melissa, tal vez lo podamos solucionar de otro modo.

Annie negó con la cabeza.

– Lo dudo.

– ¿Por qué?

– Porque Melissa iba a tomar el primer avión de la mañana. No creo que siga aquí.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– El primo de Robbie trabaja en la gasolinera. Melissa paró a repostar gasolina y le contó toda la historia.

– Ya… así que a estas alturas ya se ha enterado todo el valle.

– Supongo que sí.

Tom dejó el té en la mesilla y se sentó mejor. Su hija seguía completamente dormida y pegada a él.

– Bueno, pues no sé qué hacer. Sé que la madre de Melissa no se responsabilizaría de la pequeña, porque de otro modo no estaría aquí.

– ¿Y tus padres?

Tom soltó una carcajada.

– ¡Estás loca!

– Pues entonces sólo quedan dos posibilidades. O se queda contigo o la das en adopción.

– No sería tan duro si no se pareciera tanto a mí -dijo Tom.

– Si tú lo dices -respondió Annie muy poco convencida.

Annie se quedó allí, de pie, esperando.

A lo largo de su carrera como médico, se había tenido que enfrentar en más de una ocasión con padres a los que consumía el dolor de ver a sus pequeños marcharse de este mundo.

Tom sólo acababa de empezar a intuir lo que ser padre podía significar.

Tom dio un sorbo de té y miró a Annie.

– ¿Sabes algo sobre los procedimientos de adopción?

– ¿Nunca hasta tenido una paciente que quisiera dar a su hijo en adopción?

– Por suerte, no.

– Bueno, pues yo sí. Cuando te decidas, te ayudaré si es necesario… -Annie no pudo continuar. Miró al hombre y a la niña. Eran perfectos, la pareja ideal de padre e hija.

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