La compañía que vendía a Cuba aquel cargamento de más de dos millones y medio de dólares en ordenadores, repuestos y componentes de última generación habría sido creada para la ocasión por un contacto holandés de Arrieta. Desaparecería después como flor de un día y nadie perdería nada con su inclusión en una lista negra. Por otro lado, en teoría aquel barco no se dirigía a Cuba sino a Santo Domingo. Allí era donde se encontraba el falso comprador. Todo legal y efímero. Todo ligeramente increíble pero no lo bastante como para poner en marcha un aparato policial. En cuanto al contenido del cargamento, Wilson ni siquiera quiso preguntarse si era realmente ése o sí habían mentido. Tal vez les había resultado más cómodo decir la verdad. Tal vez no había ordenadores sino medicamentos o recambios industriales o cámaras de cine. No sabía qué era peor ni mejor. Y no podía pedir una inspección especial ni detener el barco sin llamar la atención. Se vería obligada a dar explicaciones a las autoridades portuarias pero también a los suyos. Wilson resolvió que el barco partiría sin que ella supiera a ciencia cierta lo que había dentro.
– Ya está hecho -dijo Carlos Osorio-. El barco ha salido.
– Wilson caerá -dijo Sedal.
Agustín Sedal y Carlos Osorio estaban en casa de Mateo Orellán. El aún no había llegado. Había ido a Barcelona a presentar un libro de un caballo y una niña. Un cuento largo o una novela corta. Era la primera obra de un autor y Orellán no sabía cómo había dado con él, caballos y niñas no formaban en absoluto parte del repertorio de temas sobre los que había escrito, pera le impresionó que el autor le encontrara porque su libro trataba en realidad de la desolación, de lo que se desuela y se destruye. Mateo Orellán no acostumbraba a quedarse en las cenas que siguen a este tipo de actos, iba a volver a Madrid en el último avión y se lo había dicho a Sedal. Como él tenía la llave de su casa, le pidió que le esperase allí con Carlos Osorio; así tendría tiempo de saludar a Osorio antes de que se fuera a La Habana de nuevo, y podría estar con ellos un rato.
– Al principio yo pensé que nos habíamos equivocado -dijo Osorio-. Las detenciones, la guerra de Irak, los secuestros de naves, las condenas a muerte, los mil manifiestos. No era el momento para una operación de este tipo.
– Ya no lo piensas.
– Creo que ha sido bueno pasar a la ofensiva. Aunque sea una ofensiva pequeña, aunque sólo se vayan a enterar Wilson, Jorge Salinas y tres o cuatro personas más.
El piso de Mateo Orellán no era muy grande. La cocina era la habitación que producía mayor sensación de amplitud. En el centro había una mesa con cuatro sillas. El salón, en cambio, estaba invadido por sus libros y su mesa de trabajo. Había una especie de sofá con una tapicería azul marino y beige, ya muy gastada, y la vieja butaca de rejilla en donde Orellán leía. Sedal y Osorio hablaban allí, los dos en el sofá mirando a la butaca en donde él no estaba.
– No sólo el corrompido es culpable. También lo es el corruptor -dijo Sedal.
– Por lo menos la próxima vez tendrán que pensárselo dos veces antes de intentar comprarnos con sus dólares.
– Ahora se empieza a hablar de la resistencia de Irak -dijo Sedal-. Dicen que podría durar meses, y años. Pero resistir es sólo no dejarse mover, no haberse muerto. Teníamos que hacer algo más. -Sedal parecía estar acariciando en su regazo un gato imaginario cuando dijo-: Estamos intentando ser justos. Un país entero intentando ser justo. No pido que nos aplaudan, nadie lo pide. Pero deberían dejarnos vivir.
– Deberían -dijo Carlos-. Te noto preocupado.
– Ha surgido un imprevisto. Quizás no sea grave, pero quizás sí. Podrían haber seguido a Miguel Arrieta.
– ¿Tan pronto?
– Exactamente. Tan pronto. Para nosotros es importante que en Miami no lleguen a saber nada de esto. Sólo Carter debe enterarse, cuando el barco ya esté en Cuba y por un soplo nuestro.
– ¿Crees que es Wilson quien te ha seguido?
– No lo sé. Ni siquiera estamos seguros de que le siguieran. Le entretuvieron en la frontera, le pareció ver a alguien, puede ser todo una falsa alarma. Por otro lado, si hubiera sido Wilson podríamos estar tranquilos, porque es la primera interesada en que esto no se sepa. Y le hemos dado una salida. Tu viaje lo preparamos sólo para que ella piense que puede callar. Pero puede haberlo descubierto alguien más.
– ¿A qué tienes miedo?
– No sé quién trabaja para ella y me preocupa que se vaya de la lengua, que algún agente de Wilson le vaya con el cuento a Miami.
– Aunque pasara, ya sería tarde, ya no podrían hacer nada.
– Laura y Miguel están aquí todavía. No puedo mandarles hoy a Cuba, lo precipitaría todo, obligaría a Carter a provocar un incidente diplomático para salvar la cara y no queremos que nada de eso ocurra.
– Habla con Armando. Pide que os protejan, a Laura, a Miguel ya ti.
– Supongo que exagero, Carlos. Siempre exagero. Ni siquiera es seguro que le hayan seguido. Y los de Miami no van a correr el riesgo de actuar en un país como España, no les conviene. Pero estoy intranquilo.
Cuando Mateo Orellán leía en el salón, solía encender dos lámparas, porque no veía bien en la penumbra. Ellos sólo habían encendido una, con lo que la parte de la habitación más alejada quedaba a oscuras. Orellán acababa de llegar, había dejado un maletín en la cocina y empezó a atravesar a tientas el salón. Parecieron desconcertados al verle, como si hubieran olvidado que iba a venir. Después de los saludos, los abrazos, las preguntas, ocupó su vieja butaca.
– Llamaré a Armando -le dijo a Osorio Agustín Sedal.
– ¿Tú sabes lo último que he leído sobre nosotros, escritor? -dijo Sedal-. Que somos un materialismo sin materia.
– Estuvisteis a punto de serlo -dijo Maceo Orellán-, en los años del período especial. Pero eso ha cambiado.
– A que precio -dijo Sedal.
Osorio y el escritor le miraron. Ni siquiera estaban seguros de lo que había dicho porque había enredado las sílabas y porque Sedal no habría dicho eso, o tal vez, solamente, no lo habría querido decir.
– Al precio de la desigualdad -continuó-, al precio del búscate la vida, sé listo, aprende a moverte, que no está tan lejos del sálvese quien pueda capitalista.
Todos callaron. Después intervino Osorio.
– Está lejos -dijo, aunque su voz sonaba muy cansada-. A nadie se le pide que se busque la vida en lo esencial. No se ha alterado lo importante. Todavía.
Mateo Orellán venía de hablar de la desolación, de lo que se desuela y se destruye. Y allí, en su casa, entre sus libros, le pareció que no tenía derecho a esconderse como lo había hecho en Barcelona durante la presentación hablando de literatura. Más de una vez había considerado impúdico, obsceno, descarado si cabe hablar con los cubanos de su revolución. Porque él vivía en un país que sí daba la injusticia por sentada, en un país que expulsa al que tropieza, al que pierde y al que no puede correr. Y aceptaba ese país y hasta le convenía porque él estaba dentro de la pista, porque aún no le habían expulsado. Sin embargo, a veces el pudor era lo más impúdico, lo más indecoroso, a veces callar podía convertirse en una desfachatez y aquella noche no se escondió. Estiró los pies desde la butaca, los pies que no llegaban a tocar el suelo; luego dijo:
– ¿Sabéis por qué me hice comunista? Fue por un cuento, un cuento que me contó mi maestro en la escuela. Cuando me lo contó yo era bajito, como ahora, y tartamudo.
Sedal y Osorio rieron. Con el tiempo Mateo Orellán se había hecho un orador pasable, además de haber adquirido una buena habilidad para memorizar y recitar poemas.
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