– Usted morirá enseguida -anunció-. Pero su hijo irá primero.
Thörun Gärensen arrojó al bebé como si fuera un saco a los pies de Laüme y alzó la herramienta de pesada cabeza de hierro, pero un dolor repentino desgarró los músculos de sus hombros y detuvo su gesto. Lewis Monti salió de entre los árboles, el cañón de su arma todavía humeante.
– El niño no morirá, Gärensen -dijo el siciliano-. Es mi hijo. Perdónele la vida.
A pesar de la herida, el noruego inició un golpe de herrero para aplastar al primogénito de Laüme Galjero. La primera bala le alcanzó la frente. La segunda le atravesó la garganta. La tercera se hundió en su pecho a la altura del corazón. Sacudido por los impactos, el gigante rubio cayó de través sobre el ataúd de su esposa, acabando de dislocar las tablas y esparciendo los restos de Fausta por el suelo.
Laüme tendía sus manos despellejadas hacia su hijo y Monti se acercaba con tristeza al cadáver de Gärensen, cuando unas voces se elevaron. Hubo un ruido de lucha, un grito de dolor; después, unos pasos rápidos apresurándose. Con la mirada ida y los labios levantados encima de su blanca dentadura, Dalibor Galjero surgió de ninguna parte para arrojarse sobre Laüme, que aún estaba en el suelo. Monti apuntó su automática e intentó disparar, pero le fue imposible porque sus músculos no le obedecieron. Entonces, sin que Laüme ofreciera resistencia, como si aceptara su destino, la hoja del khandjar se tiñó de sangre. Sin una onza de piedad, Galjero cortó el cuello de su frawarti , con la sola esperanza de que la criatura hubiera conservado un poco del poder que Taus reclamaba en homenaje. Aquél era su único deseo, su único anhelo: quería vivir para siempre… Pero la maternidad le había arrebatado a la Melusina toda su condición sobrenatural. Para el dios Paon, la ofrenda no tenía ya ningún valor. Su discípulo había tardado demasiado. Desde su trono de fuego, el ave divina alzó el vuelo, descendió de su cielo púrpura y se hundió en las tinieblas del mundo. Por un instante, sus alas envolvieron la figura de Dalibor, aferrado al cuerpo sin cabeza de su amante, y borró el don de la larga vida concedido un día al viajero que había ido a pedir su favor en la torre del desierto lejano. Mientras se desplomaba lentamente, Dalibor seguía estrechando contra sí el cadáver decapitado de Laüme. Cayeron juntos en la blanda tierra, abrazados como el primer Galjero y la joven hada en la playa donde se secaban las redes de los pescadores del mar Negro. Unidos para siempre el uno al otro.
La desesperación de las quimeras
Constituían un espectáculo extraño, dos hombres de edad madura, con abrigos largos y sombreros de fieltro, paseando por el puente del barco con un bebé en brazos. Varias veces al día, los pasajeros se cruzaban con ellos en el paseo. A muchos les hubiera gustado hacerles preguntas, sobre todo a las mujeres, pero nadie osaba abordarlos. Siempre juntos, parecían estar al acecho, como si temieran que un enemigo surgiera de la nada o sospecharan que alguien los estuviera siguiendo. Pero nadie iba ya detrás de ellos. Lo sabían, y quizás eso les pesaba más de lo que querían reconocer.
– ¿Qué harás cuando vuelvas, Lemona? -preguntó Monti la víspera del día previsto a su llegada al puerto de Nueva York.
Lemona hinchó sus mejillas como un hámster. Acodado en la borda de bronce mientras observaba la puesta de sol en el océano, dijo:
– Convertirme en un buen padre de familia, creo. Mis negocios son modestos, pero marchan bien. No necesito dinero. Voy a hacer un matrimonio ruso. A mis hijos los llamaré Olga e Iván. Eso me traerá recuerdos alegres. Y usted, don, ¿qué nombre va a ponerle a este pequeño?
Envuelto en una manta, el niño estaba tranquilo y rebosaba salud. Monti lo miró con ternura.
Tras un breve silencio, el viejo siciliano murmuró un nombre, pero la brisa se llevó las sílabas…
David Tewp se cambió la venda bajo la que cicatrizaba la herida que Dalibor Galjero le había hecho en el vientre con su khandjar en el cementerio de Venecia. Después, se anudó en la nuca el cordón de cuero de su máscara y rectificó su posición sobre el caballete de su nariz. Se miró un buen rato en el espejo. Le invadió un inmenso desánimo. Privado de la prótesis de nácar y coral que le había fabricado el artesano Ziméon Sternberg en Jerusalén, volvía a ser un «cara rota», igual que decenas de miles de otros después de la guerra, un monstruo de feria que sólo inspiraba repulsión y burlas. ¿Cómo reprocharle a Perry Maresfield que lo rechazara la noche anterior cuando se había presentado en el umbral de su casa en Brighton? Desde luego, ella había disimulado su disgusto al verlo desfigurado de aquel modo. Una mujer de su educación sabe contenerse; pero su actitud teñida de malestar e incomodidad la dispensaba de cualquier comentario.
– ¿Qué tal se porta Dennis? -había preguntado con torpeza el coronel para intentar entablar conversación.
– Por desgracia no está en casa esta noche -había mentido Perry, mientras Tewp escuchaba perfectamente como el niño jugaba en el primer piso.
Ante tal muestra de frialdad y dureza, el coronel no insistió. Se marchó, amargado y triste, pretextando la excusa de una cita imaginaria en la ciudad. Toda la velada y toda la noche se quedó solo en su habitación del hotel, intentando imaginar en qué consistiría ahora su vida, después de tantos años consagrados a una venganza cuyos resultados no le habían aportado descanso ni alegría. Habid Swamy y Kharmurjee estaban muertos desde hacía mucho tiempo… ¿realmente le importaba que sus asesinos hubieran recibido su merecido? Tewp lo dudaba…
Por la mañana, sin haber pegado ojo, se fue a la playa. En el terraplén donde se alineaban las embarcaciones, pidió para desayunar judías y tomate en conserva con beicon, pan tostado y café. La marea estaba baja, el olor del cieno flotaba hasta él. Desalentado, dejó su plato casi intacto y caminó sin rumbo hasta el mediodía. El cielo estaba apagado, sin color, las aceras brillaban por efecto de una llovizna que vaciaba las calles. Con las manos en los bolsillos, la mirada fija en el suelo, David Tewp formuló una pregunta dirigida al fantasma de Garance de Réault.
– ¿Debo hacerlo, madame?
– No me opongo a ello, David -le contestó la vieja dama en un tono de complicidad-. Con una condición…
– ¿Cuál?
– Hazlo sin remordimientos, muchacho…
Entonces, David Tewp volvió al hotel y desenvolvió el fetiche de amor que Dalibor Galjero había confeccionado para él en Estambul. Estrechó el objeto en sus manos y, pese al asco que le causaba, activó el muñeco según los ritos que le había enseñado el brujo.
Cuando, aquella misma noche, el coronel hizo sonar de nuevo la campanilla de la casa de Perry Maresfield, la joven lo acogió sonriente; como si lo hubiera esperado desde mucho antes de su llegada, se estrechó contra él y lo besó con ardor. Desde lo alto de la escalinata, Dennis bajaba corriendo hacia ellos…
El siglo de las quimeras es una obra de puro divertimento, un juego de collages que bebe de numerosas fuentes. Como folletín de aventuras y relato negro y barroco, a veces se toma grandes licencias con sus materiales de base. Aunque algunas de estas licencias serán evidentes para el lector, otras, en cambio, merecen un comentario. En el caso particular de La dama de la Toscana , considero importante puntualizar las siguientes cuestiones.
El término frawarti , utilizado para designar el tipo de criatura sobrenatural encarnado por Laüme y por Ta'qkyrin, procede de la tradición persa preislámica. El concepto de ángel femenino armado es, no obstante, conocido en muchas otras mitologías. En el mundo escandinavo y germánico recibe el nombre de hamingja y cumple exactamente la misma función que su equivalente persa: proteger al guerrero valeroso y asegurar prosperidad y honor a toda su descendencia. Las relaciones, a menudo turbulentas, de una familia con su hamingja constituyen uno de los motivos principales de las sagas islandesas. En la Francia medieval lo reencontramos en la historia de Melusina, el hada que garantiza la fortuna y la sabiduría a Raymond de Lusignan a condición de que éste respete algunas prohibiciones que, previsiblemente, él transgredirá para gran desdicha suya y de sus allegados. Según otra referencia, más literaria, el personaje de Laüme tiene también algo de la Biondetta imaginada por Cazotte, un diablo amoroso en forma de mujer que viene a perturbar la vida de Alvare.
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