Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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– ¿Qué hacemos, don? -preguntó Lemona con aire inquieto.

Monti miró su reloj. Sabía que en menos de una hora el San Lucas arribaría a aguas de la laguna. No sería el primer barco de línea que Monti veía atracar. En cada ocasión, sus esperanzas se habían visto frustradas. ¿Por qué iba a ser distinto esta vez? No. Decididamente, optó por esperar a Tewp y a Garance en lugar de escrutar las siluetas anónimas bajando del paquebote…

Thörun Gärensen le tendió dos dólares al mozo de equipajes de a bordo mientras le daba la dirección de una casa de la ciudad donde debía depositar los baúles. Envolvió al hijo de Laüme en pañales nuevos, tomó al niño en brazos y fue a buscar al hada a su cabina. Ella lo esperaba, resignada, sentada en su asiento, con un velo negro que ocultaba sus rasgos.

– Acabamos de atracar -anunció sobriamente el noruego-. Prepárese, vamos a desembarcar.

Como en el puerto de Nueva York, unos cientos de dólares oportunamente distribuidos sirvieron como pasaporte.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Laüme una vez pasado el trámite aduanero.

– Al lugar donde murió mi esposa. Allí la hará usted revivir.

– ¿Eres consciente de lo que implica tu demanda?

– Le daré todo lo que me pida -contestó Thörun con dureza.

Sin llorar, sobre todo sin pensar, David Tewp envolvió el cuerpo de Garance de Réault en un lienzo y lo veló largo rato en silencio. Aturdido por la voluptuosidad que su crimen le había proporcionado, Dalibor Galjero estaba tendido en su cama y holgazaneaba desde hacía horas, como un opiómano asimilando su droga. Tewp permanecía inmóvil, cuando un golpe de aire frío pasó de pronto por su rostro. Después, una ola glacial lo envolvió y lo congeló hasta los huesos. Se irguió cuan largo era y exploró el salón con la mirada. Ya había sentido aquella sensación, esa riada de escarcha que inundaba de repente una habitación, aquella brusca cristalización del aire, en el palacio de Dalibor en Estambul, la noche en que madame de Réault había convocado al espectro de Nuwas…

– ¿Madame? -preguntó Tewp, lleno de esperanza-. Madame, ¿es usted?

Pero no hubo respuesta. Creyó percibir un rostro de vaho que se formaba en la superficie de un espejo que adornaba el entrepaño sobre la chimenea, pero sólo fue un movimiento indistinto y fugaz. Después, el frío desapareció y los escalofríos del inglés cesaron. Decididamente, Tewp no era un médium. Con evidente desánimo, se pasó la mano por la nuca y posó la mirada en la mortaja de Réault. La sangre dibujaba ahora líneas extrañas en la tela. Se arrodilló para poder ver mejor. Al descifrar los signos, leyó el último mensaje que le había enviado Garance…

Thörun Gärensen dejó la casa sin ni siquiera cerrar la puerta tras de sí. ¿Para qué, si debajo de su abrigo llevaba a su rehén, el precioso hijo de Laüme Galjero? Estaba convencido de que el hada no intentaría nada mientras la vida de su niño estuviera en juego. Con paso rápido y voluntarioso, el noruego caminó en dirección a la laguna. La labor que le esperaba aquella primera noche en Venecia era ardua y larga. Un trabajo maldito, él lo sabía. Y no era sino el primer peldaño antes de pasar a obras más horribles todavía…

Dalibor Galjero soñaba que pisaba el polvo del valle de Lalish. No estaba solo, cientos de hombres caminaban al mismo paso. No conocía sus caras ni sus nombres, jamás los había visto, pero todos le eran familiares. Aunque no se parecían en nada ni llevaban ropas iguales, eran como hermanos. Sí, un parentesco indefinible unía a aquellos hombres, una especie de sutil pertenencia a una misma línea espiritual. Dalibor ignoraba adonde se dirigía aquella tropa. Intentó preguntar a su compañero más cercano, un asiático con cara de pirata, pero éste no sabía nada. Dalibor preguntó a otros, pero ninguno de ellos supo darle una respuesta. Todos marchaban sin saber.

Un campo se extendía en un repliegue del terreno. Allí crecía una planta extraña que no era trigo ni cebada, una planta que daba armas. Cogieron espadas y sables, hachas y franciscas a manos llenas. Dalibor, por su parte, sólo consiguió romper la hoja de una espada musgosa, una vieja cuchilla embotada y enrojecida por el óxido. Desesperado, buscó otra arma, pero ya no quedaba ninguna. El campo había sido devastado por sus compañeros. Éstos, obedeciendo una orden misteriosa, se aprestaban a la batalla. Formaron una línea mientras que a lo lejos se veía un centelleo, y un rugido sordo subía por la llanura. No era un trueno, era un ejército de guerreras vestidas con pesadas armaduras y armadas con lanzas aceradas. Entonces, los hombres gritaron para darse coraje y se lanzaron al ataque. Asustado, el corazón al galope, Dalibor fue empujado y tuvo que cargar con los demás. Cada cual encontró a su oponente en el choque; una a una, las mujeres cayeron o fueron hechas prisioneras. En unos minutos todas fueron abatidas, y los hombres, que no habían sufrido bajas, salieron victoriosos. Pero Dalibor aún no había encontrado a su adversaria. Erraba en medio de los combates sin que ninguna amazona se dignara atacarle. Entonces, una silueta fina y amenazadora, la última de las combatientes, se irguió ante él y se dispuso a traspasarlo. Dalibor cayó sin dar un golpe. La mujer puso un pie en su garganta y la punta de su lanza en su frente antes de quitarse el casco y arrojarlo a lo lejos. Era Laüme. Con sus prisioneras a buen recaudo, todos los hombres habían formado un círculo a su alrededor y se reían de su fracaso.

En su habitación del Danieli, Dalibor Galjero se despertó sobresaltado.

Lewis Monti estaba harto de esperar a Tewp y a Réault. Dejó a Lemona como centinela, y salió del Gritti una hora antes de medianoche a dar un paseo para calmar su impaciencia. Con las manos en los bolsillos, mirando al suelo más que a las fachadas de los palacios, se dirigió maquinalmente a la antigua casa de Fausta Pheretti y Thörun Gärensen. En la esquina de la calle se detuvo en seco. En la primera planta, a través de los postigos abiertos, brillaba un débil rayo de luz.

– ¿Todavía no se ha deshecho de esa carroña, Tewp? -dijo en un tono malévolo Dalibor Galjero señalando el cuerpo de Garance-. ¿A qué espera?

– Tenemos una tarea más urgente que cumplir esta noche -respondió con calma el inglés-. Prepárese y venga conmigo.

Desconcertado, Galjero lo miró de arriba abajo sin responder. Apenas había salido de su pesadilla, sentía que la visión había sido un mal presagio y eso turbaba sus pensamientos.

– ¿Adonde quiere llevarme? -preguntó el rumano.

– A la isla de los muertos. Lo que busca le está esperando allá abajo.

– ¿Laüme?

Pero Tewp ya salía de la habitación sin apenas darle tiempo a seguirle.

Lewis Monti tiró de la corredera de su automática para poner la primera bala en el cañón antes de avanzar con prudencia hacia la casa. Apoyado contra el muro, cerca de la entrada principal, permaneció un rato escuchando. A su alrededor, Venecia estaba en silencio. Ningún chapoteo, ninguna voz procedente de las terrazas de alrededor… Monti cerró la mano en torno a la culata y giró muy despacio el pomo de la puerta. El cerrojo no estaba echado. Entró. Reconoció el lugar enseguida. Nada había cambiado desde el día en que había ayudado al noruego a trasladar los restos de Fausta Pheretti hasta la isla de San Michele. En aquella época Gärensen no había decidido aún pactar con el demonio para rescatar a su Eurídice de los infiernos…

Caminando de puntillas, Monti dio un vistazo rápido a las piezas de la planta baja antes de subir por la escalera. En la antigua habitación de Fausta, en la misma cama en la que la joven había sucumbido a una lepra maligna, se tendía ahora una soberbia figura femenina. Aunque aún no veía sus rasgos, el americano la reconoció. Desde la muerte de su esposa y de su hijo, doce años antes, no había pasado ni una hora sin que hubiera deseado su muerte. ¡Laüme Galjero! Levantó el brazo para apuntarle y apretar el gatillo, pero su índice se negó a obedecerle. Los músculos de Monti se habían petrificado y hasta sus pensamientos se habían paralizado. Incapaz de disparar, bajó el arma, suponiendo que todavía se levantaban barreras invisibles en torno al hada; pero lo que confundía con un escudo mágico no era en realidad más que un efecto de su propio miedo frente a una criatura dotada de un misterio sin par. El poder de Laüme había alterado sus fibras más íntimas desde que, pese a su odio y su rencor, conociera el placer con ella…

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