Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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Se adelantó, tembloroso.

– ¿Es verdad que me has dado un hijo? -preguntó. -Es verdad -respondió Laüme mientras se giraba para mostrarle a la luz su rostro desfigurado.

Sede de la lógica y la racionalidad, el hemisferio izquierdo del cerebro de David Tewp le enviaba desesperadas señales de alarma: el coronel corría al borde de un precipicio y su razón, incapaz de tolerarlo, hacía lo indecible por detenerlo. En cambio, su hemisferio derecho, dominio del instinto, las intuiciones y los fulgores, continuaba alentando al oficial en su loca carrera hacia la isla de San Michele; las letras de sangre que había leído en el sudario de Garance le daban el mandato supremo.

Dalibor Galjero caminaba en silencio tras sus pasos. ¿Quién hubiera podido decir en qué pensaba el rumano? No Tewp, cuya sola certidumbre era que su destino lo esperaba al final de aquella noche veneciana. Fuera cual fuese el resultado, su muerte o la de los Galjero, antes del alba se produciría el fin de la larga caza iniciada a orillas del Ganges doce años atrás…

En lo alto de la torre del reloj, los moros de bronce tocaron la una. Pocas veces el corazón de Dalibor Galjero había latido con tanta fuerza como en aquel instante. Ni siquiera cuando había entrado por primera vez en la catedral de las ratas, en casa de Forasco; ni cuando el verdugo de Bucarest había ceñido la soga de cáñamo en torno a su cuello, o cuando había sufrido el ataque de los espectros en la torre del dios Paon; ni tampoco cuando había desgarrado las ropas de Laüme para poseerla sobre las tablas mortuorias del quai Saint-Michel… Ninguno de aquellos momentos era comparable al que estaba viviendo Dalibor Galjero mientras navegaba con el coronel Tewp hacia la isla San Michele. Nunca como entonces había tenido la sensación de sentirse como una fortaleza asediada por mil sentimientos contradictorios, una ciudadela con los cimientos socavados por una chusma de parásitos demasiado numerosos para ser vencidos. ¿Era fuerte? ¿Era débil? Ya no lo sabía. Cierto, sentía en su cuerpo un vigor, un empuje extraordinario, como el que inflama los nervios antes de la batalla. Pero la debilidad también estaba allí, aunque temporalmente atenuada por la muerte de la anciana en la habitación del Danieli. Se había aplicado a extraerle todo el jugo lenta y sabiamente, como Nuwas le había enseñado en otro tiempo en las montañas de Oriente. Pero la ofrenda no había sido del agrado de Taus, y no le había bastado. El dios se impacientaba. Ya tenía suficientes víctimas corrientes, humanas, y ahora quería la sangre de la frawarti. Exigía la oblación de Laüme.

Dalibor siguió corriendo mientras pudo, pero un dolor en el costado le cortó la respiración y le hizo doblarse en dos en el asiento de cuero de la canoa a motor que Tewp había alquilado para desplazarse por la laguna. Resoplando ruidosamente, Dalibor se inclinó por encima de la borda y escupió al mar el exceso de saliva que inundaba su boca. El piloto señaló a lo lejos el islote, cuya silueta se recortaba apenas sobre el horizonte oscuro. Galjero cerró de forma involuntaria los dedos en torno al mango de largo khandjar que había tomado como única arma. Aquella hoja había conocido muchos usos. Aquella noche estaba destinada a matar a un hada y a rasgar para su amo el último velo que protegía el santuario de la inmortalidad. Dalibor levantó los ojos al cielo y trató de embriagarse con ese único pensamiento. Por encima de él, Venus, la única estrella visible en el negro firmamento, lucía como una esmeralda diabólica y burlona…

Thörun Gärensen jamás se había preocupado de llevar flores a la tumba de su esposa ni de rezar por su descanso eterno. Su fe no se expresaba por gestos ni deprecaciones; sus vehículos eran el silencio y la acción.

El noruego se escupió en las manos y untó de saliva el mango de la pesada hacha que había encontrado en una caseta de herramientas. Al primer golpe partió en dos el mármol de la tumba de Fausta. Su gran obra acababa de empezar…

Lewis Monti encontró lo que buscaba al final de un pontón desierto; era un elegante bote barnizado, fino y nervioso, dejado en el amarre sin ninguna protección. Ayudó a Laüme a tomar asiento en él y saltó a su vez en la embarcación. Con su navaja desencajó el tablero de mandos y peló dos cables para hacer un puente, igual que hubiera hecho en un automóvil. Una vez arrancado, el motor empezó a zumbar y a morder las aguas de la laguna en dirección nordeste. Sentada en la parte trasera del bote, Laüme Galjero sabía que avanzaba hacia su perdición, pero ya todo le era indiferente. Ni siquiera le importaba el porvenir de su hijo. Todo se había vuelto de repente contra ella, y no podía hacer nada para impedir su derrota. Ella sola se había destruido, se había condenado. A través de la maternidad había rebajado, degradado su espíritu -más que su cuerpo- al estado de humanidad. Precipitada en las profundidades, Laüme Galjero ya no tenía coraje para luchar y volver de nuevo a la luz.

Thörun Gärensen tiró del aparejo para sacar a la superficie el ataúd de Fausta Pheretti, cubierto de lodo y de moho. Había pasado todas las fatigas del mundo para deslizar las correas bajo el féretro, y extraerlo del estrecho agujero con la única ayuda de sus fuerzas resultó una tarea muy ardua. Por fin, después de varios minutos durante los cuales temió perder el agarre más de una vez, logró ponerlo en el suelo. Resoplando y transpirando, Thörun se concedió un descanso. La frente apoyada en las manos y la sangre batiendo sus sienes, no reparó en las dos figuras silenciosas que se acercaban a él…

Lewis Monti guardaba un vivido recuerdo del lugar donde reposaba Fausta. Sin la sombra de una duda, tomó el camino balizado por las lámparas votivas que iluminaban casi todas las tumbas y condujo al hada a través de las alamedas brumosas del cementerio. A la vuelta de una encrucijada, bajo las alas desplegadas de un ángel de piedra, ambos vislumbraron la silueta de Thörun Gärensen…

Dos embarcaciones se mecían a lo largo del embarcadero de la isla San Michele; un olor a gasóleo flotaba a su alrededor. Dalibor Galjero saltó a tierra y sacó su cuchillo.

– Enséñeme -le dijo a Tewp-, enséñeme dónde está Laüme.

– Cerca de la tumba de Fausta Gärensen -respondió el inglés.

– Si es una trampa, lo mataré el primero, Tewp -advirtió Dalibor con voz ronca.

El aludido no contestó. Guiado tan sólo por el instinto, Twep se lanzó a la carrera hacia el epicentro de la tragedia que se avecinaba…

Resquebrajada y carcomida, la tapa del ataúd se rompió con un silbido espantoso.

Thörun apartó apresuradamente los listones del centro con las manos desnudas y, tomando la candela más cercana, miró en el interior. No pudo reprimir una exclamación de disgusto. Lo que quedaba de Fausta Pheretti no era más que una papilla, un amasijo grumoso de huesos blanquecinos y de carne licuada, como si el hechizo fatal del que había sido víctima hubiera continuado obrando mucho después de su deceso.

– Es demasiado tarde para ella -juzgó Laüme inclinándose por encima del hombro de Thörun para examinar el despojo-. Aunque aún tuviera fuerzas, no podría hacer regresar a esa mujer de entre los muertos. Aunque exista, el alma no lo es todo, el cuerpo también debe ser viable…

Gärensen se volvió bruscamente, sorprendido por la intervención de su prisionera.

– ¡Me ha mentido! -gritó encolerizado-. Usted nunca tuvo intención de cumplir su promesa.

– ¿Dónde está el niño, Gärensen? -preguntó Laüme con suavidad-. ¿Dónde está mi hijo?

Pero no hubo respuesta. Presa de un intenso furor, el noruego golpeó a Laüme con tanta violencia que la hizo caer; después, encarnizándose con ella, la golpeó en el vientre y en el rostro. Bajo sus botas, las finas costillas se quebraron y las heridas de la cara se reabrieron. Cuando sintió que estaba a punto de desfallecer, la dejó por un instante, jadeante y ensangrentada, gimiendo en la grava, antes de regresar con un niño en sus brazos y un montón de tierra.

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