El velo negro que cubría el rostro de Laüme Galjero ocultaba heridas repugnantes. Sin la menor piedad, Thörun había sajado pómulos y labios, frente y caballete nasal… Con el deseo de arrancar de raíz el mal que lo corroía, había ido más allá de sus esperanzas: había destruido para siempre la belleza de una criatura sin par. Pasara lo que pasase, Laüme Galjero no imantaría nunca más el deseo masculino. Las miradas se apartarían de ella como ante la visión de un mutilado o de un monstruo. En adelante, ella tendría que pagar para gozar de los placeres de la carne. Sin embargo, el horror que le inspiraban sus rasgos desfigurados le importaban menos a Laüme que la cosa lloriqueante que había salido de su vientre. Las convulsiones, precipitadas por la violencia de la agresión, se habían producido antes de tiempo y el niño, un bebé perfectamente formado, había nacido. Un varón. Vigoroso y empujado a venir al mundo. Gärensen se había ocupado de él mientras la madre se recuperaba lentamente de sus heridas. Acunaba al recién nacido, lo bañaba con cuidado, lo vigilaba, y sólo se lo confiaba a Laüme para que lo amamantara. Poco a poco, Gärensen notaba que el hada recuperaba su vigor.
– ¿Siente que recupera sus poderes? -le preguntó una mañana.
– Puedes estar seguro de que sí. Y cuando los haya recuperado del todo te haré pagar la pérdida de mi cara. Prepárate para ese momento.
– Usted no intentará nada contra mí -aseguró Thörun-, De lo contrario, me llevaré a su hijo como rehén y juro que lo mataré sin remordimientos si no cumple su palabra.
– Quieres que te devuelva a tu mujer, ¿no es eso? ¿Tanto querías a esa Fausta?
Gärensen bajó los ojos sin contestar. Después de un silencio, anunció:
– ¡Mañana! Mañana nos vamos a Venecia…
Cada día, a las cuatro de la tarde, Garance de Réault degustaba un té chino en el café Florian. Apoyada en el brazo de Bubble Lemona, llegaba a paso corto y se sentaba siempre a la misma mesa, en el ángulo derecho de la sala, junto al ventanal que daba a las arcadas y a la perspectiva de la plaza de San Marcos. Los camareros la conocían. Había reservado esa mesa desde su llegada, un privilegio por el que había pagado un precio prohibitivo. Lemona se quedaba a veces en su compañía para beberse a sorbitos un licor de fresa y atiborrarse de galletas de barquillo que desmigaba encima del vaso con sus gruesos dedos. Sin embargo, la mayoría de los días Bubble abandonaba a la francesa para irse a fumar no lejos de allí, y se quedaba soñando despierto sentado en los escalones que bajaban hasta las aguas de la laguna. Garance esperaba una hora en aquel lugar, tal como había convenido con David Tewp en Estambul. Ni más ni menos. A las cinco en punto, se levantaba y dejaba el establecimiento, saludada con cortesía por los camareros, y se reunía con Bubble en el exterior.
Volvían juntos al palacio Gritti, donde Monti caminaba arriba y abajo por un salón rococó sobrecargado de molduras extravagantes, regordetas como merengues.
– Nada todavía, Lewis -decía entonces la vieja dama-. Nuestro amigo David aún no ha llegado… ¿y de lo suyo?
– Nada tampoco, madame Garance -respondía con tristeza el senador-. Al parecer, Thörun Gärensen no quiere dejarse ver en Venecia. Quizá les he hecho seguir una pista falsa.
– Su deducción fue la correcta, estoy segura -decía la vieja aventurera para confortarlo-. Seamos pacientes. Pacientes y optimistas. ¿Qué cenarán esta noche?
Mil años de combates y abordajes. Mil años de cruzadas y de ocupaciones, de matanzas y pillajes. Tal era la historia de Venecia y de su rival, la antigua Constantinopla. Un milenio ya olvidado en pro de una paz que se extendía por todo Occidente, comprada al alto precio de la sumisión y la humillación a un imperio lejano, desdeñoso y soberbio, que sin embargo también estaba llamado a derrumbarse un día. No obstante, esa paz autorizaba a los navíos levantinos a acercarse sin temor al puerto de la Serenísima.
Detrás de David Tewp, Dalibor Galjero descendió al muelle y se sometió a las formalidades de la aduana como cualquier pasajero. De todos modos, los policías italianos no le pidieron que abriera sus maletas y ni siquiera examinaron su pasaporte.
Por otra parte, Galjero nunca había tenido uno. ¿Para qué lo iba a querer, si disponía de un ángel de la guarda capaz de liberarle de los pesados? Tewp, en cambio, no se beneficiaba de tal recurso. Como cualquier hijo de vecino, tuvo que someterse a las formalidades administrativas de rigor. Galjero lo esperó pacientemente y después lo condujo al Danieli, donde era huésped habitual desde hacía tanto tiempo. Allí, en habitaciones contiguas, deshicieron rápidamente las maletas. Tewp salió enseguida alegando que debía reunirse con un informador.
– Vuelva pronto, David -advirtió Dalibor-. No olvide que tengo un medio de presión muy eficaz sobre usted.
Tewp asintió y desapareció. En realidad, la amenaza de Galjero no le intimidaba demasiado. Sabía, desde hacía tiempo, que Dalibor había confeccionado un voult , una efigie cargada con algunos de sus cabellos y destinada a lanzar sobre él un hechizo de muerte rápida si se le ocurría traicionar a su pretendido maestro. Eran casi las cinco de la tarde y Tewp sólo tenía una idea en mente: caminar deprisa para llegar a tiempo de encontrar a madame de Réault sentada a la mesa del Florian…
En la cabina de primera clase del transatlántico italiano San Lucas , Laüme Galjero miraba a su bebé mamar golosamente. El pequeño aún no tenía nombre. Cuando pensaba en él, ella lo llamaba sencillamente «mi hijo» y, por primera vez en su muy larga existencia, dedicaba a otro ser una verdadera ternura, un auténtico impulso de amor. Cuando Thörun le quitaba al niño para llevárselo a dormir a su propia cabina, se quedaba sola llorando durante horas, hasta el momento en que acurrucaba de nuevo contra su seno a la criatura. Entonces, por un breve instante, volvía a ser feliz.
Una noche, cuando el estrave del barco pasaba por encima de una fosa en la que reposaban desde hacía siglos los restos de un galeón español con las bodegas repletas de oro, Laüme abandonó furtivamente su cama. Nadie más transitaba por los pasillos de los puentes superiores. Lentamente, con el rostro oculto por un largo velo de viuda, descendió hasta las pasarelas de tercera clase, donde la gente dormía en tablas cubiertas de un fino colchón de paja o en hamacas. Apenas dio unos pasos entre ellos, los justos para apoderarse del primer niño dormido que pudo encontrar.
Las gotas que caían del impermeable mojado de David Tewp formaban charquitos en las baldosas rojizas del antiguo nido de republicanos y carbonarios. En el exterior, una lluvia torrencial se abatía sobre Venecia. Sentado en una banqueta frente al inglés, Lemona hacía guardia junto a madame de Réault, que había enfermado de improviso.
– Madame Garance está agotada -informó el mafioso al coronel-. Se encuentra muy débil. Hace dos días que no se levanta de la cama. Don Monti está muy inquieto, y yo también…
– Quiero verla -ordenó David Tewp.
En la gran cama con dosel, Garance de Réault estaba pálida como una muerta. Tewp creyó estar viviendo de nuevo el momento en que había entrado en su apartamento parisino mientras la enfermera Simone se afanaba en torno a ella. Con los ojos entornados, la francesa hablaba con dificultad.
– David… Por fin llega, muchacho -dijo con gran esfuerzo-. Temía no volver a verle…
Con un nudo en la garganta, Tewp se sentó cerca de ella y tomó su mano.
– Galjero está conmigo en Venecia -dijo-. Hasta ahora he podido evitar lo peor, pero ya no sé cómo impedir que mate de nuevo. Quiere sangre para prepararse ante su combate con Laüme.
Читать дальше