Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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– Acepto -dijo el noruego, resistiendo el deseo de llevar sus labios a la boca entreabierta de la mujer.

Al fondo de un polvoriento café de Estambul, Dalibor Galjero sonreía como un niño. Llevaba horas escuchando a un desdentado narrador de cuentos improvisar las aventuras del eunuco Tarwan, un héroe cómico de tiempos de Solimán. Durante sus estancias en Constantinopla, Dalibor no dejaba nunca de disfrutar de las invenciones del viejo aedo. Había empezado a seguir la epopeya de Tarwan en 1915, un año antes de que Nuwas apareciera a la puerta de su palacio, es decir, un año antes de la muerte de Ta'qkyrin, del asesinato de Rasputín y de su regreso de Rusia. Dejó el país al borde de una guerra civil y abandonó a su maestro con la razón vacilante en una habitación de un instituto médico de Su Majestad el Zar… Habían transcurrido unos treinta años desde entonces. Treinta años durante los cuales no había hecho más que aplazar la hora del juicio exigido por Taus, el antiguo dios Paon al que debía su longevidad excepcional. Pero el instante fatal había llegado. El dios se impacientaba, y ya no había escapatoria. Taus exigiría la última oblación: la muerte de Laüme. Ese era el precio a pagar por ganar la inmortalidad definitiva e incondicional. Dalibor había buscado mil y una maneras de sustraerse a ese decreto: en las bibliotecas, las colecciones privadas, los archivos de cuatro continentes y hasta en los ficheros clasificados del Ahnenerbe. En vano. Entonces había tenido que decidirse a lo ineluctable, pues se trataba de eso o de morir, desaparecer a la manera de los demás hombres, renunciar al placer y a la alegría, no volver a sentir el frescor del alba en su rostro, no volver a contemplar las estrellas en el cielo, no volver a poner sus manos en la cintura de una muchacha…

Ahora que había encontrado la pista de Nuwas, no pensaba renunciar a aquellos dones. Sin embargo, hubo un momento en que temió fracasar. Cuando la general Grusha Alantova y Wolf Messing le comunicaron la anulación del trato que habían cerrado con él, Dalibor creyó haber perdido para siempre el medio de encontrar a su antiguo maestro. La cólera se apoderó de él. Y aunque los amenazó, no consiguió nada. Alantova y Messing lo hicieron expulsar sin tomarse la molestia de darle explicaciones. La noche de su salida forzosa de la URSS, cuando abrió su bolsa de viaje en un hotel del sector estadounidense de Berlín, descubrió un pequeño sobre oculto en la tela. Contenía una llave sencilla, una llave de consigna con el número 142 grabado y el cuño de una de las estaciones secundarias de la antigua capital del Reich. En la casilla, una simple hoja de papel mecanografiada. La nota, redactada en alfabeto latino, sólo contenía dos frases: «El 10 de este mes, Lewis Monti, David Tewp y Garance de Réault han abandonado el territorio de la Unión Soviética por la frontera de Irán. Nuwas les acompaña».

El nombre de Garance de Réault le era desconocido a Galjero, y su lectura sólo le había provocado un leve encogimiento de hombros. El de Lewis Monti, en cambio, evocaba un vago recuerdo. Laüme lo había pronunciado años atrás, cuando le contaba sus peripecias en Estados Unidos en los tiempos en que ella era agente del conde Ciano. En cuanto a David Tewp, Dalibor era, desde luego, capaz de ponerle un rostro a aquel nombre. ¡David Tewp! No había pensado en aquel hombre desde hacía al menos diez años. Lo había conocido en la India en 1936. Tewp era por aquel entonces un oficial inglés a quien el MI6 había instalado en su residencia de Shapur Street para asegurar la protección de Wallis Simpson. ¿Tewp? Un muchacho sin cultura, rígido y torpe. Lo contrario de un hombre de acción y el perfecto representante del sexo masculino británico. ¿Por qué se le había metido en la cabeza acosarle? Dalibor no podía entenderlo, sin embargo le importaba poco.

Lo único que contaba en aquel momento era reunirse con Nuwas cuanto antes. Dalibor se puso enseguida a buscar. Encontrar el rastro del pequeño grupo había sido tarea fácil. Los fugitivos habían dejado tras de sí signos evidentes, precisos y numerosos: como si desearan ser encontrados. Todos los indicios apuntaban a Constantinopla… Siguiendo el hilo de sus andanzas, Galjero había llegado a su propio palacio, donde el pequeño grupo había tenido la audacia de instalarse. Por un momento, el hechicero se reprochó el haber descuidado los rituales de mantenimiento de los genios guardianes del lugar. No había regenerado su potencial energético desde hacía mucho tiempo. Un error por su parte por que, en lugar de fortificarse, los fetiches se habían vuelto inoperantes. Pero eso sólo era un detalle. Lo importante era que él, Dalibor, reuniera sus fuerzas para enfrentarse a sus enemigos. Ésa, y no otra, fue la razón por lo que se había batido en retirada temporalmente, para prepararse de forma adecuada ante la confrontación que se avecinaba. Y por eso estaba sentado allí, en ese café de Estambul, a aquellas horas, lavando su espíritu con las rocambolescas historias imaginadas por el viejo narrador.

Aquella velada, Dalibor no se movió de su taburete hasta la mitad de la noche. El artista acababa de concluir su capítulo en medio de risas y aplausos. Se había marchado a soñar en su lecho nuevas aventuras para sus personajes.

Cuando se apagaron las luces y una vez que los niños encargados de la limpieza hubieron echado arena sobre el embaldosado para absorber los escupitajos y los charcos de raki , Dalibor esperó en la calle a que el último de ellos pasara la escoba y saliera por fin del café. Dos horas antes del alba, nadie transitaba por las calles. Estambul estaba silenciosa. Ningún ruido de motor turbaba su quietud. Dalibor atrapó al muchacho por el cuello en el momento en que doblaba la esquina, lo mató contra un contrafuerte de piedra y lo cargó sobre sus anchos hombros. Caminó así hasta una cala desierta, lo desnudó y sacrificó al niño al dios Taus mientras le rogaba que le concediera un respiro hasta que encontrara a Laüme. Dalibor esperaba con todas sus fuerzas que el dios Paon accediera a su ruego, porque sentía más que nunca que el Tiempo estaba recuperando poco a poco sus derechos. En Rusia había descubierto en sus cabellos nuevas canas, y en sus manos habían aparecido algunas de esas manchas que marcan la piel de los viejos. Dalibor hizo uso del cadáver como otros usan una droga, para aguzar sus sentidos. Terminada su obra, tiró los despojos del niño al río, sin preocuparse siquiera de lastrarlos. No le importaba que la policía lo encontrase horas más tarde. ¿Cuántos adolescentes desaparecían cada mes en aquella ciudad gigantesca sin que nadie se inquietara por ellos? Uno más no se notaría.

Vivificado, Dalibor retomó la dirección de su palacio. Sin llevar ningún arma bajo el cinturón ni oculta en los pliegues de su ropa, franqueó la verja del parque. El alba no enrojecía aún el cielo, pero el rocío perlaba ya la hierba. Los primeros pájaros empezaban a cantar en las ramas. Dalibor vio una silueta recortarse en la entrada. La reconoció a primera vista y alargó el paso para reunirse con ella.

– Le esperaba -dijo con calma David Tewp.

El inglés ya no era el mismo hombre. Había cambiado, había cambiado mucho. Cuando Dalibor lo dejó en la India no era más que un lechuguino inexperto e influenciable, un teniente de poca monta obligado a desempeñar un papel que le superaba. Pero era evidente que David Tewp había sufrido los efectos de la guerra con todo su rigor. Había adquirido una talla, una seguridad impresionantes y, a prueba de fuego, se había endurecido hasta convertirse en un enemigo respetable. Su capacidad de dañar era, en consecuencia, mucho más alta de lo que Galjero había estimado de entrada, cuando leyó su nombre en el papel hallado en la consigna de la estación de Berlín.

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