Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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– No hace falta -intervino Lewis Monti-. Creo saber lo que Thörun Gärensen puede exigir de Laüme Galjero.

El rostro más bello del mundo

Era una casa negra, una casa que Thörun Gärensen nunca había visto. No se parecía a ninguna de las viviendas en las que había entrado hasta entonces. ¿Dónde estaba? No lo sabía.

El trayecto en automóvil, conducido por Maddox Green, había durado horas. Sentado junto a Preston Ware en el asiento trasero, el noruego había visto desfilar llanuras grises, monótonas, barridas por el viento; colinas sombrías, campos de trigo de espigas amarillas o maduras que brillaban bajo una luz clara. Habían atravesado paisajes rocosos y otros que recordaban las afueras de las grandes ciudades, con muchos kilómetros de tramos de autopista rectilíneos que corrían entre hileras de edificios. Tras las ventanas iluminadas de los opacos edificios, había percibido siluetas como sombras chinescas. Eran tan claras, tan precisas, que hubiera podido decir en cada ocasión a qué se dedicaban aquellas gentes: niños que jugaban en su cuarto, mujeres que preparaban la cena y hombres que leían el periódico o escuchaban la radio. Había visto a amantes abrazarse y a ancianos contar las gotas de sus medicinas. Después, todas las luces se habían apagado y el paisaje se había convertido en un océano de oscuridad, un túnel infinito, marcado solamente por el balanceo del vehículo en las curvas y el ronroneo regular del motor. Sólo hicieron una parada, en un garaje. Maddox cerró el contacto y descendió para repostar gasolina en una estación aislada que ofrecía también comidas.

– Ya no estamos muy lejos. Vamos a tomar un café para entrar en calor.

Sin discutir, Thörun siguió al hombrecillo con pinta de funcionario. Sus miembros estaban rígidos y él, congelado. En el exterior reinaba un olor de sal y yodo. A la luz de las lámparas exteriores, vio arena en el suelo y oyó la resaca del océano. Se quedó un momento a respirar el aire fresco, mientras que Ware entraba en el establecimiento.

– Beba tranquilo, señor Gärensen -dijo Ware mientras le tendía un café-. Tómeselo y después continuaremos el viaje.

Thörun sorbió el líquido caliente y regresó a su asiento. Con las manos entre los muslos para calentarlas un poco, cerró los ojos. Cuando se pusieron de nuevo en marcha, cayó en un sueño profundo, un sueño que lo transportó algunos años atrás, cuando iba como pasajero en otro automóvil, invitado de otro anfitrión: Dalibor Galjero lo conducía al Wewelsberg con el fin de prepararlo para la gran obra, según había dicho el rumano, y para iniciarlo en profundos misterios. En la cripta de la fortaleza, Gärensen había conocido la muerte iniciática. Precipitado entre la vida y la muerte, entre la lucidez y la inconsciencia, se había cruzado en el camino de la vieja Kloge, la diosa de las pruebas y los misterios. Había sobrevivido a la ordalía que ella le había impuesto, pero aquélla tan sólo había sido una falsa elevación, una falsa promesa, porque él había cruzado la gran barrera de fuego no para elevar su alma y reforzar su espíritu, sino para convertirse en un cordero digno de ser sacrificado durante un ritual de sangre.

– Despierte, Gärensen, ya hemos llegado.

Thörun abrió los ojos. Por encima de él estaba el alba, un alba gris y azul, al borde del mar, sobre las dunas. El coche estaba aparcado justo delante de una playa sembrada de charcas espejeantes, con la marea baja.

– Salga, muchacho -dijo Preston Ware-. No podemos llevarle más lejos, el coche se embarrancaría…

Thörun dejó su asiento y cerró la puerta del coche ruidosamente. Ware señaló con un dedo al horizonte.

– Es allí, en ese islote. Si se apresura, podrá llegar sin mojarse los pies. No creo que la marea suba antes de que usted alcance el terraplén. Pero no se retrase. Si el agua lo atrapa, quedará a merced de un remolino y se ahogará. ¡Vaya ahora! Corra a reunirse con ella. Sé que se muere de ganas…

Thörun dio algunos pasos hacia el mar y se detuvo. Detrás de él, Maddox Green levantó la tapa de su encendedor para hacer brillar la llama. Después de encender su cigarrillo, le gritó a Thörun:

– ¡Corre, pequeño! ¡Corre hacia la diosa! ¡No dejes pasar tu oportunidad! Nosotros no podemos hacer nada más por ella.

Green avanzó y lo empujó en dirección a la casa que Thörun veía dibujarse bajo la luz rasa, al extremo de la playa. Gärensen caminó con la cabeza gacha, despacio al principio, después cada vez más rápido. Un olor de cieno y algas flotaba a su alrededor. El golpear de sus pasos hacía salpicar el agua de las rieras y las charcas. A lo lejos vio como las olas se animaban de repente y avanzaban hacia él, por lo que tuvo que aumentar el ritmo de su carrera. Justo delante de él se alzaba una masa de rocas y arena, un reducto negro coronado por un edificio austero, con la fachada carcomida por la sal, sin atractivo ni elegancia, pero esbelto y sólido como un castillo antiguo. Thörun alcanzó sus inmediaciones cuando el agua estaba ya a punto de rodear el espolón rocoso y devolverlo a su naturaleza insular. Despellejándose las manos, trepó hasta la base de la construcción y miró a su alrededor, con el corazón latiendo desbocado. La orilla apenas era visible desde allí. Dos puntos amarillos perforaban la penumbra de la orilla; eran los faros encendidos del coche de Ware y Green. Empezó a soplar un fuerte viento que llegaba desde la lejanía, cargado de salpicaduras, portador de olores extraños de naufragios e incendios, de hierros retorcidos y cuerpos en descomposición…

Gärensen se plantó frente a la casa. Escaló los últimos metros hasta ella y se detuvo ante el umbral. El cerrojo no estaba echado. Entró. El interior aún estaba a oscuras, la luz del alba apenas penetraba a través de los postigos entreabiertos. Thörun avanzó con paso vacilante, temiendo tropezar con un mueble o dar un paso en falso a causa de algún desnivel imprevisto. Poco a poco, sus ojos se habituaron a la penumbra. Como fantasmas en un cementerio, todos los muebles estaban cubiertos con lienzos. Atravesó una primera pieza y enfiló un pasillo que conducía a una escalera. Escalón tras escalón, llegó al primer piso. El silencio era total adentro, pero desde el exterior llegaban los sonidos del viento y de las olas que se estrellaban contra la costa rocosa. La casa temblaba a cada resaca. Sólo había una puerta en el rellano, abierta. Dentro de la habitación brillaba una lamparilla anaranjada. Gärensen se detuvo en el umbral. Allí, ante él, estaba Laüme Galjero, su enemiga íntima, temible porque la odiaba y la deseaba a la vez. Vestida con un largo chal negro que ocultaba sus formas, miraba fijamente ante sí. Sus ojos, muy abiertos, brillaban febriles, y la piel de su rostro estaba blanca como el mármol. Respiraba deprisa, como un animal acosado. Su belleza, no obstante, era más firme que nunca. Sin que ella le hablase o le hiciera la menor señal, Gärensen se le acercó de buen grado. Ya no sentía angustia. ¿De qué tendría que tener miedo? Sabía que en aquel momento Laüme no deseaba su muerte. ¿Por qué, si no, le habría hecho venir a aquella casa? ¿Por qué le habría enviado a sus esbirros? Se acercó más. El hada posó por fin la mirada sobre él; su respiración pareció calmarse y sus rasgos se distendieron. Sus manos estaban posadas sobre su vientre ligeramente abombado. Él supo por instinto lo que eso significaba.

– Será un niño -anunció Laüme-. Lo sé. El me habla ya… Será orgulloso y fuerte. Te deberá mucho, Thörun, porque te he elegido a ti, no para concebirlo, pero sí para velar por él durante toda su gestación. ¿Aceptas quedarte a nuestro lado para protegernos?

Gärensen dio un paso más hacia Laüme. Sus siluetas casi se tocaban.

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