– Hacía mucho que no nos veíamos, David -dijo Dalibor-. Lamento lo de su cara.
David se llevó de forma involuntaria la mano a la altura de su nariz rota. Había ocultado la herida bajo su vieja máscara de cuero, la misma que había tenido que llevar antes de su viaje a Jerusalén. En los últimos años se había acostumbrado a que nadie notara su deformidad. Le resultaba penoso oír entonar de nuevo aquella antifonía.
– Se lo debo a una de sus discípulas, Galjero -respondió Tewp conteniendo su resentimiento-. Ostara Keller me desfiguró pocas horas antes de que la mataran los niños a los que se proponía inmolar.
– Némesis -sentenció Dalibor en son de broma-. Su propia energía destructora se volvió contra ella. No me sorprende, a Keller la devoraba la ambición. Además, estaba demasiado dotada, todo era muy fácil para ella. No tuvo necesidad de curtirse como lo hemos hecho usted y yo… Porque nos parecemos, ¿verdad, David?
Tewp se guardó de contestar, y cambió de tema:
– Sé por qué está usted aquí -dijo el inglés-. Le busco desde que estábamos en la India. He pasado doce años en vano siguiendo su rastro. Pero me he cruzado con otros cazadores. Juntos hemos reconstruido su historia, y también la del espíritu Laüme… Y hemos encontrado a su antiguo maestro, Nuwas.
Dalibor sonrió; su intuición era acertada: el torpe oficialillo de Calcuta había cedido el puesto a un ser decidido y peligroso.
– Así que Nuwas se encuentra en esta casa, custodiado por sus amigos, supongo.
– No. Estoy solo. En cuanto a Nuwas, estaba extenuado, al límite de sus fuerzas cuando los soviéticos nos lo entregaron. Por desgracia, su vida se extinguió aquí mismo, hace unos días. Lo enterramos en el parque.
Dalibor palideció ante el anuncio de la noticia.
– ¿Nuwas ha muerto? -preguntó como si no pudiera creerlo.
– Nuwas ya no está -confirmó Tewp-. Pero no se fue sin haber hablado antes de morir. Ahora soy depositario de sus últimos secretos.
– ¿Así que usted, David, es quien me ayudará a cumplir por fin mi destino?
– Soy yo.
– ¿Y qué quiere a cambio?
– Un poco de su poder. Sólo una parcela de su fuerza.
El rumano pareció sorprendido; pero en lugar de sondear las motivaciones de Tewp, preguntó:
– ¿Dónde están ahora sus amigos? ¿Ese Lewis Monti y esa Garance de Réault con los que se ha aliado?
– No entendieron las confesiones de Nuwas. Hablo un poco de ruso, y ellos no. Les he hecho creer que la muerte de Nuwas nos ha conducido a un callejón sin salida, y he fingido que quería abandonar. Se han ido en busca de otra manera de dar con usted. No tiene nada que temer de ellos…
– ¿A partir de ahora estamos usted y yo solos?
– Sí.
– ¿Puede darme una prueba de su buena fe?
– Laüme está embarazada de un hombre, Galjero. Espera un hijo. Su poder se debilita conforme avanza su embarazo. Conozco el momento exacto en que se produjo la concepción y, por lo tanto, la fecha prevista para el alumbramiento. Además, sé adonde irá muy pronto para realizar un acto que sólo ella puede llevar a cabo.
– ¿Qué acto?
– El pago de un servicio. Thörun Gärensen la acompaña ahora. Reemplaza a las criaturas de las que se rodeaba el hada y que en este momento la abandonan poco a poco, a causa de su metamorfosis.
– ¡Laüme ha iniciado su caída hacia la humanidad! ¡Así que usted lo sabe, Tewp! -exclamó Dalibor en un tono admirativo-. ¿Y quién es el padre del pequeño bastardo?
– Desconozco ese dato. ¿Es importante para usted?
Dalibor contempló los árboles en silencio. Por encima de las copas, la aurora desleía la opacidad de la noche con grandes franjas rosas.
– No -dijo por fin-. Sólo es una información secundaria. ¿Cuánto habrá que esperar antes de actuar?
– El acoplamiento data de hace veinte semanas. Por desgracia, tendremos que aguardar hasta el término…
– ¡Cuatro meses aún!
– Si quiere dar el golpe con seguridad, sí. Cuanto más pronto se arriesgue, más fuerte estará Laüme.
– Lo sé -cortó bruscamente Galjero-. Bien, querido David, ¿por qué no empleamos ese tiempo en recompensarle por sus esfuerzos? ¿Por dónde quiere que empecemos su aprendizaje?
Para Thörun Gärensen, la prueba resultaba más difícil cada día. Cada hora que pasaba, la tensión que necesitaba para conservar su fuerza de espíritu era más dolorosa. Laüme le susurraba palabras de amor, pero él sabía que eso no era más que perfidia. Ella le ofrecía sus caricias y hasta su cuerpo, pero -él también lo sabía- era una trampa, un modo de atarlo a ella, de dominarlo antes de ahogarlo y devorarlo como una mantis. Aunque Gärensen no había escuchado las confesiones de Dalibor Galjero registradas por la general Alantova, había leído sus confidencias en el epyllion del palacio de Estambul y conocía las perversidades de Laüme. Lo sabía todo de su verdadera naturaleza, de su historia y, sobre todo, de su poder de devolver la vida a los muertos…
Desde que Preston Ware y Maddox Green lo habían conducido a la isla, como un último deber hacia una ama a la que no querían servir más, Thörun cuidaba de Laüme como si fuera una cierva herida encontrada en el bosque. La alimentaba con las provisiones acumuladas en las cocinas. Velaba a su lado cuando ella no podía dormir. La ayudaba a asearse y perfumaba su cuerpo con esencias exquisitas… El hada parecía más débil cada día que pasaba. La vida que crecía en su interior la consumía. La extraordinaria modificación de su fisiología obraba en ella una labor de destrucción. Ella la sentía en lo más profundo de su ser, y eso la aterrorizaba. Cuando se miraba en el espejo de cuerpo entero, contemplaba con horror como su tez se estropeaba, sus ojos perdían el brillo, su figura se hacía más pesada.
– ¿Por qué no quieres tomarme? -le preguntaba a Thörun con voz inquieta-. Tómame mientras mi belleza no se haya extinguido del todo. No sé cuánto tardará en volver a mí después del alumbramiento…
Pero Thörun permanecía insensible a esas insinuaciones. El recuerdo de haber tenido a Laüme en sus brazos en otro tiempo, de haber gozado de ella, seguía intacto en él; habría podido conocer de nuevo la embriaguez incomparable que ella le había dado, pero él quería otra cosa, aunque todavía no había formulado su demanda y Laüme no la adivinaba.
– ¿Qué quieres, Thörun? -preguntaba ella sin cesar-. Rehúsas lo que te ofrezco. Rechazas mi cuerpo, mi amor. Nadie ha tenido tu fuerza ni tu voluntad. ¿Qué quieres de mí si no es eso?
– Cuando esté a punto de dar a luz -confesó él por fin un día-, la sacaré de esta isla. Vendrá conmigo, e irá a buscar entre las sombras el espíritu de un difunto para que reviva. Eso es lo que exijo para seguir cuidando de usted y no entregarla a Dalibor.
David Tewp estaba agotado. Hacía demasiado tiempo que representaba la comedia de la sumisión ante Dalibor Galjero y, pese a la buena voluntad que mostraba, sus nervios estaban siendo sometidos a una dura prueba. Para empezar, tenía que fingir interés por unas materias que le repugnaban lo indecible: guardaba un recuerdo espeluznante del hechizo del que él mismo había sido víctima en la India; después, las horribles muertes de su ordenanza, Habid Swamy, y del pequeño Khamurjee no habían hecho sino reforzar su repulsión por lo sobrenatural. Pero además, las enseñanzas del rumano, experto en los sacramentos más innobles de la brujería, sobrepasaban en horror todo lo que había leído sobre ocultismo en la biblioteca de la Sociedad de Estudios Asiáticos de Calcuta, en la época en que se documentaba para perseguir mejor a los Galjero. Tewp, tan proclive a la moralidad, tan probo por naturaleza, debía simular un asentimiento total ante unas técnicas y unos principios que iban a contracorriente de su concepción del bien y del mal. Detestaba lo confuso, lo aproximativo, lo cambiante y lo relativo, y ahora resultaba que tenía que desenvolverse en el seno de disciplinas en las que ningún hito delimitaba lo razonable de lo demencial, lo benéfico de lo criminal, lo decoroso de lo condenable. Aunque eso le enfermaba, aún no era sino una ligera contrariedad, porque por el momento sólo habían cultivado el terreno de las teorías y axiomas generales. Aún no habían abordado la práctica. Tewp temía por encima de todo que llegara el instante en el que Galjero juzgara necesario pasar a las aplicaciones concretas. ¿Cuánto tiempo podría evitar que su mentor cometiera algún crimen para activar los principios de los que le hablaba sin cesar? ¿Qué ardid podría emplear Twep para impedírselo? Aún no lo sabía…
Читать дальше