– Pero están los extranjeros como tú, ¿verdad?, que no tienen nada que ver con la enseñanza del español.
– Sí, pero en su mayoría son personas que vinieron a estudiar -norteamericanos, suecos, noruegos-, se enamoraron y se quedaron. Antigua es mágica, Jose: no pueden dejar de volver y terminan instalándose. Aquí tengo una amiga, Elizabeth, cuyo padre la trajo a vivir a los catorce años, a fines de los años sesenta, cuando esto era un peladero; él vino desde Estados Unidos a escribir un artículo, se enamoró y se quedó para siempre. La verdad es que la sofisticación, las restauraciones y los estudios de la ciudad se los debemos, en gran medida, a los extranjeros que la han amado.
– Debe ser emocionante vivir en un lugar que es patrimonio de la humanidad. Yo me sentiría importante.
Violeta sonríe.
– Tú perteneces a la categoría de los que inyectan a la ciudad su vida y cultura, ¿verdad?
– Bueno, sí… A los guatemaltecos que viven en la capital y vienen por el fin de semana no los verás nunca, ni te los toparás en ninguna actividad. No van a nuestras galerías ni a nuestros cafés. Vivimos en mundos paralelos que no se tocan.
– ¿Tampoco se agreden?
– Jamás! -exclama enfática-. La gente de este país es la más amable del mundo, ya lo habrás notado. Y Antigua es una ciudad cero agresiva, esencialmente pacífica. Debe ser uno de los lugares menos violentos del mundo, y eso no es poco decir hoy en día.
– Conociéndote, debe haber sido determinante para que tomaras la decisión de vivir aquí.
– Sí. ¿Me creerías que ni siquiera la política la cruza? Ni la guerrilla, ni los golpes de Estado… nada. Los antigüeños saben que existe un Presidente de la República sólo porque los propios presidentes tienen casas de fin de semana aquí, y cuando vienen se ve a gente del ejército por la calle, eso es todo.
– Me da la impresión de un lugar aislado, congelado en el tiempo.
– Es así. El tiempo se detuvo hace siglos en Antigua. Ello es parte de su belleza. Es una ciudad que ve a la gente pasar, vivir y partir.
– Pero eso es triste.
– No… No si tienes lo que amas a tu alrededor. Cuando en el interior de uno las cosas están asentadas, que partan los demás no importa.
Siento que la odio un poco. ¡Cómo puede tener tantas certezas! ¿De verdad cree que lo ha resuelto todo? ¿Es que se le olvida que asesinó a un hombre?
– Yo me meto poco con el mundo exterior -continúa ingenuamente, sin ser tocada por mis malos pensamientos-. Justo lo indispensable para no sentirme un lobo estepario. Parezco antigüeña: mi casa es mi centro, ahí sucede una buena porción de la vida. Por salud mental, voy a la capital una vez a la semana. Y al menos una vez al año al extranjero.
– Es otro sentido del tiempo, ¿verdad?
– No tengo agenda. Eso te lo explica todo, ¿no?
– Pero Violeta, ¿cómo puede un ser humano en el siglo veinte vivir sin agenda? -pregunto horrorizada.
– Es que no estoy segura de vivir en este siglo.
– Tienes teléfono, televisión, cable, Bob tiene computador y fax…
– De acuerdo, tenemos elementos del fin de siglo para no tener que vivir definitivamente en él.
– ¿Consideras más digna la vida vivida de esta manera?
Violeta pesca al vuelo mi tono.
– No te estoy atacando, Josefa. No estoy privilegiando una opción sobre otra. Esta es la que yo necesitaba, tú lo sabes. Me he pasado la vida buscando una forma coherente de vivir, y siento que la he encontrado. Hay mil opciones posibles.
Volvemos a casa. Violeta quedó con algo atravesado en ese fardo de materia viva que es su mente, la conozco. Ya aparecerá a la hora del ron.
Entretanto, me tiendo en mi reliquia española y repaso una figura: un mentón de huesos cuadrados, manos fuertes sin los dedos de pianista que yo habría elegido, un tórax con la cantidad justa de pelo para poner ahí mi mejilla, unos muslos duros y piernas firmes a toda prueba, un sexo pacífico en su pequeñez, atolondrado en su ensanchamiento. ¿Alguien conoce ese cuerpo como yo? Su ex mujer… no, ella no lo recorrió así, no tanto, ¿verdad? O quizás sí. Ellos dos en la cama: es insoportable compartir un mismo cuerpo, aunque los tiempos no coincidan. Poco a poco me invade la inseguridad, una sospecha pequeñita sobre ésta que soy, sobre mi desempeño erótico. ¿Existe alguna mujer que -de verdad- se sienta espléndida en la cama? Bueno, el tiempo no pasa en vano. No fue lo mismo hace ocho años, o diez, cuando Andrés reaccionaba con sólo poner su mano sobre mi espalda. ¿Habrá reactivado su eros en la espalda de Pamela?
Tengo una segunda memoria, la memoria del cuerpo. El deseo: el más irracional e irreprimible de los impulsos. Y cuánto miedo da llegar al momento insobornable: la fatiga del deseo. Quizás en un punto comenzamos a pedirnos poco uno al otro, luego de haber creído en ese impulso por tanto tiempo. Debo irrigar las zonas muertas del amor y del erotismo, ésa será mi tarea si él me da la oportunidad. Pero hay una cosa que, fatiga o no, no puede pasar inadvertida: siempre sentimos.
¿Quién va a ganar esta lucha? ¿Quién se quedará con el ansiado trofeo, como me enseñaron de niña? ¿Ella, presente, o yo, ausente? El vacío ya no camina hacia mí, como sucedía en Santiago; al menos eso he ganado. No es poco, según Violeta. Ella apuesta a lo mejor de Andrés, o sea al final feliz. Pero tal apuesta pasa por que yo deje de ser la mujer insoportable que he sido estos años. De todos modos, en ello nada tiene que ver Andrés. Si algo importante me está sucediendo es que, gane o pierda, necesito abandonar a esa mujer por mí misma, no por él.
El sol se ha ocultado. Ahora descansa el espíritu.
Llegó la hora del ron. Violeta ya casi no come pistachos, no los encuentra con facilidad. Los ha cambiado por las castañas de cajú. Las venden, fresquísimas, sabrosas, aunque nada baratas, en la esquina de la plaza. Las ofrece junto a los tragos en la tarde, en el corredor. Son un vicio, pruebas una y ya no paras más.
Violeta acerca el vaso de ron a su rostro y comparten el color.
– Quiero contarte una anécdota.
– Adelante.
– Pasó por Antigua mi amigo de siempre, Ernesto Martínez. Tú lo ubicas, sabes que es un hombre que se ha desangrado buscando el poder. Consiguió todo tipo de nombramientos con la democracia y ahora es senador. A todas luces, una historia de puros éxitos, ganando las internas de su partido, adentro, luego afuera, frente al electorado de la región. Su última campaña fue difícil, me contaba, y la elección muy estrecha. Y a pesar de los malos pronósticos, ganó.
– Algo recuerdo, lo daban por perdido.
– Lo interesante, Jose, es que me confesó que esa noche, la de su victoria, a las cuatro de la mañana, ya en su cama, lo acometió el más feroz vacío. No podía consigo mismo. Trataba desesperadamente de dilucidar cuál era el sentido de todo esto. Él, que ya había conocido bastante de cerca el tema del poder. Y su relatividad.
– ¿Te habló también sobre su gusto por el poder?
– Más bien me habló de la transformación de la política en este mundo nuevo de los equilibrios y el consenso, en esta nueva fórmula de las puras imágenes y las no-ideas.
– Bueno, mi impresión es que el poder real radica en la empresa privada y en los medios de comunicación. Lo digo instintivamente, sin entender mucho.
– Siempre has entendido más de lo que aparentas -acotó Violeta, irónica-. Bueno, lo sorprendente, Josefa, es que la única pregunta que se hacía la noche del triunfo en su cama, a las cuatro de la mañana, era: ¿cómo lo hago para llevar una vida digna? Esa es su obsesión.
– Me sorprende en él. Parece tan ambicioso.
– Bueno, la forma que encuentre Ernesto de vivir la dignidad no será, evidentemente, saliéndose del mundo a esta vida casi bucólica en una meseta de Centroamérica. Tampoco se va a meter a un convento. El verá cómo lo hace, resolverá el dilema a su manera…
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