Marcela Serrano - Antigua vida mía

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De la noche a la mañana, Violeta Dasinski se vuelve noticia a causa de una tragedia tan inevitable como providencial, y su amiga Josefa Ferrer -con los diarios de Violeta en la mano- empieza a contar su historia… es decir la de ambas.
Aunque Josefa, una exitosa y angustiada cantante chilena, es la narradora, a su voz y la de Violeta se agrega la de `nosotras, las otras` (madres, abuelas, bisabuelas), suerte de coro griego y testigo de la experiencia femenina a través de las generaciones.
El relato, en un vívido contrapunto, irá trazando las búsquedas a un tiempo paralelas y divergentes de Violeta y Josefa, desde la infancia común en el Santiago clasista y turbulento de los años sesenta hasta el `viaje terapéutico` a la ciudad de Antigua.
El amor y la traición, la sexualidad y el dolor, la utopía y la muerte, las perversiones de la modernidad y la tensión entre lo privado y lo público: las vidas de Josefa y Violeta dibujan, como en un huipil multicolor, los anhelos y conflictos de la mujer contemporánea.

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– ¿Por qué cresta no se dedica a los pobres? Sería digno de parte de un político.

– Cada uno sabrá cuál es su forma. Lo importante es saberlo a tiempo. También lo sabrás tú, y yo no descalificaré tu opción, ni tú la mía. ¿Verdad?

Asentí. Sé por qué me contaba lo de su amigo, el senador. Sé por qué me lo contaba a mí.

– Bueno -suspiró Violeta-, ya sabemos que no podremos cambiar el mundo, ¿cierto? Ése ha sido el gran golpe de los golpes para nuestra generación. Se nos desapareció el objetivo en medio del camino, cuando aún teníamos la edad y la energía para hacer las transformaciones. La política ya no es la política de antes. Ahora es el poder por el poder, con algunas características propias según los grupos, pero ninguna diferencia sustancial. Por lo tanto, lo único que les queda a personas como él es preguntarse con humildad: ¿dónde está la dignidad? Arrimarse allí, si ya no quedan otros espacios de arrimo.

Nos miramos Violeta y yo. Nos medimos, nos reconocimos, nos evaluamos, nos tasamos. Y opté por rasgar el aire.

– ¿Y el último bosque, Violeta? ¿Qué pasó con eso?

– Es mi sueño, mi utopía hospitalaria. Creo, Josefa, que en el último bosque se encuentra la dignidad. Y que esos bosques no están lejos de aquí.

14.

Caminar unos pasos hacia la iglesia y el convento de Santa Clara es sinónimo de ciertos momentos. Por un quetzal, tengo horas de recogimiento y silencio en mi refugio: el jardín de atrás de las Clarisas. Respiro bajo la sombra de seis grandes aromos. («Violeta, ¿sabías que hay aromos en las ruinas de Santa Clara?» «Sí, los conozco.» «Falta solamente tu hamaca, ¿qué hiciste con tu hamaca?» «La traje en el container, la tengo guardada; creo que la voy a poner en la azotea.») Me amigo con el níspero y las palmas y tomo asiento en las piedras.

Mi mente se aleja hacia fines del mil seiscientos, trato de imaginarme a las primeras monjas clarisas que llegaron de Puebla. ¿Cómo serían? ¿Qué comerían? Al menos, no pasaban frío, oh privilegio de esta ciudad. ¡Qué generosos pueden ser estos enormes claustros y fuentes sin la existencia del frío! ¿Se vinieron por amor a Dios o porque las obligó la familia? ¿O fue por un amor desgraciado? Pienso más bien en esto último, para identificarme con ellas.

Casi nadie llega hasta aquí; quizás algún turista recorre las ruinas, pero yo no lo veo ni lo siento. Vuelvo a respirar. Pero es el abismo. Porque toda respiración agoniza cuando se me cruzan las imágenes: esas imágenes. Los anteojos de sol en el auto de Andrés. Eran femeninos, marca Ted Lapidus. ¿Qué hacían ahí? ¿Usará Pamela Ted Lapidus? No, yo los recordaría en ella, eran bonitos y me habrían llamado la atención. Me persiguen esos anteojos de sol.

Pierdo la calma. Camino hacia la puerta de Santa Clara. Justo enfrente están los lavaderos públicos, esa enorme piscina de agua verde musgo y el impecable orden de cada recipiente de piedra para la ropa sucia de los indígenas. Me fascina la perfecta distribución de la piedra en cada unidad. Una mujer se afana en su tarea. La miro hacer. Le habla a su hijita mientras restriega sus paños. Se ríe y tiene sólo dos dientes, enormes, alargados, como si fuesen a saltar en cualquier momento de la boca. Saca agua con la mano -al lado, otra indígena se lava el pelo- y vuelve al mismo movimiento para mojar y enjuagar su ropa. Reconozco, entre un lavatorio y otro, ese jabón café que me llamó la atención en el mercado, parecía una roca. Es para los piojos, me contó Violeta. (En mi país hay piojos hasta en los colegios privados, pero no se asumen y en ningún lugar popular venden jabones para eliminarlos.) Sus movimientos me subyugan. No usa escobilla, sólo su mano. Y mi historia de cantante me traiciona, pues sin llamarla, sin invitarla, llega a mí la Violeta Parra y esta voz, en silencio, comienza a cantarla, como cuando Violeta y yo lo hacíamos juntas en la universidad: Aquí voy con mi canasto/ de tristezas a lavar, al estero del olvido,/ dejen, déjenme pasar./ Soy la torpe lavandera, pierdo el día en mi labor,/ el amor es una mancha que no sale sin dolor,/ lunita lunay, no me dejes de alumbrar. Empiezo a llorar. Un llanto lento, absurdo. No, no puedo volver a llorar, me digo enojada: soy fuerte, autónoma e independiente, me repito, y las palabras caen al agua, vacías. Mezclo mi llanto con el agua del lavado, meto mi mano a la pila, me mojo los ojos, la indígena me mira, yo la miro de vuelta. Vuelvo a hundir mis manos en esa agua verde y ella sigue mirándome.

Cuatro de julio, día nacional de los Estados Unidos. Un día cualquiera.

Camino hacia la plaza. Está llena, ¿qué pasa? ¿Por qué hay tanta gente? Las colas en Guatel y en el Banco del Agro, donde cambio mis dólares, alcanzan la calle. Las veredas están repletas de coloridos productos. Me acerco a la compañía, quizás pueda llamar a Andrés y hablar con él desde ahí con la certeza de que nadie más me escucha. La cola es enorme, en la misma ventanilla donde se piden las llamadas internacionales está la gente pagando sus cuentas y sus llamadas locales. ¿Cómo no dividen las ventanillas según su uso? Voy a esperar un rato en la plaza.

Elijo un banco cerca de la fuente del centro. Escucho el agua correr. Descanso. Estoy siempre agotada. Miro a las indiecitas (no son indias, son indígenas, me corregiría Violeta; decir indias debe ser políticamente incorrecto): caminan frente a mí con sus enormes canastos en la cabeza, sin tocarlos con las manos, erguidas. Observo la perfecta línea de cuello y espalda, ¿cómo se las arreglan? Son unas niñas, tan pequeñitas. «Sólo se entiende porque llevan cinco mil años haciendo lo mismo», me dijo ayer Violeta, «a nosotras se nos caería todo.»

Miro a un turista panzón, de shorts y polera muy ceñida, con unas piernas delgadas en calcetines blancos y unos minúsculos pies calzados con rigurosos zapatos negros acordonados. Trata de fotografiar a su mujer. Más al centro, le dice, pero la mujer no se mueve lo suficiente, un poco torpe su cuerpo. Más al centro, le repite, obsesionado con formar una perfecta simetría entre la fuente y ella. Dios mío, ¿cómo alguien puede casarse con un hombre así, cómo unir su vida a otro que lleva a cuestas esos pies y esas piernas? «Mucho peor la panza», me discutiría Violeta, «lo que pasa es que tú eres una fetichista con esto de las piernas.» No, le contesto mentalmente, la panza de un hombre es horrible, de acuerdo, pero a la larga puede resistirse. Lo que no se tolera es esto: ¿has visto algo menos masculino que esas piernas? Flacas, peladas, pulcros calcetines blancos con zapatitos negros… Me lo imagino desnudo con los calcetines puestos, la peor situación en que un hombre puede encontrarse. ¡Dios, qué poco sexy! ¿Cómo será Bob?

Cuando comenzaba a recorrer las piernas de Andrés, a recordar cada línea de ellas y a dolerme, me distrajo un pájaro; vino y se posó en el árbol más cercano. Era azul. El cuello y la cabeza, azabaches. El resto, completamente azul. Qué pájaro tan bello, ¿de dónde salió? No es el azul brillante que retratan algunos libros, no. Es un azul petróleo. Nunca he visto uno igual.

Vuelvo a Guatel. La cola es larguísima aún. Estoy tratando de tomar decisiones cuando una indígena sentada muy cerca de mí en la vereda, con su mercancía a la venta, me llama:

– Ey, tú…

Me asusta. Cualquier cosa inesperada relacionada con otro ser humano, más aun si es en la calle, me asusta.

– ¿Yo?

– Sí, tú…

Suelta una frase que no comprendo. Nunca les entiendo mucho, es raro su español. Algo me dice de un hombre. Miro, a mi lado hay un turista trigueño, ¿se referirá a él? ¿O a Andrés? Pero, ¿qué tiene que ver esta mujer con Andrés? Estoy loca… Aunque tal vez sea una especie de bruja y me está regalando una profecía.

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