– Aquí pensé quedarme cuando llegué a este país -me dice Violeta.
Me sorprendo:
– ¿Cómo podía atraerte un lugar como éste?
– Porque era la nada. El último escondite en el mundo, el lugar más perdido, más ajeno, más inalcanzable. Su propia miseria me llamaba, como una expiación. Era tal mi desazón, Josefa, estaba tan perdida, que esconderme en la geografía podía ser una forma de sobrevivir. Cada vez que voy a San Antonio Aguas Calientes tengo que pasar por San Lorenzo. Y todavía hoy, después de tanto tiempo, tiemblo un poco al recordarlo. ¡Cómo sería de fuerte la nada, para que mis ganas hayan sido perderme aquí!
Me vino el recuerdo de un amigo que, muerto de culpa por separarse de su mujer, a quien ya no amaba, y pudiendo pagarse el mejor departamento, quiso, al abandonar su casa, irse a vivir a un subterráneo lleno de cucarachas.
– ¿Y lo intentaste?
– Bob lo impidió. Me propuso construir una vida lo más civilizada posible, tratando de nunca herir ninguna vida ajena. Ese fue nuestro lema.
– ¿Estás enamorada, Violeta?
– Sí. Definitivamente, sí.
– ¡No puedo creerlo! Alguien que, pasados los veinte años, aún se declara enamorada.
– ¿Sabes, Jose, cuál es el valor de nuestra relación? Cuando llegué aquí, yo no quería negar las diferencias entre hombres y mujeres, ésas insoslayables que ya sabemos. Deseaba solamente una nueva forma de vivir esas diferencias. Y Bob entendió mis ansias de reemplazar el temor por la comprensión. Sospecho que tenemos un equilibrio bastante justo entre la pasión y la estima.
– Qué suerte la tuya…
Violeta ignora mi amargura, sé que lo hace a propósito.
– Es que nos hemos encontrado en un punto de la vida, el punto del medio, cuando íbamos camino a convertirnos en unos escépticos o descreídos. Nos devolvimos juntos la fe, uno al otro. Y hoy lo que nos pasa, lo que de verdad hacemos, es completarnos.
Me quedo meditando sobre esto de completarse. Me gustó el concepto. Creo que, efectivamente, eso sucedía entre Andrés y yo. ¿Y por qué ya no?
Me distrae un enorme cartel -casi elegante en este contexto- con los datos del pueblo: 10.000 habitantes, fundado en 1528, idioma Kaqchiqel… Se lo señalo.
– Seguro que este camino se hizo en los ochenta -dice Violeta-, cuando toda Centroamérica se incendió con los movimientos guerrilleros. Esa crisis fue el único argumento para incrementar la ayuda norteamericana al país. Pero te apuesto a que los funcionarios de la agencia de cooperación que llegaron a San Antonio Aguas Calientes limitaron su contribución a estos centenares de metros de adoquines y un inmenso letrero con todos esos detalles inútiles. Después, los habitantes de San Antonio siguieron viviendo igual de pobres; y como son en su mayoría analfabetos, nunca supieron qué decía ese cartel.
– ¿Y esas micros que he visto tanto en Antigua, ésas amarillas que dicen School Bus? ¿Son parte de la cooperación?
– Deben ser, y se les olvidó borrar el letrero.
El camino se hacía cada vez más sinuoso y desde cualquiera de sus curvas se podía ver el pueblo situado allá abajo, en una hondonada, al pie de una cadena de cerros y volcanes verdes y arbolados que me hicieron pensar en los cerros casi siempre secos de Chile, y en las nubes altas e inalcanzables de mi tierra. Aquí las nubes estaban pendientes, a medio camino. En estos lugares cae, en una hora, el agua que las lluvias de mi patria acumulan en un año.
Cruzamos la plaza y el mercado y nos adentramos en una calle de tierra, muy pobre. Violeta estaciona el auto frente a un pequeño patio lleno de árboles y palmas. Está rodeado por caña protectora mezclada con adobe. Sale una mujer a recibirnos. Es Anacleta, madre de Tierna, proveedora de Violeta. Se ve gruesa y de edad, con pocos dientes; lleva una bella vestimenta de distintas telas y bordados. (Es menor que nosotras, me cuenta Violeta después.)
Las observo a ambas, su trato es de bastante intimidad. Nos hace pasar.
– Ahí nomasito, a la derecha.
Nos sentamos las tres en un especie de patio. Trato de mirar hacia el interior de la vivienda, pero veo poco; está muy oscuro adentro.
Violeta le pregunta a Anacleta si su otra hija, Irla, puede irse unos días con ella, pues llegarán más visitas y Tierna no se la puede con tanto trabajo.
– Está silente estos días -fue el comentario de su madre. Efectivamente, cuando partió con nosotras no le oímos la voz en todo el camino de vuelta. Y pienso que si vuelvo a componer una canción alguna vez, la nombraré así: Silente.
Violeta y Anacleta se enfrascan en unos bordados, Violeta toma algunas notas. La escena, por alguna razón que no detecto bien, me conmueve.
– Mira, Josefa -me llama Violeta, y extiende ante mí un huipil-. Quiero que reconozcas los distintos estadios del bordado.
– ¿Estadios?
– O franjas, o puntos. Este es un huipil de San Pedro.
Anacleta interfiere y con su dedo grueso me va mostrando cada línea de bordado; van unidas entre sí. Yo no había reparado en que, efectivamente, se pueden separar una por una.
– Éste es el pie de perro -me dice-; el segundo es el peine; el tercero, las rosas -desciende su dedo con cuidado por cada una-. Éste es el chocolate, ése la pepita, y termina con las tijeras. Está hecho de sedalina, por eso vale más.
Lo tomo en mis manos y me sumerjo en esos colores. Me entran por los ojos y a poco andar mis sentidos se empapan de ellos.
Cuando ya vamos de vuelta, cargadas de hilos, lanas y telas, además de Irla, le pregunto a Violeta por su nuevo oficio.
– Tengo la extraña sensación de haber sido una «tapicera» desde que nací. Ha salido de mí con tanta naturalidad y soltura, con tanta propiedad, como si me hubiera disfrazado de arquitecta por muchos años, solamente para esperar que la tapicera emergiese…
La palabra emerger me sobresalta. Por alguna razón la asocio a mis náuseas. Anoche, casi enloquecida, llamé a casa de Pamela. Me atendió ella, medio dormida; se rió ante el silencio en la línea y colgó. Esa risa… está contenta… está con Andrés. Tiemblo, se asoma una imagen de Andrés desnudo en la cama de la casa del molino, abriéndome los brazos. Las náuseas se transformaron en arcadas, vomité como si toda mi historia, toda, me sobrara. ¡Basta! Los tapices de Violeta me interesan más que toda esta mierda que me rebasa.
– ¿Cuándo, Violeta? ¿Cuándo lo sospechaste? No es así no más cambiar de profesión. Tú eras tan seria en la arquitectura.
– Fue en la soledad de la cárcel. A fuerza de mirar mis manos, comprendí que podían servir. Tenía que ser en esa soledad, Jose, cuando durante horas las miraba, hueso a hueso, carne a carne. Sólo entonces las conocí, supe cómo podían y querían actuar.
Violeta no tiene idea de a dónde van a parar sus tapices cuando parten a Nueva York, ni le quita el sueño. Sabe que tienen un destino, que no son meros juegos visuales para su propia complacencia, y eso los despoja de abstracción, los hace más válidos ante sus ojos. Cuando llegan los cheques en dólares ella mira las madejas de hilo y con propiedad las llama «trabajo».
– Pero dime, ¿tú te diviertes con los tapices?
– Me extraña la pregunta, Jose. ¿No prometimos hace años que nunca haríamos algo que no nos divirtiera? Créeme que me resulta un placer. Y un placer, al ser pagado, pasa automáticamente a la categoría de trabajo.
¡Cómo la conozco! Me responde como si siguiera la línea de mi pensamiento.
– Y tú, ¡oh, puritana!, lo sientes entonces legitimado, ¿verdad?
Se ríe como si la hubieran pillado en una travesura. Ya estoy de vuelta en el presente, el dolor ha cedido, ya vuelve la paz. Violeta se pone seria, con este nuevo aire sereno que parece no perder nunca.
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