– ¿Qué? No entiendo, repítame.
– Si me das un quetzal -eso sí se lo comprendo de inmediato. Dudo: ¿entregarme a su juego o arrancar? Intrigada, saco un quetzal de mi cartera y se lo paso. Entonces su frase es nítida-: El hombre trigueño ya no es tuyo… pero de ti depende.
– ¿Qué hombre trigueño?
No me responde. Entra en el mutismo total.
– No entiendo -le digo.
– Cómprame un huipil-me responde.
Salgo de allí molesta. Qué Guatel ni qué nada. Estoy transpirando. Hace calor, como siempre, pero eso no justifica mi agitación. Me dirijo a la Calle de los Peregrinos. El hombre trigueño… Andrés no es mío, Andrés no es mío. Siento una sed loca. Me detengo en un pequeño café y pido un licuado de melón. En el café ven el fútbol. Brasil contra Estados Unidos. Sí, oí a Violeta en la mañana diciendo lo contenta que estaba de que Bob viese el partido lejos, en su país, que ella no puede dejar de estar con Brasil. Ella siempre está por los latinoamericanos. «Imagínense», había dicho, «la victoria de Estados Unidos contra Brasil en el día de su fiesta nacional. ¡Cómo sería aquello!»
Qué lástima que la fecha de mi viaje haya coincidido con el Mundial, Andrés apenas notará mi ausencia. Miro a los hombres del café. Brasil ha metido el único gol del partido, a los veinte minutos del segundo tiempo. Los guatemaltecos saltan de alegría, todos aplauden. ¿Quién dijo que el sentimiento antiimperialista estaba pasado de moda?
Fourth of July, pienso al retomar la Calle de los Peregrinos.
«Why is it that so many more words have been said about Abraham Lincoln than about any other American?» Vestida de rosado como un caramelo, muy acinturada, los tacos blancos, el micrófono. Todo el colegio, alumnos y profesores, en el auditorio, escuchando el discurso central. Y Violeta, en la fila del coro, recitando conmigo en su interior. Fourth of July, fiesta también en el colegio, representación de las alumnas a cargo de la monja de música en el Glee Club. Mientras el coro cantaba la última estrofa – «while the sun keeps music… in my old Kentucky home… far away…»-, aparecía yo en el escenario. «Why is it…» En los ensayos, la ansiedad me consumía en ese momento en que debía empezar. Tenía trece años y no conocía aún el concepto de pánico de escena. Entonces, en los ensayos, Violeta siempre empezaba conmigo en voz baja; ella se había estudiado mi discurso, lo aprendió conmigo y se lo sabía de memoria. Lo hizo para convencerme de que yo me la podía, para obligarme a vencer la resistencia a ser oída por todo el colegio. «Si te pones nerviosa y se te olvida la estrofa, yo te la soplo. Yo voy a estar recitando contigo.» Y cuando llegó el día, me acerqué al micrófono y no pude, no me salió el habla. Miré ese enorme auditorio frente a mí y me vino un vacío en el estómago. Hasta que escuché, sin detectar de dónde venía en ese momento de confusión, la voz de Violeta, despacio, pero con el volumen necesario para llegar a mí: «Why is it that so many more words have been said…» Entonces pude. Alcé la voz, fuerte y clara, y recité. Terminé mi discurso a la perfección y cuando el público estalló en aplausos, lo gocé. Me invadió un extraño vértigo, ¡y cuánto me gustó! No tenía cómo sospechar entonces la cantidad de escenarios a los que me subiría más tarde en la vida, ni cuánto necesitaría ese vértigo para sentirme viva. Y tanto esfuerzo para vencer cada vez -absolutamente, cada vez- el pánico.
Y así la frase inicial del discurso sobre Abraham Lincoln pasó a ser una especie de sortilegio entre Violeta y yo: la primera audición de radio, la primera vez que canté en un escenario en la universidad, la primera vez que fui a la televisión. Siempre Violeta acompañándome, menos el día crucial en que gané el Festival de la Canción. Y al momento de comenzar, ella se las arreglaba para estar cerca, donde mis ojos pudieran toparse con los suyos, y recitaba, casi para sí misma: «Why is it that so many more words have been said about Abraham Lincoln than about any other American?»
Fourth of July.
Empezó una tormenta en Antigua. Apuro el paso.
Violeta me lleva un café a la cama. Ya con el estímulo en el cuerpo, soy capaz de existir. Me levanto en bata y me dirijo a la cocina, donde se despliega todo tipo de tentaciones para el desayuno general de la casa. Frutas, café humeante, pan fresco, tostadas, cereales, yogur, mermeladas y huevos. Pruebo con una cuchara, distraída, un poco de mermelada. «Es de sauco», me dice Violeta, «un berry de la zona.» Saboreo la grata mezcla de ácido y dulce, recuerdo el arándano de la casa del molino, el frasco es el mismo, el espíritu del ambiente también. Elijo un yogur de mango y tomo de la bandeja una pitahaya. Me he prendado de esa fruta por su aspecto. Parece la ilustración de un cuento, su cáscara es como la de una alcachofa tosca y enrojecida. De un feroz rojo adentro, a medida que se acerca al borde se transforma en brillantes líneas fucsias, salpicada por sus semillas, unos puntos muy negros. El propio Rufino Tamayo se vuelve descolorido frente a esta fruta. («¿Las has usado para algún tapiz?» «No», me contesta Violeta, «aún no.» «Por favor hazlo, ¡esta fruta es única, Violeta, tienes que aprovecharla!»)
La gran mesa de la cocina recibe al que va llegando. Siempre soy la última. La cocina misma es cuadrada y a mitad de altura se transforma en un gran torreón de ladrillos, con ventanillas en el techo por donde entra la luz. Los muros llevan cerámicas pintadas. («Grande y cuadrada: ¡no necesitaste una reencarnación, Violeta, para llegar a tener una cocina cuadrada!» «¿Cómo que no? ¿Te parecen poco mi muerte y mi resurrección?»)
Durante el desayuno se comentan las actividades del día. Violeta ha hablado anoche con Bob, que llega dentro de tres días con su hijo Alan. «¿Sabes por qué se llama Alan?», me pregunta Jacinta, «porque su mamá es fanática por Alan Bates.» Borja anuncia solemnemente los partidos que se jugarán hoy. Rumania con Alemania. Empieza la discusión, que por quién vamos. Jacinta dice que no soporta a los alemanes. Yo digo que odio a los rumanos. «¿Por qué?», me preguntan sorprendidos. «Por culpa de Violeta», respondo.
– Cuéntales -me urge Violeta.
– Ya, cuéntanos, mamá -ruega Borja.
– Esto pasó en aquellos tiempos revolucionarios de nuestro país, hace muchos, muchos años. Violeta no tenía más afán que meterme en sus actividades, que, dicho sea de paso, no me interesaban. Para concientizarme, me consiguió como gran cosa una invitación a Rumania. Yo estudiaba música en la universidad y la invitación era para conocer cómo funcionaban las escuelas de música rumanas en ese momento. Me sentí obligada a aceptar, Violeta se había esforzado tanto con sus amigos y con la embajada. Fui. Mi estadía allá es harina de otro costal, otro día la contaré. Pero mi odio por Rumania empezó a la vuelta, ya en Chile. A los pocos días de mi llegada, recibo un papel de la aduana para que retire un paquete. ¿Qué será? Partí entusiasmada, nunca había llegado nada a mi nombre desde otro país. «Es un disco», me dice el funcionario, «debe pagar un derecho para retirarlo.» Era bastante caro. Lo retiré: un disco de propaganda del gobierno, concretamente discursos de Ceausescu con su respectiva traducción. Puchas que me salió caro, fue mi reflexión, pero a pesar de eso me emocionó haber sido recordada por alguien. A la semana siguiente, otro aviso de la aduana. Era otro disco. Vuelvo a pagar el derecho, un poco molesta esta vez. A la semana subsiguiente la historia se repite: voy a la aduana y pago con franco enojo. La carátula dice Número 3. Alarmada, comprobé que los anteriores también llevaban su respectivo número: el 1 y el 2. ¡Dios, cuántos serán! Al cuarto aviso de la aduana, no fui a retirarlo. Me llaman por teléfono al cabo de unos días y me explican que es mi obligación, dejarlos significaría una multa. Conclusión: fueron diez discos. Toda la colección del proceso rumano con cientos de discursos de Ceausescu traducidos al español. A toda esa época de mi vida la he llamado «el tiempo de los discos rumanos».
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