Marcela Serrano - Antigua vida mía

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De la noche a la mañana, Violeta Dasinski se vuelve noticia a causa de una tragedia tan inevitable como providencial, y su amiga Josefa Ferrer -con los diarios de Violeta en la mano- empieza a contar su historia… es decir la de ambas.
Aunque Josefa, una exitosa y angustiada cantante chilena, es la narradora, a su voz y la de Violeta se agrega la de `nosotras, las otras` (madres, abuelas, bisabuelas), suerte de coro griego y testigo de la experiencia femenina a través de las generaciones.
El relato, en un vívido contrapunto, irá trazando las búsquedas a un tiempo paralelas y divergentes de Violeta y Josefa, desde la infancia común en el Santiago clasista y turbulento de los años sesenta hasta el `viaje terapéutico` a la ciudad de Antigua.
El amor y la traición, la sexualidad y el dolor, la utopía y la muerte, las perversiones de la modernidad y la tensión entre lo privado y lo público: las vidas de Josefa y Violeta dibujan, como en un huipil multicolor, los anhelos y conflictos de la mujer contemporánea.

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Violeta languideció notoriamente. ¿Había sido adecuado de mi parte traer este trozo de nuestra tierra a la serenidad de Antigua? Tras los últimos acordes, ella rompió el silencio, una explosión a borbotones, como un niño que debe contener el llanto:

– ¡Ay, qué nostalgia, Dios mío! -me mira triste-. Me trajiste un pedazo de un Chile que se acabó.

– ¿Por qué? -pregunta Bob.

– ¡Porque parecemos un país que se embala con todo, incapaz de darle dignidad a su propio pasado! Y eso me da pena.

– ¿Te has quedado en el pasado, nena? -ríe Javier.

– No me interesa el pasado como tal. Me interesa para entender quiénes somos hoy.

– Porque sin memoria no somos nada, ¿verdad? -dice Bob.

– Me he quedado en un trecho extraño, una tierra de nadie. No quiero volver atrás, como los ultras de tantas partes, pero tampoco me avengo con el actual pragmatismo ni con la total falta de ideología.

– ¡Violeta, Violeta! ¿Quién de nosotros se aviene con eso? ¡Somos hijos de los sesenta, after all! -refuta Javier.

– No quiero relativizarlo todo, porque me da miedo no distinguir, el día de mañana, quién es el que sufre y quién no.

– ¿Y qué te lo impide, pequeña? ¿Por qué va a ser eso fuente de tristeza?

– Porque no tengo dónde llorar nuestra antigua música, las creencias que nos engrandecían diciéndonos que el mundo era más ancho que nosotros mismos.

Bob guarda un silencio respetuoso. Sus ojos caminantes ya lo han visto todo. Acogen a Violeta.

– Tengo la impresión de que los chilenos, en su éxito, están como los ciegos, obnubilados, y ya no ven cuando sale el sol -dice Javier.

– Y dime -continúa Violeta-, ¿quién hablará a los hijos de Jacinta de cómo era el mundo al que aspirábamos?

– Nunca lograrán saberlo -el gesto de Javier es escéptico mientras toma un sorbo de ron.

– Me parece justo que Berlín sea uno solo. Pero, ¿fue necesario que el muro se llevara una parte tan buena de nosotros mismos? ¿Es mejor el mundo hoy porque el muro ha caído?

– Sí y no -le responde Javier-. Sí, porque la libertad en sí siempre es buena. No, porque junto con el muro cayeron las esperanzas de construir un mundo mejor. Tú, Bob, ¿crees que esta época post guerra fría es peor que la anterior?

– En el fondo creo que sí -contesta Bob-. Es un tema relativo y complejo. Las fuerzas del nacionalismo son lo peor de este tiempo, aun peores que las del imperialismo. Además, el cinismo hoy no tiene fronteras. Porque, al fin, el comunismo funcionaba como límite para el resto, pues le tenían miedo.

– Ahora son más insensibles y más injustos porque no tienen ese miedo -interrumpe Violeta, alentada por las palabras de su marido-. Tienes toda la razón, Bob, ése es un punto. Así son: desnudos, han mostrado su verdadero rostro, el que el comunismo les ayudaba a esconder. Como antes sus conductas estaban moderadas por el temor, hacían concesiones para evitar que se materializara la amenaza.

– Y como ahora saben que no hay amenaza, pueden actuar con total impunidad -completa la idea Javier, mirándome, tratando de integrarme. No tengo nada que aportar en este tema, sólo sé que él está sentado muy cerca de mí y algo parece desgajarse desde mi interior.

– Anoche presencié en la televisión la escena más desgarradora que he visto en años -interviene Bob-. En Ruanda, en uno de los campos de refugiados. Vi a un grupo de hombres matándose, sí, matándose a palos por un pedazo de pan. Me pregunto si el mundo habría permitido esos dos millones de hambrientos hace veinte años.

– La Unión Soviética habría tratado de intervenir para capitalizar la situación -contesta Javier-, y los otros, a su vez, se habrían anticipado para que los comunistas no obtuvieran ventajas del drama africano.

– En el fondo -dice Violeta-, la URSS y el comunismo eran el gran factor que trabajaba la culpa de los países ricos. Ahora no hay culpa porque no hay nadie con poder para representarla. Ahora se ven como realmente son.

– Y también lo que fuimos nosotros -agrega Bob-. Probablemente, nuestras ideas eran las más contrarias a la naturaleza humana.

– Sin embargo, nacían de la pura humanidad -replica Javier-. Nosotros, los marxistas de entonces, éramos los más creyentes, más que la propia derecha. Tanto así que cuando nos dijeron que los pobres eran pobres por obra de Dios, nos declaramos ateos. Protegimos a Dios.

Nos distiende una sonrisa. Continúa Violeta:

– Ser de izquierda, en este panorama tan confuso de hoy, ha llegado a ser para mí un fenómeno de pura química. Y mi izquierdismo, a estas alturas, no se sitúa en mi cabeza sino en mi piel.

– Es dificilísimo vivir el fin de una época -dice Bob como respondiéndole o consolándola-.¿Por qué nos habrá tocado justo a nosotros?

– En eso están trabajando los intelectuales, y sin mucho éxito -dice Javier-. Todo fin de época produce lo que los pensadores llaman «el malestar de la civilización»: no saber con exactitud las consecuencias del presente, no tener una conciencia clara de lo que nos espera. Y nada de lo que nos sucede, al mundo y a nosotros, es ajeno a esta crisis, a este malestar.

– No se logra visualizar el futuro. Al menos me consuela pensar que no entenderlo es distinto de condenarlo -dice Bob mientras vuelve a llenar de ron nuestros vasos. Violeta se lo agradece, lo mira y, como si hablara para sí misma, cierra el tema con su última reflexión:

– Antigua es mi salvación. Aquí puedo aferrarme a la belleza de lo cotidiano, a un tempo determinado, y logro salvarme un poco del sentido de lo inmediato.

– Pero igual tienes pena -al fin saco la voz.

– Sí, igual tengo pena. Tengo pena por mi mundo, que se fue inexorablemente, y no sé si la humanidad será más feliz sin él. No estoy segura… Me he quedado desnuda como el agua. ¡Qué continente adolorido, por la mierda! Subiéndose a un carro a medias, al desarrollo a medias, con sus hoyos negros en el desarrollo mismo, enfrentando problemas de países modernos con el fardo de tristezas de los países atrasados. Está claro: también entre nosotros todo norte tiene su sur.

Se levanta, abre la puerta del baño y desaparece tras ella. Javier se incorpora, estira sus piernas largas y me extiende la mano para que lo siga.

– ¿Adónde? -le pregunto despacito.

– Dejémoslos solos. Vamos a tomarnos un trago al Santo Domingo.

Como Bob no dice lo contrario, me voy con Javier.

Nos instalamos en el salón, frente a la chimenea gigante, majestuosa en toda su superficie de cobre repujado. Pido una margarita. Estoy exhausta. Javier extiende sus dedos -son finos esos dedos- hacia mi cuello y lentamente lleva mi cabeza hasta su hombro, donde encuentro el espacio preciso para el descanso. No me pregunto siquiera qué hago ahí, quién es este hombre, por qué me apoyo en un cuerpo que no es el de Andrés, si no existían en mi conciencia cuerpos masculinos que no fuesen el de Andrés, si se habían extinguido todos y cada uno de ellos de la faz de la tierra. ¿Acaso no era cierto? ¿Acaso los cuerpos femeninos seguían girando en la órbita de él sin yo percibirlo? Pamela tiene manos largas, huesudas y llenas de anillos, Pamela tiene los pechos más erguidos que yo, Pamela… esto es una demencia. Me hundo en el hombro confortable de este mexicano oscuro, mezcla de azteca con andaluz, como me ha contado, sangre orgullosa que palpita y calienta. Mientras tengamos un par de brazos que nos rodeen, estamos salvados. El punto es tener esos brazos, no importa de quién sean, y seremos entibiados. Me sumerjo en esos brazos.

Y entre las paredes conventuales, los santos de madera del mil seiscientos, los cánticos gregorianos, las velas y las calas -alcatraces, como las llama él-, Javier no se detiene en mí. Quiebra Ese raro encanto personal y vuelve a Violeta.

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