– ¿Tu tesoro es tu soledad?
– Sí -contesto seria.
Me mira, una pizca de diversión en los ojos.
– La verdad es austera, señor mío, como dijo Stendhal.
– Sí que lo es.
– ¿Y tu fantasía?
Bebo un sorbo de mi trago, este hombre no me da respiro. Pero escucha. ¡Qué hermoso y extraño puede ser un hombre que escucha!
– ¿Viste la película Lily Marlene?
– ¿La de Fassbinder? Sí, la vi.
– Hanna Schygulla, Lily Marlene vista con los ojos de Fassbinder. Eso querría ser. Toda la ambigüedad en esa canción. Los oídos atentos en las trincheras. Los grandes auditorios iluminados y aterciopelados, el poder flotando en el aire que Lily respira. El Führer la hace respirar: entregarse es más corto y más fácil y… puede ser bello. El rey y los esclavos, el Führer y los soldados, todos escuchando esa voz, tragándose cada nota. Y los otros, los soldados de la trinchera opuesta, también ellos escuchan, también la adoptan y la veneran en la fragilidad de la noche de guerra. Lily Marlene para todos, cubriéndolos. Lily Marlene allá y acá: el único nexo entre todos los estamentos en esa guerra, lo único que hermana a los soldados de ambos bandos, a esa hora de la noche cuando irrumpe su voz y la canción los envuelve, los atrapa, los retiene a todos por igual, jugando a ser la depositaria de todas las nostalgias y las penas de un soldado, que al fin son las mismas que las de su hermano, el soldado enemigo. Todo por el poder del canto.
– Difícil mujer-murmura Javier.
– Ahora te toca a ti: tu fantasía, tu tesoro.
– ¿Puedo ser contingente, inmediato y poco serio? ¿Me das permiso?
– Por favor, adelante.
– La única fantasía posible, no me viene otra a la mente, es amarte esta noche.
– Pero cómo, ¿a eso lo llamas poco serio? -demuestro aplomo para ganar tiempo.
– Mira, Josefa, tú hablaste de tu foso: ahora te hablaré del pozo mío. Cada vez que esa palabra me viene, pienso en las relaciones humanas. Un pozo sin fondo. El único pozo sin fondo de todos los que hay, sin tope conocido ni especificado, sólo sus aguas viscosas.
– Javier, aquí la escéptica soy yo.
– Vivo atormentado por esa viscosidad. Entonces, cuando me encuentro con la tibieza, la reconozco de inmediato. Y me parece un crimen largarla, dejarla ir.
– La tibieza… no es que abunde, en realidad. Es un lujo raro.
En un minuto se me vinieron encima, como una avalancha, todos los ingredientes que han compuesto mi vida estos últimos años. Se enfrentan a esta tibieza. ¿Son compatibles? Pienso en mis afectos enturbiados, en mis relaciones ya no inocentes, en las envidias, las rabias, las luchas por el poder o el prestigio: por la fama. Detrás vienen el pragmatismo, mi desenfrenado individualismo, mi ambigüedad, mi miedo a disentir, mi autocensura… y todo ello reposa en una aterradora dimensión de mortalidad. (Veo el tedio. Violeta, por primera vez, nunca había tenido tiempo de verlo. Queda tan poco tiempo real. ¿Para qué deseché lo inútil? Total, ¿para qué todo si nos vamos a morir?)
– No te angusties, Josefa Ferrer, y asumamos de una vez este impulso animalesco de los dos. ¿Eso es?
Mentira. Nunca es solamente eso.
– Vamos -le digo.
Los muros de las habitaciones del Santo Domingo tienen un color indescifrable: es blanco, es crema, es cáscara, es mantequilla.
– Apaga la luz -le pedí, con voz de pocas concesiones-. Hace muchos años que no hago el amor con otro y no estoy en edad de hacerlo con la luz prendida.
Javier se rió y la apagó.
Cerré los ojos.
Esa última mañana en Chile. Andrés había salido tan buenmozo, habría querido tocarle una pierna, así, estirar solamente la mano, atravesar la gabardina, sentir sus músculos duros. Sin embargo, otra mano me toca el cuello, baja a mis pechos. ¿Y por qué solamente los muslos de Andrés? ¿Por qué no los de Javier, también duros y hermosos? ¿Cuántos años me restan para que me encuentre añorando salvajemente un cuerpo deseado e imposible, cuánto para que mi mano sea aún bienvenida en la pierna de otro? Dios, ¡el tiempo! Y la dimensión se borra, la extiende otra mano, ponme la mano aquí, Macorina, la que juega con mi pezón, el derecho, el favorito. ¿Cómo podré respirar, tragar, estar viva, cuando por la mañana me contemple en el espejo y no sea capaz de desnudarme esa misma noche frente a un hombre? Son estos músculos, estas piernas las que se cuelan por la cama del Santo Domingo. ¿Qué hice todos estos días, estos largos días, que no supe distinguir como tal ese involuntario desplazamiento de mi deseo? No estiré las manos porque creí que no sabría articularlas: ahora lo sé, y estas piernas están a mi alcance, buscándome, abriéndome. Quiero mirarlo, ver su desnudez mestiza como no he querido ver otra, allá abajo se hace sentir, desnudo este hombre grande y oscuro, ay, que me clave, con la luz apagada, que me atraviese, ojos negros, pene grande y fuerte, lo presiento, incrustarme ahí, ahí abajo donde me llaman las palpitaciones, descerrajándome tomo este cuerpo, no sólo el de Andrés, por qué sólo para el de Andrés si soy múltiple, soy la leche, soy la miel, que me claven fuerte, una enorme espada ensartándome para asegurarme que estoy viva, que me queda tiempo, un girasol, una trompeta de amor, calor, químico el color, aún puedo desbordarme, el derrame hará que la vagina y el alma se me junten, cogida hasta perder el control. Ardo. Me quemo.
En estos días se celebran veinticinco años desde que el hombre pisó por primera vez la luna.
Pero no es estrictamente eso lo que me interesa. Es algo que dicen las noticias sobre el último fragmento de un cometa que se estrellará contra Júpiter. Ayer, o antes de ayer, cuatro fragmentos brillantes se estrellaron contra ese planeta. Tres ya lo habían hecho los días anteriores. El brillo fue tan intenso que saturó los instrumentos de observación. Se generaron resplandores.
Corro donde Violeta.
Escucho el apaciguador ruido de una domesticidad que fluye, que anida. Entro a la cocina. Tierna me informa que Violeta ha ido a San Juan del Obispo a buscar unas telas.
– No tenga pena, volverá para la cena.
Medito sobre la forma en que los guatemaltecos dicen «no se preocupe»: no tenga pena. Yo siento tan cerca la pena, pero no siempre estoy preocupada. La pena es más bonita.
A los veinte minutos aparece Tierna en mi dormitorio con una elegante caja transparente. Dentro hay una flor.
– Es para usted -parece excitada.
– ¿Qué flor es ésta. Tierna? ¡Es una preciosura!
– Es una orquídea, la «monja blanca», nuestra flor nacional.
Espero a que Tierna se retire para abrir el sobre. Me gusta la escritura negra sobre un papel rugoso:
¿Solo así he de irme?
¿Como las flores que perecieron?
¿Nada quedará en mi nombre?
¿Nada de mi fama aquí en la tierra?
¡Al memos flores, al menos canto!
Cantos de Huexotzingo
La firma no va en el papel, veo el nombre de Javier detrás del sobre. Una orquídea por una noche de amor. Al menos flores, al menos canto.
Se cortó la luz. Me acerco al teléfono con temor de que no funcione. (En Antigua siempre falla algo, o la luz, o el agua, o el teléfono -me lo advirtió Violeta-, pero nunca se va todo junto.)
Tomé el teléfono. Había jurado no hacerlo, para eso está Borja que llama, me comunica cuántos gramos ha subido Celeste, qué nueva gracia ha hecho Diego y qué notas se ha sacado en el colegio, cuántos milímetros de agua han caído en ese invierno lejano.
Pero hoy debo hablar yo. Una sola cosa debo decir. Una sola.
– Andrés, nos estamos perdiendo. Fue todo lo que dije.
– Sí -silencio en la línea, su respiración pesada-. ¿Es ese el costo de tu curación? -me pregunta mi marido, a miles de kilómetros de mí.
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