– Dios mediante, como decía mi abuela Adriana, ya no me falta tanto para poder dedicarme a Andrés con más exclusividad, si así lo quisiera él. Borja ya ha optado, y Celeste entrará a la universidad este otro año. Me queda sólo el pequeño Diego. La casa descansará y yo también.
– ¡Qué esperanzas! -me interrumpe-. ¡Los hijos de esta generación ya no se van de sus casas! Ésa es la última novedad.
Toma un sorbo de su jugo de sandía en la enorme copa redonda, y retoma lo anterior.
– A propósito de las canciones antiguas, podríamos seleccionarlas juntas para tu próximo disco. ¡Me encantaría hacerlo contigo!
– También a mí. Veámoslo mañana a la hora en que termines de trabajar en el taller. A propósito, ¿por qué no dejas entrar a nadie? Ni a mí…
– Estoy haciendo un tapiz precioso y es un secreto.
Me reí.
– ¿Cómo titularías el disco? -me pregunta.
La miro fijo.
– Recuerdas el título del último, hace tres años, ¿verdad?
Se inclina desde su silla a la mía y me abraza.
– ¡Qué importante me sentí, Jose! Es lo más grande que alguien haya hecho por mí en la vida.
– Creí que lo más grande había sido esconder tu caja de papeles bajo mi cama, cuando te cambiaste de casa -me aparto, me embarazan las escenas de gratitud.
– Hablo en serio, Jose.
– Era lógico hacerlo, Viola. Al fin y al cabo, nadie ha alentado tanto mi música como tú.
– ¡Qué alegría que lo reconozcas! Yo siempre lo he sabido, pero es distinto oírtelo decir.
(Cuando hice de voyeur con su diario, un párrafo se grabó en mi memoria: El canto de Josefa es una experiencia arrobadora. Siempre actúa en mí como recarga. La escucho y de a poco mi cuerpo se va poniendo estático, mis ojos no pueden dejar de estar fijos en ella, y la energía va ungiéndome la piel. Del cielo cae esa voz como un rayo y me ilumina en el centro mismo de mi ser.)
– Bueno, volvamos al título -dice ella.
– ¿Quién mejor que tú, Violeta, sabe… que hay veinte formas de llamarse Antigua?
Veo a Violeta en el jardín con la manguera en la mano. Riega el pasto, pienso, para que él también beba.
Mañana es el bautizo, pasado mañana me voy. Camino hacia ella.
Bruscamente le hago la pregunta que me quema.
– ¿Regresarás algún día a Chile?
Violeta se vuelve, desciende una mancha de sol sobre su pelo ambarino, cascada del castaño más claro.
– No. Y no es el temor a que me apunten como a una asesina, eso me preocuparía por Jacinta, no por mí. La verdadera razón es que Chile se transformó en un país indiferente. Y eso no tiene nada que ver conmigo.
La miré y vi otra vez la escarcha fucsia sobre su fachada de arlequín, confetti dorado y rojo sobre su cuello, las cintas en el pelo, la fascinación de una máscara colorida en esa noche infernal. ¿Olvidaré algún día esos colores? Desolado el gesto de Violeta, desoladas las palabras. ¿Desolada también nuestra tierra, allá en la franja andina del Pacífico austral?
Con la mano libre, la que no sujeta la manguera, toma una mía.
– ¿Te acuerdas, Jose, de mi obsesión por ese poema de la Rich, por encontrar la parte de esa primera línea que faltaba?
La vuelvo a mirar. La escarcha y el confetti desaparecieron, sólo Violeta frente a mí.
– No necesitas decírmelo. Esa línea se está escribiendo, lo sé.
– ¿Por qué necesité dos vidas, como dijo la profecía, y no sólo una, para poder enfrentar lo que faltaba de esa línea?
– Porque creo que a cada una nos suceden solamente las cosas que nuestra fortaleza es capaz de soportar. Y la tuya ha sido, es, muy grande. Es por eso.
Los preparativos para la fiesta de Gabriel disimularon las penas de mi partida. Celeste no volverá todavía: «Unos días más, mamá, por favor.» Pienso que es mejor la casa de Santiago sola, Andrés y su hijo, su hijo y mi hijo, los tres. Acepto.
Javier, en su calidad de padrino, espera la fiesta para partir.
Esto de los ritos fue una discusión.
– El lavado del bautizo católico es bello, usémoslo -dice Violeta.
– O es católico o no -opino yo.
– No te pongas difícil, Jose, si al final lo que importa en la religión es la actitud y no la norma.
Hemos decidido hacer un gran almuerzo. Nos hemos esmerado en el menú. La pieza de resistencia es el melón con cangrejo y el infaltable plato mexicano, crepas de huitlacoche; entre los postres, la guanábana confitada. Tierna fue enviada al mercado a comprar ocotes -pequeñas astillas-, la chimenea debe estar dispuesta por si viene la tormenta. El agua también, dentro de un antiguo jarro con pinturas locales. Agua y fuego para Gabriel. También las velas de colores de la cultura maya.
Las prendieron en el momento en que Javier y yo, cada uno a un lado de Gabriel, lo rociamos con esta agua que no es bendita. A través del niño, las manos de Javier y las mías deseándonos, comunicándonos lo que sólo nosotros entendemos.
La vela negra: para ahuyentar al enemigo. La morada: para que los malos pensamientos se vayan lejos. La verde: para el éxito en sus gestiones, sean cuales sean. La roja: para el amor. La blanca para los niños. («¿Para su niñez o para los niños que tendrá algún día?», le pregunto bajito a Javier. «No sé», me responde, «creo que no importa.») No alcancé a saber qué significado tenía la vela amarilla, probablemente sea la fortuna; igual le invento uno: la pasión.
Jacinta le regala la sirena de la abundancia, Bob le entrega la serpiente de la fertilidad, Violeta una réplica del pájaro huichol que lo protegerá.
Terminada la sencilla ceremonia, aparece Jacinta desde una de las puertas del corredor con una guitarra en la mano. Algo de pánico me cerca. Bob la recibe y se dirige a mí.
– Sólo te escuché, hace años, en el Radio City Hall. Y Gabriel no estaba conmigo. ¿Le regalarías a él una canción?
Veo la expresión en los rostros de los que quiero, Borja, Celeste, Jacinta, Javier, y miro a Violeta. Ella me sonríe y dice, muy bajo: «Why is it that so many more words have been said about Abraham Lincoln than about any other American?»
Sonrío de vuelta, tocando este instrumento que me ha traicionado, o que he traicionado yo, no me queda claro. Desde Tierna e Irla a Barbara y Mónica, todos están expectantes en un silencio sepulcral. Hundo el estómago, respiro como lo hacía siempre, miro al pequeño y afortunado Gabriel, sí, afortunado, y de inmediato sé lo que debo cantarle. Mi voz se alza, es cierto que es bella mi voz. Entono Gracias a la vida.
Nunca tuve un público más atento. Ni más agradecido.
Nunca los ojos de Javier me miraron con tal fijeza.
Cuando se fueron los invitados y nos sentamos en el corredor con ron y café, le pedí a Bob que viniera a mi lado. Acariciando la guitarra, le conté de las mil veces que Violeta y yo habíamos cantado juntas.
– Pídenos lo que quieras, nuestro repertorio es vasto y variado.
Bob no podía creerlo: súbitamente la estrella rogada se le ofrecía.
– Violeta, partamos con La pericona se ha muerto. ¿Te acuerdas de la segunda voz?
– Vamos, dale…
Sólo nos interrumpieron algunos olvidos y algunas risas, se incluyeron los niños y Javier con las letras que él conocía.
– Mamá -dijo Borja luego de muchas canciones y alegría-, así eras antes, los primeros años de la casa del molino, cuando cantábamos todos juntos. ¿Qué te pasó?
– Ha sido gracias a la humedad -le respondo-. Porque en Antigua los poros se abren, ¿verdad, Violeta?
Me invade un cansancio rico, olvidado. ¡Cuánto tiempo sin cantar!
– Quiero terminar esta fiesta con un regalo para Bob -me dirijo a él-. Nicanor Parra, un gran poeta nuestro, escribió un poema sobre su hermana Violeta. Luego fue musicalizado. Es muy largo, voy a elegir algunas estrofas. Aquí va, amigo, para ti.
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