Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Ya se sospechará a quién me refiero: sí, el recién nacido era Hermafrodita, al que, inmediatamente después de su nacimiento, Afrodita confió a las ninfas del monte Ida que lo criaron con esmero, pero, apenas repuestos de nuestra consternación -¡otra madre que abandona a su hijo!-, tenemos que reconocer que en un dios es natural esta conducta, cada uno de ellos es un todo en sí mismo, ésta es una cualidad común a todos ellos, podríamos decir que los dioses eran ya unos demócratas natos; pero volvamos a la historia de Hermafrodita; cuando creció era tanta su hermosura que muchos lo confundían con el mismo Eros y estaban convencidos de que Eros también era fruto de los ijares de Hermes y el vientre de Afrodita, lo cual parece poco probable; a los quince años empezó su deambular, viajó por toda el Asia Menor y, fiel a su instinto, se embelesaba con todas las aguas dondequiera que las encontrara, hasta que en Caria, junto a un hermoso manantial, conoció a Salmakis.
En este punto se complica también nuestra tercera historia, porque de ella existen versiones distintas que ponen de manifiesto cómo el paso del tiempo oscurece los hechos, lo cual sin duda es consustancial con la naturaleza de las leyendas, a las que la memoria de los hombres pone límites, pero, si no nos equivocamos en nuestras deducciones, podríamos suponer que el claro manantial formaba un pequeño estanque en el lugar en el que brotaba de la tierra y que Salmakis, la del manto turquesa, se miraba en el espejo de sus aguas mientras peinaba su cabellera, pero cuando había desenredado los nudos de la noche y ya la recogía, no se sintió satisfecha o quizá algo turbó su reflejo en el agua, porque soltó sus cabellos y empezó a peinarlos de nuevo, y así una vez y otra, hoy de una persona que se pasa la vida peinándose diríamos que está loca, pero a una ninfa no se le pueden reprochar estas cosas.
Y, al igual que en cualquier encuentro trascendental entre humanos, también en éste la primera mirada, el descubrimiento del otro, la sorpresa, es lo de menos, un hecho apenas perceptible, ¡y no por azar!, porque en lo sucesivo dos seres hechos el uno para el otro y reunidos por los dioses se reconocerán el uno en el otro y precisamente este reconocimiento hará que no sientan la necesidad de hacer lo que es habitual en las relaciones cotidianas, es decir, salir de sí mismos, mirar al exterior y, movidos por la presencia del otro, cruzar el linde de la propia personalidad, no, en este caso, las dos personalidades pueden fundirse en una sola espontáneamente, aquí no existen las habituales barreras, y después, al mirar atrás hacia este momento cuya importancia ya reconocerán, tendrán la extraña sensación de no haber percibido, no haber percibido en absoluto, lo que en realidad habían sentido claramente, y así ocurrió en este caso divino: Hermafrodita contemplaba el agua y le pareció que Salmakis, que se miraba en ella para peinarse, no era sino otro de los atributos de aquellas aguas que le encantaban, un detalle que él estaba viendo, sí, pero ¡cuántas cosas se reflejaban en el agua!, el cielo, las peñas, las lentas nubes blancas, los espesos juncos de la orilla, y Salmakis, a su vez, que contemplaba su propio rostro mientras se peinaba, lo distinguió como una de tantas imágenes que ella percibía, bajo el reflejo de su cara, de sus brazos desnudos y del peine reluciente, los destellos plateados de los peces que nadaban ondulando las aletas, y las doradas estrías de la arena del fondo del estanque: para ella, la aparición de Hermafrodita en el espejo tuvo el mismo efecto que la de una araña acuática que, rozando apenas con sus largas patas la superficie del agua, estremeció con minúsculas ondas el reflejo de su cara; en aquel momento, Hermafrodita no pensaba en nada, sólo estaba triste, infinitamente triste, tan triste como siempre; ahora bien, la tristeza nos impide reflexionar profundamente sobre las cosas, porque a él la creación no sólo le había otorgado íntegramente lo que a nosotros nos adjudica de modo parcial, sino que, además, le había dotado de deseos, pero no le había sido concedido gozar de las pequeñas y dulces alegrías de satisfacerlos, porque cada uno de sus anhelos encerraba ya en sí mismo su propia satisfacción, podríamos decir que la creación le había negado la normal satisfacción porque él mismo era la satisfacción de la creación, y de ahí su tristeza, aquella tristeza infinita que a mí, no obstante, me reafirmaba en mi suposición de que en aquel grabado yo no estaba viendo a Hermes ni a Pan que, como es bien sabido, son alegres y audaces y tampoco en Apolo se observa propensión a la tristeza, que con el mismo afán seducía a diosas que a divinos efebos, a ninfas que a pastores, y del que no conocemos ni un solo lance en el que él no supiera con exactitud cómo resolver los problemas de la dicotomía sexual; no, la tristeza era rasgo exclusivo de Hermafrodita, decidí, insólita peculiaridad del que ahora se halla en el momento culminante de su existencia, el momento en el que la sorprendida Salmakis, sin apartar la mirada de su reflejo, deja caer el peine en el regazo; aún no se miran cara a cara, pero se ven, y es posible que Salmakis creyera reconocer a Eros en el recién llegado, lo que habría de prestarse a un cúmulo de malas interpretaciones en posteriores narraciones, quizá pensara que era la hermosa faz de Eros la que se deslizaba sobre la suya como una araña acuática, y Salmakis, a pesar de ser una especie de marisabidilla mitológica, era sin duda lo bastante complaciente como para enamorarse de él en el acto, pero en aquel momento no importaban el cómo ni el porqué, un reflejo se superponía al otro, ojo sobre ojo, nariz sobre nariz, boca sobre boca, frente sobre frente, y el triste Hermafrodita sintió lo que nunca había sentido, ¡los labios de ambos gustaban la voluptuosidad divina!, y conoció lo que experimenta cualquier mortal que se entrega a otro, ¡imagina!, y mientras el mundo queda en suspenso, parece que estalla una tormenta, que relampaguea y truena, que las rocas se precipitan al mar, ¡imagina!, ¡qué voluptuosidad cuando todo un dios reconocido se sale de sus propios límites!, y entonces Salmakis perdió su reflejo y Hermafrodita perdió el agua, los dos perdieron aquello para lo que fueron creados y por ello no debe sorprendernos que no permanecieran unidos más que nosotros, los mortales, a pesar de que la leyenda nos habla de un amor perfecto.
Al llegar a este punto traté de hacer un resumen de todo lo que sabía y todo lo que ignoraba acerca del hermoso y misterioso joven que, por encima del hombro de Driopé, miraba a alguien con anhelo, mientras Salmakis lo miraba a él con el mismo sentimiento, y comprendí que ninguno de ellos lograría a la persona deseada, ¡aun siendo dioses!, pero ¿qué significado tiene todo ello?, ¡como si estuviera permitido hacer semejantes preguntas! Yo me sentía tan desconcertado por mis propios sentimientos como parecían estarlo las figuras del grabado por sí mismas y por las demás; en la mirada de Salmakis tenía yo que reconocer, clara y directamente, sin amaneramiento ni artificio, la mirada de Helene, mi prometida, cuando, anhelante, triste y comprensiva, trata de identificarse con mis pensamientos y emociones, mientras yo, el condenado, el maldito, el incapaz de amar, a pesar de amarla tanto, al igual que el joven del grabado con el que por cierto no puedo compararme en belleza, no la miro a ella, y no es sólo que no le agradezca su amor sino que incluso me pone nervioso, me repele, me irrita, y no la miro porque miro a otra persona, ¡otra persona, naturalmente!, y hasta puedo permitirme la arrogante afirmación de que esa otra persona me atrae con más fuerza que el amor tangible de Helene, porque promete conducirme no al puerto de un entrañable idilio familiar, sino a la ciénaga de mis instintos, una selva, un infierno poblado de fieras salvajes, un lugar desconocido que siempre nos atrae más que lo conocido, lo previsible y aprehensible, pero, al contemplar mi confusión sentimental, también hubiera podido acordarme de otra historia que no afectaba mi vida de modo menos brutal e inmediato, ¡dejémonos ya de mitologías!, de una mujer hermosa y fragante cuyo nombre debo silenciar, para salvaguardar su reputación, aquella mujer que, contra mi voluntad, mal que me pesara, era el eje de mi vida secreta, inapelablemente hermosa y arisca, tal como suele representarse al destino en las modernas estampas seudoclásicas y que me recuerda a Driopé, que no pudo corresponder a mi encendido amor porque estaba enamorada del hombre al que de modo deliberadamente equívoco, califico en mis «Memorias» de paternal amigo, ocultando su verdadera identidad bajo el nombre supuesto de Claus Diestenweg, entre otras razones, porque me proponía relatar que él no amaba a esta mujer con la misma fuerza con que hubiera podido amarla yo, y que en realidad ni siquiera la amaba a ella sino a mí, y me deseaba con una pasión tan ciega que cedía a las ardorosas demandas de la mujer sólo para percibir, de rechazo, algo del amor que yo sentía por ella, para gozar en ella de lo que yo le negaba, amándome a mí en la mujer, y yo, para poder acercarme a ella, estaba obligado a tratarlo, por lo menos, como amigo, a quererlo como a un padre, con la esperanza de descubrir, a través de él, cómo tenía yo que ser para que ella me amara a mí solo; esta historia ocurrió siendo yo muy joven, empezó cuando llegué a Berlín, después del horrendo crimen y suicidio de mi padre, y duró hasta que otra terrible tragedia, que no consiguió extinguir los efectos de la anterior, deshizo el triángulo; y entonces, como yo carecía del valor y de la fuerza necesarios para morir, tuve que empezar otra vida, ¡y qué árida, qué vacía, qué aburguesadamente aburrida, qué mediocre y qué falsa era esta nueva vida! Pero, pensaba yo, ¿podía una catástrofe semejante, una irreversible catástrofe humana como ésta, podía una tan espantosa conmoción frente a lo inalcanzable, ser el proceso por el que el hombre logra acercarse a lo que de divino hay en él?, ¿ha de ser todo tragedia y sólo tragedia? Así pues, ¿es inútil este cúmulo de material, notas, ideas, papeles y pensamientos? Después de la tragedia nos miramos en los dioses, pero nosotros no somos dioses, ni mucho menos, y por consiguiente tan incapaz me siento de decir quién es el galán del grabado y de explicar por qué me interesa todo esto como de adivinar cómo habría de superar yo algo que sólo los dioses pueden superar.
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