Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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El carro procedía del gran matadero de la Eldenaer Strasse.

El carretero no tendría más de veinte años, es decir, era apenas mayor que las muchachas y aún poseía la flexibilidad de la juventud que su duro trabajo le haría perder con los años, tenía la piel morena y lustrosa y el pelo negro y brillante, y por la camisa, siempre desabrochada, asomaba el vello rizado del pecho; en este momento, las mujeres se parecían todavía más porque las tres llevaban encima del vestido batas blancas manchadas de sangre.

Con paso elástico, él iba hacia la parte trasera del carro y, al pasar, les acariciaba las mejillas, una a una, tanto a la madre como a las hijas, que parecían esperarlo, como si ya sintieran en la cara el roce de la áspera palma de su mano, y le seguían, riendo, dándose codazos, empujoncitos y pellizcos, como para compartir lo que el hombre había dado a cada una; entonces él abría el carro, se echaba sobre los hombros un paño blanco que también tenía grandes manchas de sangre y todos empezaban a descargar el pedido.

Las mujeres llevaban las piezas pequeñas, piernas, costillares, cabezas abiertas por la mitad y, en fuentes de esmalte azul, los despojos: hígado, bazo, corazón, vientre y ríñones, mientras el hombre, disimulando el esfuerzo para impresionarlas, se echaba al hombro los medios cerdos y los cuartos de ternera y los bajaba al sótano; bien, hasta aquí todo estaba claro, pero en este punto hubieran empezado las dificultades en mi relato, porque aunque aparentemente todos ponían mucha atención y diligencia en su trabajo, no perdían ocasión de tocar, palpar y empujarse unos a otros y ellas, so pretexto de ayudarle, le ponían las manos en el pecho, el cuello, los brazos y las manos, y después se comunicaban unas a otras el placer del contacto y a veces hasta conseguían arrimársele pero, por mucha habilidad y avidez que pusieran en el juego, no parecía ser éste el objeto, ni que se dieran por satisfechas al conseguirlo, sino que daba la impresión de ser el preludio de un contacto más pleno e intenso, que había que preparar gradualmente; pero a mí me estaba vedado contemplarlo, ya que ellos desaparecían en el sótano durante unos minutos interminables, a veces, hasta media hora, mientras el carro de la carne permanecía en la calle sin vigilancia y abierto, y a él se acercaban perros despeluzados y gatos famélicos, husmeando y dando lengüetazos a las gotas de sangre y desechos y que, sorprendentemente, no se atrevían a trepar al carro; yo esperaba pacientemente, detrás de mi cortina, a la media luz de la habitación, y, si tardaban mucho en reaparecer, en mi imaginación se abría y expandía el sótano y ellos, libres de sus ropas ensangrentadas, envueltos en el manto vivo de la piel desnuda, se habían trasladado a aquella arcádica campiña sin que yo supiera cómo, es decir, ¡sí lo sabía, naturalmente!, porque imaginaba un pasadizo subterráneo que iba de la ciudad al campo donde se superponían los dos cuadros, el visto y el imaginado, ahora estaban limpios, inocentes y naturales, y aquí es donde se hubiera complicado mi relato acerca del guapo mozo y las tres mujeres.

Me enojaba que frau Hübner entrara en mi habitación sin llamar, entre otras razones, porque aquellas tardes de martes y viernes, mientras me hallaba pendiente de la escena real y de las fantasías que suscitaba, me invadía una excitación sensual tan fuerte que, para aplacarla -remedio que forzosamente acrecentaba mi voluptuosidad-, no podía resistir la tentación de tocarme por dentro del pantalón; no me movía del sitio, permanecía firme detrás del ala que formaba la cortina recogida hacia un lado; el temor a ser sorprendido aumentaba mi excitación y, con los cinco dedos de la mano, me asía el miembro que me abultaba la bata, duro y erecto, y, con el tiento del sibarita, levantaba los blandos testículos al mismo tiempo que el pene, que se endurecía por momentos con el aflujo de la sangre, como si buscara la fuente de lo que pronto brotaría, pero, al mismo tiempo, mostrando ante mí mismo cierto refinado autodominio, seguía contemplando lo que ocurría en la calle, observaba después la falta de acción y miraba a los transeúntes que nada sospechaban; yo no buscaba una satisfacción rápida, demorándola me mantenía en el linde de la acción real y de mi fértil imaginación, porque la voluptuosidad que desataran en mí los latidos convulsos y estremecidos que acompañan a la eyaculación me hubiera privado precisamente de lo que alimenta el placer que el cuerpo halla en sí mismo con la ayuda de fantasías ajenas al tiempo y el espacio, mientras que con esta demora se hacía durar el placer, y con el goce del propio cuerpo podía yo experimentar el placer de cuerpos ajenos, de manera que podríamos decir que la hora de mi vergüenza se convertía en una hora de comunión con la humanidad, una hora creativa, por lo que me hubiera contrariado sobremanera que, precisamente en un momento semejante, hubiera entrado en la habitación la excelente frau Hübner; y es que yo no sólo veía la calle, sino que estaba con ellos en el sótano, yo era el hombre y era las tres mujeres, sentía sus caricias en mi cuerpo, pero sus juegos, cada vez más atrevidos, llevaban a mi fantasía a aquel calvero, porque aquél era su lugar, el carretero era Pan, y la madre y las hijas, las ninfas, y no había en ello falsedad ni exageración, porque yo conocía bien aquel bonito prado, por lo que mi fantasía no me llevaba a un lugar extraño, sino que me hacía retroceder un poco en el tiempo a aquel escenario que pervive en mí como recuerdo de los veranos de Heiligendamm.

Mi antiguo mural me recordaba vagamente este otro calvero completamente real.

Porque, cuando bajabas por el dique, resbalando en las piedras y luego seguías por el sendero del páramo, protegiéndote la cara con el brazo para que las cañas no te lastimaran los ojos, llegabas a una bonita ensenada en la que, como he dicho ya, sorprendí al joven conde Stolberg, mi compañero de juegos, tumbado en la hierba, jugando con su pito: estaba boca arriba, con el pantalón bajado hasta las rodillas, la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y la boca abierta, con el vaivén le había resbalado la gorra de marinero de la cabeza y había quedado colgada de una mata con las cintas azul marino en el agua; tenía las caderas levantadas, formando un pequeño puente y sólo podía separar los muslos lo que le permitía el pantalón arrebujado en las rodillas; con rápidos movimientos de los dedos, tironeaba del prepucio de su pequeño glande -en él todo era pequeño y bien formado- y a cada oscilación asomaba de su mano una especie de bichito de cabeza roja que enseguida volvía a esconderse; él tenía la cara vuelta hacia el cielo y, con el tronco arqueado, la boca abierta y los párpados apretados, daba la impresión de estar hablando con las alturas, fervorosamente concentrado en sí mismo, conteniendo la respiración; y cuando yo, escandalizado, le pedí explicaciones, él, con simpática afabilidad, me inició en las agradables prácticas con las que podíamos dar placer al cuerpo, no había por qué asustarse, no comprendía mi indignación, ¿por qué no hacía yo lo mismo? Nos miraríamos el uno al otro y quizá así resultara aún mejor; decía que, por este sendero, al cabo de diez minutos largos de una marcha asfixiante por la bochornosa armósfera del páramo se llegaba al calvero en cuestión, el paisaje se abría repentinamente y a lo lejos se divisaba el bosque que allí llamaban «la Selva» donde, de haber conseguido escribir mi relato, hubiera situado a mis cuatro personajes, utilizando un lenguaje claro y conciso.

Con aquel muchacho, hacia el que, desde que nos unía nuestro secreto me sentía atraído con más fuerza, pero al que, al mismo tiempo, comprensiblemente, también temía, y hasta odiaba, recorríamos a menudo aquel camino, lo cual para mí era como un pequeño coqueteo con la muerte, porque no conseguía olvidar lo que Hilde me había cuchicheado una vez, como si supiera de qué hablaba y supiera también que sus palabras pulsaban en mí una fibra muy sensible: «el que se aparta del sendero y se adentra en terreno pantanoso ¡es hijo de la muerte!».

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