Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Con tu acecho los asustas, con un sobresalto desaparecen en la espesura.

Así también te escondes tú del que te observa.

Y entonces, durante mucho tiempo, no encuentras a nadie.

Mientras desees algo para ti, estará mudo el bosque.

Pero ya es otro silencio, es un silencio que se te ha metido por los poros de la piel, la risa tienes que sentirla en los huesos.

Y por fin, entonces cambias de olor.

Creció la hierba en la huella del fuego

Hasta el más leve movimiento hubiera podido poner fin a esa calma, por eso me resistía a abrir los ojos, quería retener algo que entonces se había hecho definitivo entre nosotros, en nuestro calor compartido, y no quería que ella descubriera en mi mirada cuánto temía yo lo que ahora venía, pero no importaba, ¡aceptaba el miedo de buen grado! Yo sentía en mi cuerpo todo lo que su cuerpo podía darme: su piel húmeda, que había dejado al descubierto la falda levantada de su vestido de seda, en la piel húmeda de mi muslo, el olor cálido y acre de su axila que se mezclaba con el olor de mi aliento, el duro contorno de su cadera que quizá era el duro contorno de la mía, la presión del hueso bajo el peso blando de su brazo, que ella retiró muy despacio, mi hombro y mi espalda, que seguían sintiendo aquel peso en la carne y los huesos, y cuando ella levantó un poco la cabeza, para ver mejor la señal del mordisco, me alegré de que también se pueda ver con los párpados entornados, sin que te delaten los propios ojos; ella sólo vería el temblor de los párpados, la leve agitación de las pestañas, sin adivinar el miedo que yo tenía, a pesar de que nada habíamos hecho aún, pero yo podía observar claramente cómo me miraba el cuello, y engañarla; contempló largamente la señal y la rozó con la yema del dedo, sus labios se abrieron y besaron el punto que aún dolía un poco.

Como si la boca de Sidonia me hubiera besado el cuello.

Así nos quedamos mucho rato, callados y quietos, su cara en mi cara y mi cara en su hombro, por lo menos así lo recuerdo.

Quizá, incluso con los ojos cerrados.

Pero, aunque tuviera los ojos abiertos, no podía ver nada más que el dibujo de la colcha y los rizos de su pelo que me hacían cosquillas en los labios.

Y, aunque ella tenía los ojos abiertos, no podía ver nada más que las sombras verdes de la tarde que se deslizaban en silencio por el techo de la habitación.

Es posible que me durmiera y quizá ella también.

Entonces, con una voz tan baja que mi oído apenas adivinó las palabras en su aliento, pareció decirme que ya debíamos empezar.

Debíamos empezar, dije también yo, o, por lo menos, creí haberlo dicho, pero ninguno de los dos se movió.

Aunque ni el menor obstáculo nos lo impedía; quién había de imaginar que el mayor obstáculo éramos nosotros.

Porque, a esa hora de la tarde, Sidonia siempre desaparecía, se iba a casa de alguna vecina, tenía alguna cita o, sencillamente, se tomaba un descanso, y mientras no delatara a los padres de Maja las aventuras de la tarde de su hija, podía estar segura de que sus pequeñas escapadas no saldrían a la luz; no era sólo que se protegieran mutuamente, sino que se hacían confidencias, explicándose las aventuras de las horas robadas como dos amigas entre las que no hubiera una diferencia de edad de siete años; una vez las sorprendí sin querer y estuve escuchando lo que decían, sin atreverme casi ni a respirar, encantado por aquel golpe de suerte; Sidonia, con el pelo suelto, se columpiaba en la hamaca mientras hablaba, y Maja, sentada en la hierba, la escuchaba absorta y sólo de tarde en tarde daba un distraído empujón a la hamaca.

Aquello por lo que hubiéramos tenido que empezar, por lo que queríamos empezar, aquella búsqueda que iniciaríamos ahora, temblando por lo inevitable de la tarea, era un secreto oscuro y abrumador; estoy seguro de que ella nunca ha hablado de él, como tampoco yo lo he revelado a nadie, mi primer confidente es este papel blanco, ni siquiera entre nosotros hablábamos de ello, si acaso, indirectamente, con veladas alusiones e insinuaciones, como si observáramos un pacto de silencio, e incluso, en cierto modo, nos aterrorizábamos mutuamente con aquel terrible secreto que compartíamos, que a nadie podíamos revelar y que nos unía más estrechamente que cualquier relación amorosa.

Qué era esa mancha que tenía yo en el cuello, preguntó con un suspiro de voz.

Esa mancha roja.

En aquel momento no sabía de qué me hablaba y pensé que sólo trataba de perder tiempo, aunque también yo agradecía la demora.

¿Qué era?, sólo un mordisco, no tuve que decirle de quién, ya lo sabía, pero me halagaba que el mordisco se notara y que se hubiera fijado en él.

Con un pesado balanceo, la hamaca salía de la sombra de los manzanos a la luz.

Tampoco he olvidado aquella tarde.

Y nos quedamos quietos, como si se hubiera dormido con la boca pegada a mi cuello.

El peso de la hamaca agitaba los troncos de los manzanos; cada vez que el vaivén la llevaba al sol, Sidonia alzaba la voz, las hojas susurraban, las ramas crujían, la hamaca volvía a la sombra y ella bajaba la voz, lo que imprimía en sus palabras, injustificadamente enfáticas unas y apenas audibles otras, un curioso balanceo, como si también su tono se columpiara, mientras las manzanas, verdes todavía, temblaban en las ramas; yo estaba detrás de un boj recortado en forma de bola, respirando el aroma ácido y penetrante de sus hojitas oscuras y relucientes, Sidonia hablaba de un cobrador de tranvía, y aquella involuntaria oscilación de su voz parecía influir en Maja, que empujaba la hamaca con más o menos fuerza, impulsándola con furia o apenas apoyando la mano, con lo que, a su vez, aceleraba o frenaba el ritmo de la narración, siempre, imprevisiblemente; el cobrador era bajo, tenía los ojos castaños, saltones y con venitas rojas y la frente llena de granos «¡del tamaño de mi dedo pulgar! -dijo Sidonia-, ¡así de gordos y colorados!», y Maja lanzó una risita chillona y dio un fuerte empujón; lo más curioso de las narraciones de Sidonia era que hablaba con la total indiferencia y la sonrisa de la persona para la que los detalles son importantes, sí, pero no ve en ellos ni un solo punto relevante, para ella lo que contaba eran los detalles propiamente dichos; iba en el tranvía veintitrés, en el remolque, donde a ella le gustaba viajar porque «da unas sacudidas de miedo», estaba casi vacío y ella, naturalmente, se había sentado en el lado de la sombra, llevaba su blusa blanca con el cuello redondo y la trencilla azul, la que a Maja le gustaba, porque realza el talle, y la falda blanca plisada, que en su casa sólo le dejaban ponerse en Pascua, porque es muy delicada, enseguida se ensucia y por eso cuando se sienta pone un pañuelo debajo, y es que cuesta mucho planchar los pliegues, hacía mucho calor en el tranvía, y aquel cobrador parecía gitano, porque muchos gitanos tienen ojos saltones, había bajado todas, lo que se dice todas las ventanillas con una manivela, iba despacio, porque a cada momento la manivela se salía, y al final se sentó delante de ella, a bastante distancia, desde luego, en el lado del sol y había guardado la manivela en la bolsa de bandolera y se había quedado mirándola, pero ella había hecho como si no se diera cuenta y había cerrado los ojos, porque el viento le daba en la cara, pero a ella lo que más le gustaba era cuando el tranvía tomaba las curvas deprisa, a veces hasta le daba miedo; un día, yendo con la hermana de su madrina en el dieciocho, creyó que no lo contaba, y en el tranvía iba un hombre que no hacía más que mirarla, pero a veces se olvidaba de todo, mirando por la ventanilla, o cerrando los ojos y pensando en otra cosa, pero no se apeaba sino que seguía adelante, porque el cobrador no hacía más que acercarse, ella, desde luego, le había mirado la mano, y no llevaba anillo de casado, y, aunque no le gustaba, sólo el pelo, muy negro, y el vello de los brazos, por lo demás, tenía cara de sucio, ella sentía curiosidad de ver si ocurría algo, si se atrevía a hablarle, porque aquel otro hombre no se cansaba de mirarla.

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