Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Pisti siempre hace como si no la oyera acercarse, siempre, y ella va despacito y le da un beso, pero Pisti sigue con la cara apoyada en la palma de la mano, no se mueve ni tira el cigarrillo, tiene los ojos abiertos, pero finge que no la ve, y ella le besa y besa en la boca, los ojos, las mejillas y el cuello hasta que él no puede más y también Ia besa y la abraza, y entonces ella trata de escapar y no puede, porque él no la suelta, y es muy fuerte; el cobrador se quedó parado, iba de uniforme, con la cartera al hombro, quizá había dejado el tranvía por ella, miró alrededor parpadeando, para cerciorarse de que no se había equivocado de sitio y despacio, para que Pisti no oyera sus pasos, se situó detrás de los árboles, donde ella no podía verle, pero entonces Pisti se sentó.
Ella podía ver que Pisti no veía al otro, pero el cobrador sí lo veía a él, y se notaba que Pisti sabía que alguien lo miraba.
Porque hizo como si estuviera allí casualmente, se levantó, recogió la chaqueta del suelo y empezó a andar y, cuando llegó a los árboles, se volvió bruscamente y miró hacia el lugar en el que debía de estar el cobrador.
Y entonces, mientras ella estaba allí arriba, agachada al sol, notó que le venía la regla, y no iba preparada.
Estás loca, como una cabra, dijo Maja.
Entonces el cobrador, lentamente, empezó a salir, pero no del todo, se quedó un rato debajo de los árboles, tendió el oído, se hurgó en los bolsillos y se enjugó la frente llena de granos, se veía que estaba nervioso, ¿se habría equivocado de sitio? Entonces empezó a andar, sin darse cuenta de que Pisti le observaba, y ella, mientras tanto, tenía unos dolores tan fuertes que creía que iba a estallarle el vientre, y cuando se tocó por debajo de la falda notó la sangre, sangraba mucho y, agachada como estaba, las gotas le resbalaban por el trasero, no sabía qué hacer, no podía levantarse, y, cuando el cobrador llegaba al centro del claro, Pisti salió a su encuentro, cerrándole el paso, menos mal que ella llevaba un pañuelo, lo dobló, retorció un extremo y se lo metió por ahí, pero no tenía con qué limpiarse la sangre, ni podía moverse bien, y Pisti debió de darse cuenta de que aquello lo había montado ella, nunca le habló de ello, pero ella lo sabía, y entonces fue hacia el cobrador, como si ni lo viera -cuando hacía calor, Pisti siempre llevaba la chaqueta colgada del hombro, con la tira del cuello enganchada en el dedo-, en fin, el cobrador no podía dar media vuelta, aunque no por falta de ganas, y se paró, y Pisti también, pero ella sólo vio que le sacudía en la cara con la chaqueta, y cuando el cobrador levantó las manos y se agachó para protegerse, Pisti le dio en la nuca con la palma de la mano que sostenía la chaqueta, y el cobrador cayó al suelo, la cartera se volcó y las monedas se esparcieron por la hierba.
Sidonia estiraba y encogía sus bonitas piernas, pero estaba muy hundida como para darse impulso y la hamaca oscilaba poco.
Pisti se fue sin dignarse siquiera volver la cabeza, ella, desde luego, tampoco le dijo que lo había visto todo, pero estaba segura de que, si aquel cobrador volvía a verla, la pegaría.
Maja irguió el tronco; su cara y la extraña dignidad de su postura reflejaban algo de la calma y la infinita satisfacción de Sidonia, se miraron largamente a los ojos, calladas y un poco ensimismadas, y a mí aquel silencio me pareció más elocuente que la historia en sí, una y otra vez parecía que Sidonia, al extender los pies, rozaría la cara de Maja, que ni pestañeaba, como si en aquel silencio se hubiera producido un hecho más importante que el relatado, un hecho en el que un momento antes yo había intuido ya un secreto, su secreto, y que no era sino que Sidonia no había podido menos que contarlo y Maja no había podido menos que escuchar.
Allá abajo, al pie de la suave colina, a la luz caliginosa del verano fulguraba tenuemente la ciudad.
Y entonces Maja habló con una voz extraña, desconocida.
En la tarde plácida resplandecían a lo lejos las blancas casas de Buda, se arremolinaban los tejados, se diluían en la bruma las cúpulas y las torres.
Qué pañuelo, guapita, preguntó.
Y, al otro lado de la cinta gris del río soñoliento, se extendía hasta perderse de vista, exhalando humo y polvo, la aglomeración de Pest.
Era una voz aguda, punzante, áspera, distinta.
Un pañuelo, respondió Sidonia con voz átona e indiferente y, al extender el pie, rozó la cara de Maja con la punta de los dedos.
Te he preguntado qué pañuelo, mona.
Un condenado pañuelo, respondió Sidonia al siguiente balanceo de la hamaca, dándole con el pie en la cara.
Ahí te metiste mi pañuelo de batista, exclamó Maja con una voz aún más estridente, pero se notaba que le gustaba sentir en la cara el roce cálido de la planta del pie de Sidonia, y apaciguada, casi gozosa, cerró los ojos un momento, mi pañuelito de encaje, no lo niegues.
Lo curioso es que ahora se borró la sonrisa de Sidonia, y tampoco Maja sonreía, se comprendían y hasta se parecían, quizá porque las dos tenían el mismo gesto de dignidad, y, sin embargo, estaba claro que la cosa no iba en serio.
Maja estaba sentada sobre sus talones, con los muslos abiertos, la espalda erguida y la frente alta, y acompasadamente, aunque no con fuerza, golpeaba las plantas de los pies que Sidonia extendía; las dos callaban, ya no se miraban, y yo no podía adivinar qué harían ahora.
También aquella tarde Maja llevaba un vestido de su madre, lila, con adornos de encaje, que le estaba muy ancho y largo, con unas hombreras que le caían casi hasta el codo, y también su nueva voz recordaba la de su madre, o es posible que me hiciera pensar eso el vestido, lo cierto es que las dos habían mantenido su duelo verbal con mucho desparpajo y estaba claro que se trataba de un juego bien ensayado.
El sol me quemaba la nuca, pero hasta aquel silencio no reparé en que también yo estaba allí ni en que tenía calor, me parecía que hasta entonces no había estado presente.
No sabía cuánto tiempo llevaba detrás de las hojas verdes y calientes del boj, sin tomar grandes precauciones para no ser descubierto; al fin y al cabo, no tenía necesidad de esconderme ni espiar, porque ellas ya hablaban de aventuras semejantes en mi presencia y hasta me pedían mi opinión, y yo se la daba, de modo que hubiera podido presentarme en cualquier momento sin que pasara nada; si no me habían visto era por lo abstraídas que estaban, pero el arbusto era tan tupido que, para ver algo -y yo quería ver-, tenía que asomar la cabeza, de todos modos, no me atrevía a moverme de mi precario escondite, deseaba desaparecer, desvanecerme en el aire o, quizá, poner fin a la escena brutalmente, arrojando una piedra entre las dos o, si no, cerca tenía un grifo y retorcida en la hierba estaba la manguera roja, pero hubiera sido muy difícil tirar de ella hasta poder asir la boquilla y luego abrir el grifo sin ser visto ¡y cómo me hubiera gustado destruir aquella mutua confianza que me mortificaba y que sólo podría percibir mientras estuviera escondido y ellas no me vieran! Ya podía yo hacerme ilusiones, pero ahora entre ellas, a cada momento, a cada centésima de segundo, pasaba algo que, de haber estado yo delante, no se hubiera producido, yo les robaba algo, aunque no tenía ni la más remota idea de qué era lo que yo les robaba, y también era insoportable pensar que yo me apropiaba, y a cada momento seguiría apropiándome, de algo de lo que no podía hacer ni buen uso ni mal uso, todo aquello les pertenecía a ellas exclusivamente, toda la confianza que me habían demostrado hasta ahora era falsa, un engaño, migajas, ellas me habían engañado porque nunca me habían incluido en su verdadera confianza, simplemente porque yo no soy una chica, y ellas hablan de sus cosas y, a pesar de todo, yo les robo.
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