Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Ella no le había dado ningún beso y a ver si hacía el favor de dejar de atormentarla.

Ella no podía adivinar que, en aquel momento, yo deseaba besar a Kristian, como ella había besado en la boca a Sidonia, yo lo había visto, y sentí una envidia atroz al comprender que ella era más valiente que yo, no sólo porque besaba a Sidonia sino porque dejaba entrar a Kálmán en su cama; entonces ella se agitó en mis brazos y se mostró agradecida por mis supuestos celos, aunque, en aquel momento, yo no tenía celos de Kálmán sino de ella y de Sidonia, y la odiaba porque imitaba a Sidonia descaradamente, y yo no me atrevía a imitar a Kristian con aquel descaro y quizá por eso nunca lograra distinguir lo verdadero de lo falso, porque nunca sabría si el bien nace de la verdad o de la mentira, nunca sabría lo que está permitido y lo que no lo está.

Y, en esa violenta y oscura marea de sangre, surgió, como por última vez antes de ahogarse, la carita pálida de Livia que, por su misma ausencia, conjuraba el recuerdo de aquella memorable mañana de marzo, en la que me propuse no volver a mirarla y no podía apartar los ojos de su cara, a pesar de que ya nos observaba Hedi Szán, y, como por efecto de mi mirada, ella se desplomó, salió de la fila y cayó al reluciente suelo del gimnasio, las niñas gritaron, pero nadie se movió, nosotros no hacíamos más que mirar, luego sonaron pasos rápidos, y se llevaron su cuerpo inerte con los pies colgando, con calcetines blancos.

Fue todo tan rápido que casi no tuvimos tiempo de comprender lo ocurrido, nos quedamos quietos, sin mover ni un músculo, pero nuestra inmovilidad nada tenía que ver con el duelo.

Aunque nadie lo sabía, el ojo gigante lo había visto, había visto claramente qué yo era el causante, el culpable.

Lo que ahora me contaba Maja, lo que, supuestamente, yo le había obligado a confesar, no me satisfacía, al contrario, su franqueza, su irreflexiva traición me humillaban; no obstante, la revelación de su secreto creaba entre nosotros una momentánea sensación de intimidad, yo había conseguido lo que tanto deseaba, interponerme entre ellos, desplazar al otro; quería saber lo que hacía él, para averiguar qué tenía que hacer yo, y, en definitiva, qué era lo que estaba ocurriendo a espaldas mías, si eran realmente tan irresistibles como les gustaba dar a entender con sus obscenidades, porque cuando hablaban de chicas su chachara sonaba a falso; pero lo que Maja me cuchicheaba acalorada y furiosamente junto al cuello me hacía comprender que Kálmán la quería con la misma desesperada fidelidad y con más valentía de lo que yo quería a Livia, a la que perseguía con la mirada y cuyo persistente rechazo me esclavizaba, porque seguramente también ella jugaba conmigo, para delatarme luego a otro, con aire de condescendiente superioridad, otro que, sin duda, la querría menos que yo; ahogado por los celos, imaginaba que mientras yo estaba en la cama con Maja, Livia estaría con Kristian, habiéndole de mí.

Como si la boca de Maja susurrara las palabras traicioneras de Livia junto al cuello de Kristian.

Ten cuidado, Maja, dije, no te fíes de tu pequeño Kálmán ni aunque le veas gimotear, y noté con satisfacción que mi voz era serena y firme.

¿Por qué no?, preguntó ella.

Por nada en particular, pero ten cuidado.

Pero ¿por qué?

No quise decírselo.

Eso no era justo, ella me lo había contado todo.

Hoy no debía ir al bosque, le dije.

¿Por qué no?

No podía decir más, no debía ir, y tenía buenas razones.

Que quién era yo para decirle lo que ella tenía que hacer y dejar de hacer, me gritó, y me apartó de un empujón.

Ahora por fin pude sacar el dedo de las bragas y liberar mi brazo dormido.

Naturalmente, ella podía hacer lo que quisiera, yo la había avisado, porque Kálmán me había contado ciertas cosas que no pensaba decirle.

Nos habíamos sentado bruscamente, y nos mirábamos como si combatiéramos con los ojos, yo no podía rehuir su mirada sombría y fiera en la que brillaba el odio, ni lo deseaba, todavía teníamos las piernas entrelazadas cuando ella me rechazó haciendo presión con el tronco, tenso de furor, pero mi propio cuerpo estaba relajado y aparentemente tranquilo, yo pensaba poder dominar, con sosegada superioridad, la ira de su mirada, por fin soy dueño de la situación, pensaba, puedo destruir en ella y en mí lo que tanto me ha atormentado, aunque, desde luego, sólo a costa de la más vil de las traiciones, me susurraba una muy disminuida conciencia, ¡podía sentirme orgulloso!, pero aquel inesperado cambio de situación también me sorprendía y me restaba cierta seguridad, porque lo que yo había querido delatar de Kálmán en la oscuridad de nuestra cálida intimidad, lo que yo apuntaba con tanto énfasis y perfidia, como si fuera poseedor del conocimiento absoluto, ahora, cara a cara, me parecía inconfesable espantoso, perverso, en aquel momento, a la luz fría e indiferente de la habitación, no hubiera podido ni decírmelo a mí mismo; antes, había sido el destello fugaz de una idea en la oscuridad del monólogo interior, una imagen aparentemente inocente que quiere salir a la luz, pero para la que no se encuentran palabras y que uno olvida rápidamente, lo mismo que aquella situación, en la que también mi cuerpo me había engañado; hoy, al mirar en torno a mí desde la perspectiva de los años y la experiencia, mientras escribo estas líneas, me divierte recordar la extraordinaria, más aún, la fatídica confusión de aquel muchacho al que su alma extraviaba y su cuerpo tendía una trampa, el muchacho que, en los brazos de la niña, había sentido cómo la sangre le subía al cerebro y le latían las sienes -¡qué curiosa coincidencia que precisamente entonces ella le hablara de su menstruación!-, y, aturdido por la palpitación de su sangre que ella estimulaba con su voz, no se había dado cuenta, ni se la daría, de que ese afán por alcanzar el dominio sobre los demás y esa lucha febril contra las fuerzas interiores le hacían hervir la sangre, y no sólo en la cabeza sino también en las ingles; apretándose con la mano contra el vientre de ella, naturalmente, había tenido una erección, lo que de nuevo le recordó la imagen anterior y aquella frase que él se guardaba como último triunfo y que luego no se había atrevido a jugar.

Por otra parte, parecía que, en el fondo, Maja no quería que él le contara nada.

¿Qué te ha dicho? ¡Venga ya!

Nuestros juegos prohibidos, el escenario de las aventuras de Sidonia, la simple alusión al bosque, hubiera bastado para dar peso a mis advertencias.

No, eso no, parecía gritar ella, en lugar de preguntar; sus ojos se entornaban, inseguros, a la defensiva, y en lo más profundo de su iris castaño se escondía el odio. El amor no quiere saber.

Yo no contesté, pero amarré su mirada con la mía, para que sus ojos no se extraviaran hacia mi pantalón, que hubiera delatado lo que pasaba por mí.

Porque yo quería contarle lo que hacía Kálmán cuando nos tendíamos en la roca blanca y plana escondida entre las matas, algo que también yo deseaba hacer, pero hasta que él me tocaba no tenía valor para tocarle y entonces respondía a su movimiento con el mío, mi brazo y el suyo se cruzaban y nos asíamos el uno al otro; pero, curiosamente, no sentía su miembro en mi mano tan duro como el mío en la suya, a pesar de que tan erecto parecía el uno como el otro, y entonces Kálmán decía con voz ronca, y eso era lo que yo quería decirle a ella, que un día se follaría a Maja.

Esto había dicho.

Entonces, para ganar tiempo y distraer su atención de mi propia vergüenza, le dije que un día se lo contaría, puesto que todo se lo contaba, pero ahora no, y estaba temiendo que se diera cuenta de que me había puesto colorado de vergüenza.

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