Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Pero yo sabía que nunca se lo diría.
Y no porque fuera incapaz de una tan vil traición; para quitarle el sitio al otro, podía cometer cualquier infamia.
Si hubiera podido extraer la frase del contexto en el que había sido pronunciada, si no hubiera sentido en mí la presión de la mano de Kálmán, si no hubiera percibido en él el calor de la roca blanca…
Porque no podía delatar el secreto propósito de Kálmán sin exponer mi propia perversidad.
Yo no podía inhibirme de aquella frase porque no se refería sólo a Maja, sino también a él y a mí.
Y de nosotros dos no se podía hablar, porque nuestro contacto físico no era el comienzo sino el final, el colofón, la última estación, el límite al que pueden llegar dos muchachos en esa región a la que no tienen acceso las chicas, una zona de esa región prohibida incluso a los chicos, y en honor a Kálmán hay que decir que sus instintos funcionaban con toda normalidad y precisión, y que, al llegar al momento culminante, no sólo no se asustaba de sus más íntimos deseos, es decir, de averiguar si el cuerpo del otro chico sentía lo mismo que el suyo y qué era lo que sentía él, sino que, con una temeridad ciega, muy propia de él, asociaba el acto de tocar a otro chico con el ardiente deseo que sentía por una chica, saciando así lo insaciable y convirtiendo el placer ajeno en propio, al relacionar dos mundos secretos próximos pero incompatibles.
Lo que él quería hacer con Maja era más bien un acto de contrición por lo que hacíamos nosotros en aquel momento.
Y una clara alusión a lo que, según me había contado Kálmán, Sidonia había intentado hacer con él.
Eso no debería asustarnos, ya que por experiencias cotidianas sabemos que para soportar la terrible soledad de sentirnos diferentes constantemente buscamos consuelo en aquello que nos hace iguales a los demás.
También las chicas tienen reino propio, en el que puedes atisbar, olfatear, espiar desde la frontera y hasta infiltrarte como agente secreto y obtener información valiosa, con una zona prohibida, siempre cerrada e inaccesible.
Sólo hubiera sido capaz de decírselo si yo hubiera sido una chica y podido espiarme a mí mismo y a los otros chicos con ojos femeninos, con los ojos ingenuos y confiados de una chica; a mí me hubiera gustado mucho ser chica, me parecía que sólo una membrana muy fina y transparente me separaba del mundo de las chicas, y el deseo de rasgar la membrana para eliminar esa separación era muy fuerte me parecía que con este paso podría salir a la luz radiante de un mundo libre de falsedad e inseguridad, un idílico calvero, y por eso en aquel momento yo quería identificarme con ella, convertirme en chica y traicionar a mi sexo, pero como no podía decírselo, no podía explorar aquella otra región, algo que, al parecer, tampoco ella deseaba, y mi silencio y mi vergüenza me devolvieron al mundo de los chicos.
Influía no poco en nuestra vida sentimental la circunstancia de que, gracias a la incuestionable fidelidad de nuestros padres al régimen, viviéramos al lado de la inmensa zona vigilada en la que se encontraba la residencia de Rákosi.
Cuando regresaba de casa de Maja, pocas veces tomaba el camino que discurría junto a la alambrada de la zona cerrada, nadie transitaba por aquella carretera sombreada por las ramas que sobresalían de la cerca que cortaba el bosque, en la que hasta el aire estaba inmóvil y, en el silencio hostil, sólo se oía el crujido de los propios pasos; no veías a los centinelas armados, aunque sabías que estaban en sus observatorios camuflados entre los árboles o excavados en el suelo, desde donde podían observarlo todo y seguían tus pasos con periscopios y prismáticos sin que se les escapara ni un solo movimiento, y cuando yo, para acortar, pasaba por allí para ir a casa en lugar de dar un rodeo por el bosque, sentía con fuerza su vigilancia, mejor dicho, no es que la sintiera, no estaba seguro de si puede sentirse algo semejante, sino que mi propia vigilancia se duplicaba por efecto de la suya; ahora me veo a mí mismo caminar confiadamente y observar confiadamente lo que se ofrece a mi mirada, y, al mismo tiempo, observo con recelo, con sus ojos recelosos, mi desconfianza disfrazada de confianza; esa extraña sensación era parecida a la que experimentaba en la escuela cuando desaparecía algo y, en la atmósfera asfixiante de la suspicacia general, de pronto, tenía la sensación de que aquello lo había robado yo, ¡yo era el ladrón!; así, también aquí, ante su mirada, me sentía agente subversivo o espía perseguido, y, por la tensión que generaba su vigilancia, se me ponía la piel de gallina en la espalda, los brazos y el cuello; yo caminaba a lo largo de aquella cerca, a la que estaba prohibido aproximarse y que consistía en una tela metálica corriente, un poco oxidada, como el que, de un momento a otro, teme sentir un balazo en la espalda; pero, más miedo que los ojos de los centinelas, me daban los perros.
No éramos los niños los únicos que teníamos miedo de aquellos perrazos policía, sino también los mayores y los otros perros, por ejemplo, Vitéz , el perro de Kálmán, negro, robusto y de ordinario pendenciero, al que no había manera de hacer salir del bosque al camino, ni atándole una cuerda al cuello, por más que nosotros lo intentábamos, con el afán de verlos pelear; pero el animal, intuyendo una sangrienta lucha a muerte, se echaba en el suelo con el pelo del lomo erizado de miedo y se ponía a aullar, y de nada servía dar tirones, empujar ni azuzar para despertar en él un poco de agresividad, mientras aquellos mastodontes contemplaban, impasibles, desde el otro lado nuestros estúpidos e inútiles esfuerzos.
Y, aunque yo comprendía la utilidad de aquellos perros, la cerca era el foco de todos mis temores.
Y ello a pesar de que al otro lado se extendía un bosque de robles, mudo y tranquilo, que aparentemente en nada se distinguía del que había a este lado del camino, el auténtico y libre, el nuestro, un bosque normal, con ramas secas en el suelo, copas alborotadas por el viento y adornadas con las perlas blancas y amarillas del muérdago, troncos caídos, raíces que asomaban del suelo pedregoso, con enormes labios de yesca casi petrificada y alimentada por la putrefacción, con profundas hondonadas oscuras, mullidas almohadas de musgo, pimpollos esbeltos y flexibles que crecen al abrigo de robles viejos y vigorosos; con cola de caballo y heléchos que se alimentan del blando mantillo criado con hojas secas acumuladas a lo largo de siglos, un sotobosque verde y efímero, con zonas caldeadas por el sol, con las crestas violeta de las corydalis que agita hasta la brisa más leve, los azules racimos de los perfumados jacintos, la filigrana blanca de las flores de la cicuta, abiertas como sombrillas, las espigas amarillas de la avena de los prados y el agropiro verde azulado; en las zonas húmedas, las caltas de hojas relucientes, a la sombra de las peñas, el verde lustroso del ciclamen que aquí nunca florece, en los lugares soleados, una aglomeración de vellosas hojas de fresa y, suspendidas de los gruesos tallos del sello, entre las hojas estriadas, las campanillas blancas, y luego los grandes arbustos del bosque de robles, el espino blanco que, si tiene espacio, alcanza porte de árbol, el vigoroso evónimo y, sobre todo, la maraña impenetrable de la espinosa y prolífica zarzamora, que en otoño se carga de sabroso fruto; a pesar de todo, una mirada atenta enseguida descubría que, al otro lado del camino y de la cerca, el bosque no era igual, allí no había troncos caídos, y las ramas partidas eran retiradas por manos diligentes, quizá al anochecer, con el último resplandor del crepúsculo, o de madrugada, en secreto, Porque nunca se veía a nadie trabajando, ¡ni un alma!, allí los arbustos estaban más dispersos y aislados y, como en otoño se acumulaba menos hojarasca, podía crecer la hierba en extensiones mayores y a más altura, y así se había creado un bosque cuidado que debía dar una impresión de descuido al observador casual; nunca llegué a comprender el porqué de tal pretensión, cuando la intervención de la mano del hombre no podía estar más clara, y es que, en una franja de unos dos metros de ancho, se había arrancado hasta la última planta y cubierto el terreno de arena blanca y limpia en cuya superficie podían verse por la mañana las huellas de la labor de aquellas manos Misteriosas, en forma de estrías de rastrillo, y por esta franja de arena corrían los perros.
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