Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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El anca del animal se agitó en el suelo viscoso, su cabeza osciló hacia atrás y hacia adelante con la boca muy abierta, como si le faltara el aire, y era horrible ver que de aquel sufrimiento no escapaba sonido alguno.
En aquel animal estaba ocurriendo algo que no acababa.
Él dijo que se iba a buscar a su padre.
El padre y los hermanos de Kálmán, un poco mayores que éste, trabajaban de panaderos, hacía tiempo que la panadería era de su padre, por lo que Kálmán era considerado un «capitalista» enemigo del pueblo, lo mismo que Kristian; a primera hora de la tarde, se iban a amasar y a encender el horno y no volvían hasta el amanecer, después de repartir el pan, también la madre estaba fuera porque por la noche, después de recoger y ordeñar las dos vacas, trabajaba en el servicio de limpieza del hospital János.
Los dos éramos libres, a mí nadie me preguntaba qué hacía y él estaba solo todas las noches.
A nuestros pies, el perro movía la cola y gañía por lo bajo.
Kálmán volvió a darme la lámpara y vaciló, y yo pensé que iba a girar sobre sus talones para ir en busca de auxilio, lo que significaría que yo me quedaría aquí, con todo este horror, pero quizá ni él mismo sabía qué hacer; yo deseaba ofrecerme para tratar de encontrar ayuda, no quería sino marcharme de allí, pero la cerda se agitaba en silencio y él volvió a entrar en la porquera.
Me incliné para alumbrarle, quería alumbrarle lo mejor posible, a pesar de que no tenía ni la más remota idea de lo que podía hacer él, ni si sabía lo que había que hacer en estos casos, pero, en el fondo, confiaba en que lo supiera, aunque ahora, por su aspecto, no lo parecía; claro que, cuando de plantas y animales se trataba, él sabía muchas cosas, lo sabía todo, mientras que para mí todo aquello era incomprensible y el sentimiento que producía, inexplicable: aquel sufrimiento que, por nuestra impotencia, se convertía en sufrimiento nuestro y no nos daba ni la posibilidad de sustraernos a él por cobardía; yo le agradecía que no me dejara solo sino que tratara de hacer algo, para que yo no tuviera más que sostenerle la lámpara.
Se quedó en cuclillas detrás del animal, quieto, un momento.
Hacía calor y olía mal allí dentro, costaba respirar, pero no era esto lo que me preocupaba, estando presente la muerte, a pesar de que sabía que aquello era un nacimiento.
Despacio, con aire pensativo, él levantó la mano que descansaba en su muslo, con los dedos ligeramente doblados, y la deslizó entre los abultados labios rosa, hasta la muñeca.
El animal gimió, volvía a respirar, esto ya no era un ronquido, lo sacudió una convulsión, agitó las patas y volvió el morro reluciente de baba hacia Kálmán haciendo crujir los dientes como para morderle.
Él sacó la mano rápidamente, pero, en cuclillas como estaba, no podía saltar hacia atrás, además, yo le estorbaba, plantado con la lámpara en la mano delante de la estrecha puerta, paralizado del susto, y cayó de nalgas en la cenagosa paja.
La cerda bajó la cabeza, sorbiendo ansiosamente el precioso aire por la boca con aspiraciones rápidas, irregulares y roncas y mirando a Kálmán con sus ojos castaño claro bordeados de pestañas rubias.
Yo sentía en la pierna el jadeo acompasado del perro.
La cerda miraba a Kálmán con ojos desorbitados y sanguinolentos.
Él, al ver aquellos ojos, no se lo pensó más, se alzó sobre las rodillas y volvió a meter la mano en el cuerpo del animal inclinándose lentamente hacia adelante; sin preocuparse de la orina y los excrementos que le hacían resbalar, se tendió encima del hinchado costado del animal, haciendo presión con todo su peso, los dos se miraban a los ojos y respiraban al unísono; cuando él se apretaba contra ella, la cerda exhalaba el aire, y, cuando se levantaba, el animal aspiraba rápidamente, él ya había metido todo el antebrazo cuando, como si hubiera recibido una descarga eléctrica, dio un grito y lo sacó temblando de pies a cabeza.
Gritaba algo que yo no entendía, palabras incomprensibles.
La cerda lanzó un chillido, movió el anca, aspiró con fuerza, estiró las patas y volvió a chillar con estridencia, largamente, como resistiéndose, luego se estremeció y volvió a ponerse rígida, pero conservó el ritmo de la respiración, mejor dicho, su cuerpo se adaptó al ritmo que entre los dos habían encontrado, y sus ojos no se apartaban de Kálmán, se mantenían límpidos, mientras él, con el reluciente brazo extendido a la luz de la lámpara como si fuera un objeto extraño, hundía a su vez la mirada en aquellos ojos y dejaba de gritar tan bruscamente como había empezado; si dijera que aquellos ojos le pedían ayuda, si dijera que le guiaban, si dijera que le daban las gracias, que le animaban a seguir porque estaba en el buen camino, etcétera, estaría reduciendo a la escala de sentimentales conceptos humanos unas emociones primordiales pero en modo alguno toscas que sólo es capaz de expresar la mirada de un animal.
A los gritos de Kálmán había respondido la cerda con penetrantes chillidos, al silencio del animal respondió él con silencio.
Ahora estaban separados, pero seguían muy cerca.
En el interior de la espumeante hendidura vaginal se adivinaba una pulsación con ritmo de respiración o latido del corazón.
Él volvió a introducir la mano en el mismo lugar del que con tanto sobresalto la había sacado, moviéndose con la seguridad con que una necesidad imperiosa nos hace volver a un lugar de sobras conocido.
Él ladeaba la cabeza, como para ver lo que hacía, pero tenía los ojos cerrados.
La cerda estaba quieta, y parecía contener el aliento voluntariamente.
Daba la impresión de que él estaba palpando algo allí dentro y de que mantenía los ojos cerrados para orientarse mejor.
Luego, lentamente, con movimiento de cansancio, sacó la mano y se alzó sobre una rodilla, con la cabeza inclinada, por lo que no podía verle la cara.
Seguía el silencio, la cerda no se movía, luego, como si quisiera responderle, aunque con retraso, empezó a subir y bajar, primero, el costado y después todo el cuerpo, hasta que, a cada espasmo, lanzaba un grito desgarrador que se ahogaba en el hedor insoportable de la estrecha pocilga.
Va a reventar, no lo resistirá, dijo en voz baja, como si ya hubieran dejado de impresionarle aquellos gritos de dolor porque había visto la cara a la muerte; no se movía de allí, pero no podía hacer más.
Pero lo que estaba ocurriendo en el cuerpo del animal no había terminado, ni mucho menos.
Al cabo de un momento apareció una cosita roja entre los trémulos pliegues de la hendidura, y él, aullando como la cerda, se arrojó sobre ella, pero calló enseguida porque aquella cosa, como si en la carne de la cerda se hubiera metido un hueso extraño, le resbaló de la mano, él volvió a asirla y volvió a resbalarle.
El trapo, gritó, y el grito era para mí, pero tuve la impresión de que transcurría una porción muy importante de aquel tiempo precioso hasta que comprendí que allí tenía que haber un trapo.
Como si el pasmo que me impedía encontrar el trapo fuera el castigo por mis pecados ocultos.
No había trapo.
Me dio la impresión de que, de pronto, yo no sabía qué era lo que me pedía, como si la palabra «trapo» se hubiera borrado de mi vocabulario, y, mientras tanto, a él, que repetía «¡venga ya ese trapo!», había vuelto a resbalarle de la mano aquella cosa.
Ahora me gritaba.
En aquel momento estuvo a punto de caer el tubo de vidrio de la lámpara, que tropezó con el travesano de la puerta, al ir yo a mirar fuera del establo, pero allí estaba el trapo, ya lo veía, el perro lo azotaba con la cola, aunque ahora lo más urgente era sujetar el tubo.
El evitar que cayera el vidrio mientras agarraba el trapo es la hazaña más importante que he realizado en toda mi vida.
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