Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Asomaban dos diminutas pezuñas hendidas.

Él las envolvió con el trapo y, en cuclillas, empezó a tirar, mientras la cerda empujaba y chillaba.

La lucha fue larga pero el hecho en sí, casi imperceptible.

El cuerpo salió despedido con tanta rapidez que él, desprevenido, perdió el equilibrio y se quedó sentado en la paja, con el cuerpo inanimado del recién nacido envuelto en un velo cristalino y satinado entre las piernas.

Me pareció que a los tres se nos cortaba la respiración.

Creo que la primera en moverse fue la madre, que levantó la cabeza como si quisiera ver, convencerse de que por fin había ocurrido aquello, y se desplomó de agotamiento; sin embargo, cuando golpeó el suelo con la cabeza, recorrió su cuerpo una inquietud nueva, una energía elemental, un ánimo que le infundió una agilidad, una habilidad, una flexibilidad y una inventiva insospechadas en un animal tan voluminoso, deslizó el anca hacia un lado, cuidando de no lastimar al recién nacido con las patas traseras, el largo cordón umbilical cedió, el tocinillo estaba inmóvil entre las piernas de Kálmán, con gruñidos de satisfacción, la madre dobló el cuerpo hacia atrás, lo olfateó, se estremeció de alegría al reconocer su olor, partió con dos dentelladas el cordón umbilical y mientras Kálmán se apartaba torpemente, ella se levantó casi de un salto y empezó a lamer al pequeño, moviéndose hacia uno y otro lado, empujándolo con el morro, gruñendo de impaciencia, lamiéndolo como si quisiera devorarlo y achuchándolo hasta que por fin empezó a respirar.

Cuando, al cabo de más de una hora, cerramos la puerta del establo y el pestillo de madera se deslizó en la ranura con un ligero chasquido, cuatro lechoncillos chupaban las cálidas tetas violáceas de la madre.

Era una noche de verano estrellada, oscura y silenciosa.

El perro trotaba detrás de nosotros.

Kálmán fue a la parte de atrás, se bajó el pantalón y orinó largamente.

Yo estaba en medio del patio, con el perro.

Kálmán sepultó la placenta en el estercolero.

No había nada más que decir, y yo tuve la impresión de que en lo sucesivo él y yo ya no necesitaríamos hablar.

Era más que suficiente poder estar allí escuchando el largo gorgoteo de su copiosa orina.

Porque, cuando nació el primero y él salió de la porquera, y yo, con la lámpara en alto, me hice a un lado, nos miramos un momento; mientras nuestros movimientos se cruzaban, nuestras miradas se encontraron con idéntica alegría, y fue un momento tan intenso que pareció salirse del tiempo y tuve la impresión de que todos los sentimientos acumulados durante la lucha sólo podían desahogarse con esta súbita compenetración: la lámpara iluminaba nuestra sonrisa radiante, nuestras caras estaban muy cerca, sus ojos desaparecían en su sonrisa, sólo se le veían la boca y los dientes, el acusado mentón y el pelo sudoroso que le caía en la frente, y entonces, cuando él surgió de pronto delante mí, descubrí que su cara era reflejo de la mía, porque yo sonreía con misma exaltación y la misma avidez, y parecía que sólo podríamos romper el encanto y entrar en la dimensión de una relación normal con un abrazo.

Sólo con un abrazo.

Pero ni esto sería suficiente, ni un abrazo bastaría para celebrar la victoria de la cerda.

Y entonces empezamos una especie de diálogo. De palabras y risas.

Que si me descuido rompo la lámpara, dije, y que el pequeño estaba atravesado, dijo él, y yo le pregunté por qué había gritado de aquel modo y le dije que no había entendido lo que decía, y él, que ni su padre hubiera podido hacerlo mejor, y que al principio yo creía que la cerda estaba enferma, dije, y qué suerte con el cordón umbilical, y que yo no encontraba el trapo y qué lista, la cerda, dijo él.

El perro corría por el patio ladrando y dando vueltas cada vez más anchas, con lo que también contribuía a la conversación. Despacio, exhaustos, subimos la escalera.

Todavía salía humo del agua de la olla; mientras él esperaba a que saliera la placenta, yo había puesto agua a calentar, para que él limpiara las tetas a la madre.

Fue a la mesa, tiró de la silla y se sentó.

Yo miraba la cocina, el horno de cerámica blanca, el armario verde manzana, el edredón rosa del catre, puse la lámpara encima de la mesa -como habíamos dejado la puerta abierta, la ligera corriente de aire hacía que despidiera más humo que luz- y me senté.

Nos quedamos abstraídos.

Puta mierda, dijo él en voz baja.

No nos mirábamos, pero yo intuía que él no deseaba que me fuera, y tampoco yo lo deseaba.

Me pareció que, con aquellas palabrotas, quería desagraviarme.

El, a diferencia de los otros chicos, no acostumbraba a decir tacos ni obscenidades, por lo menos, yo no recordaba más que tres ocasiones: esta noche, lo que había dicho que haría con Maja y la amenaza que me había lanzado en el lavabo.

Que tendría que comerme la polla de Prém para almorzar.

Aquello me hizo mucho daño, me marcó, podría olvidarlo pero no perdonarlo.

Y no sólo porque con esta obscenidad, aparentemente inofensiva, se hubiera puesto de parte de Prém y de Kristian, ¿qué más podía hacer?, por mucho que me doliera, yo no podía tomárselo a mal, porque percibía en su actitud aquella constante inseguridad inherente en toda relación humana o quizá en el ambiente de la época, en el que no se podía distinguir entre amigo y enemigo y, en definitiva, en cada persona tenías que ver a un enemigo, bastaba si no pensar en el odio y el miedo que sentía yo frente a la valla de la zona prohibida, y ya no sabía de qué lado estaba, o en la mortificación que me producía el que, a causa del cargo de mi padre, los demás vieran en mí a un espía, a pesar de que nunca había delatado a nadie; pero él, al verse obligado a tomar partido, había lastimado nuestra amistad en su punto más sensible, a pesar de que los otros no podían saber qué había querido decir exactamente con aquello de que podía comer la polla de Prém para almorzar, ellos no podían saber lo que quería decir y, no obstante, era como si me hubiera puesto en evidencia delante de los demás, ¡y esto era peor que una traición descarada!, porque yo había tenido la suya en la mano, y como si ahora no deseara sino comer una para almorzar, como si aquello no lo hubiéramos hecho los dos, y como si no hubiera empezado él.

Apartó la silla de la mesa y sacó del armario una botella de aguardiente y dos vasos.

Con el mismo irreflexivo coraje con que había querido desagraviarme, me tendió ahora la mano.

Para no tener que avergonzarse delante de los otros, él había disimulado sus sentimientos más íntimos, y ahora parecía que, con estas palabrotas, pretendía reparar su traición y darme las gracias por estar aquí a pesar de todo.

Ello desató un torrente de sentimientos que me dejó mudo.

Y de estas cosas no podía yo hablar a Maja más de lo que había podido hablar de las chicas, inclinado sobre el brazo de mi madre.

El aguardiente nos dejó borrachos y mudos.

¡Ah!, si bastara con aprender las cosas más importantes de la vida, pero es que también tiene uno que aprender a callárselas.

Nos quedamos un buen rato mirando la mesa, borrachos; desde las palabrotas no habíamos vuelto a mirarnos a los ojos.

Pero las palabrotas lo habían dejado todo muy claro, definitivamente.

Su lealtad inquebrantable, la promesa de que nunca me olvidaría, nunca.

Se puso a manosear la lámpara, quería apagarla, bajó la mecha, pero la llama no se extinguía, sólo echaba más humo, y, cuando quitó el tubo para apagarla soplando -tuvo que probar varias veces, porque acertaba con la llama-, le entró la risa y el tubo caliente y tiznado e le escurrió de la mano y se estrelló en el suelo de mosaico.

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