Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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En la breve pausa entre dos de sus jadeos sibilantes, el abuelo dijo algo así como ¡aire! o ¡la ventana!, no se le entendía bien, porque, con sus convulsos esfuerzos por respirar, sólo emitía sonidos vagos, y entonces la abuela se levantó, pero no abrió la ventana, sino que apagó la lámpara que estaba sobre la cabeza del abuelo y volvió a sentarse.

Debía de ser cerca de la medianoche. La ventana no se abre, dijo la abuela en la oscuridad, ahora, en plena noche, no nos apetece sacar la bayeta y ponernos a secar el suelo, y aire hay de sobras.

Cuando yo estaba delante, le hablaba dirigiéndose a mí.

A oscuras, esperamos a que se le pasara el ataque o a que ocurriera algo.

A pesar de todo, al día siguiente me desperté muy temprano.

Era una mañana de verano extraña, insólita, el azul del cielo, después del temporal nocturno, tenía velos de bruma, la luz era clara y soplaba un vendaval.

En las alturas, en un lugar indefinible, el viento brama y silba sin cesar, descienden fuertes ráfagas que hienden las copas de los árboles, azotan los arbustos y agitan y enredan la hierba reluciente, y el fragor de las hojas que susurran, vibran, tabletean y se arremolinan, de los troncos que crujen y las ramas que chasquean y gimen se mezcla con el aullido de allá arriba, mientras aquí abajo todo se mueve y centellea, la ráfaga revuelve y desplaza luces y sombras, pero no puede darles un nuevo lugar definitivo, porque su impulso muere, y sólo persiste el estruendo, arriba, en el azul, que no produce nada, no trae nada, a diferencia del rayo, que trae al trueno, y, con la ráfaga siguiente, todo vuelve a empezar, imprevisible y caprichosamente, es un viento que no trae nubes ni lluvia, que no turba la paz del verano, que no hace regresar la tormenta, que no refresca ni calienta; el aire está claro, cristalino, no hay remolinos de polvo, hasta se oye picotear a un pájaro carpintero, y, a pesar de todo, es una tormenta, quizá la fuerza pura, escueta y seca.

Un furor al que nosotros, nerviosos y estremecidos, nos abandonamos, lo mismo que los pájaros confían gozosamente el cuerpo al viento clemente.

Es bonito que sople el viento y es bonito que luzca el sol.

En el jardín encontré a mi hermana, estaba en lo alto de la escalera que conducía a la verja, asiendo con una mano el hierro oxidado, con la cabeza colgando pesadamente sobre el pecho y el camisón blanco hinchado por el viento.

Yo había salido con un tazón de leche caliente, y me contrarió encontrarla allí, sabía que, si me veía, no podría librarme de ella, éste a siempre un empeño difícil, porque, a pesar de que jugaba con ella pacientemente, mi objetivo era siempre zafarme lo antes posible.

Pero a aquella hora no era muy grande el peligro, y es que por la mañana, cuando acompañaba a nuestro padre hasta la puerta, podía quedarse en la verja hasta una hora entera, apesadumbrada, sin moverse, como petrificada.

Y a veces estaba tan afligida que ni la abuela, a la que temía más que a nadie, como era natural, conseguía llevársela de allí.

Mi hermana tenía un reloj interior infalible; por un instinto misterioso, sabía con exactitud cuándo se despertaba nuestro padre, v riendo alegremente, saltaba de la cama, le seguía al cuarto de baño y de pie al lado del lavabo, le observaba mientras él se afeitaba; la operación del afeitado era el punto culminante de su relación, el momento en el que se satisfacía el amor de mi hermana, un goce que se repetía cada mañana: nuestro padre, delante del espejo, se pasaba la brocha por la cara al tiempo que emitía con la garganta un zumbido grave que crecía en la misma medida que la espuma, como si gozara sacando de la nada una espuma tan hermosa y abundante; mi hermana imitaba el sonido y, cuando ya estaba enjabonada toda la cara y el zumbido casi se había hecho rugido, mi padre callaba bruscamente, también mi hermana callaba, y entonces se hacía una pausa muy agradable mientras mi padre aclaraba la brocha y la dejaba en el estante de vidrio, y cuando, con un ceremonioso movimiento, él levantaba la cuchilla, mi hermana le miraba la mano conteniendo la respiración, y mi padre la miraba a los ojos por el espejo y, con un ronco gemido de placer, deslizaba la cuchilla tensando la piel con dos dedos, y repetía el sonido a cada pasada de la cuchilla con la que se llevaba la espuma y la barba; el juego consistía en fingir que la cuchilla hacía mucho daño a la espuma, pero también mucho bien y, a cada pasada, mi hermana gritaba de alegría y también de dolor al mismo tiempo que nuestro padre, luego observaba con gran excitación cómo se vestía y permanecía sentada a su lado balbuceando mientras él se desayunaba; pero, en cuanto él se limpiaba los labios con la servilleta y se levantaba de la mesa para marcharse -si no era domingo, el día en el que al acto de limpiarse los labios seguía el de fumar tranquilamente un cigarrillo-, en la cara de mi hermana la alegría se trocaba en desesperación, se aferraba al brazo y la mano de nuestro padre y, si él había olvidado dejar preparados los expedientes que necesitara, tenía que llevar a rastras a la niña no sólo del comedor al recibidor, sino del comedor al despacho y del despacho al recibidor; si el juego del afeitado le divertía también a él, esta escena le irritaba y a veces los labios se le crispaban en la sonrisa forzada con que trataba de disimular, y juraba entre dientes por tener que someterse día tras día al mismo ritual, y estaba a punto de golpearla, pero entonces se asustaba y dominaba el impulso con renovada paciencia, y cuando por fin llegaban a la fatídica puerta en la que la separación era inevitable, mi hermana pasaba bruscamente del paroxismo de Ia desesperación a la abulia de la resignación y dejaba que nuestro padre la tomara de la mano y dócilmente lo acompañaba hasta la verja, donde esperaba el coche con el motor en marcha.

Quién podría explicar por qué fui hacia ella, si yo quería rehuirla, no turbar su ensimismamiento que me brindaba la oportunidad de escapar; evidentemente, yo no era consciente de los celos que me inspiraba su incondicional devoción por mi padre, ni de que estos celos me hacían buscar su compañía, por el afán de compartir su añoranza.

También con Kálmán, a causa de nuestro común afecto por Maja, sentía yo una afinidad similar.

Ella se sujetaba a un barrote de la verja, yo me senté en la escalera, mientras bebía la leche, procurando que la nata no me entrara en la boca y, con una alegría malsana, casi denigrante, saboreaba la tristeza que irradiaba su cuerpo.

Porque el cuerpo exhala sus sentimientos, sólo hay que estar lo bastante cerca para percibirlos.

En su dolor veía yo un reflejo deformado de la sensación que había suscitado en mí la pérdida del cuerpo desnudo de mi padre, una sensación de carencia que nunca superaría.

Al cabo de un rato, ella se volvió hacia mí y empezó a seguir mis movimientos, lo que me impulsó a beber la leche más despacio todavía, para hacerla durar; yo hacía como el que no ve ni siente una presencia, se mantiene indiferente, se desentiende de ella, con lo que, instintivamente, ahondaba en su herida, acrecentando su sensación de abandono.

Hasta el momento en que le pareció que el tazón de la leche podía consolarla.

Alargó la mano hacia él, pero yo me lo llevé a la boca y di un sorbetón.

Ella se soltó de la verja y se acercó a mí, mejor dicho, al tazón, al sorbetón, al acto de beber.

Ahora estaba a mi lado y en esta proximidad se inició nuestro diálogo mudo. Yo seguía fingiendo no darme cuenta de que ella quería la leche y, con ademán casual, me puse el tazón entre las rodillas, para protegerlo.

Ella extendió el brazo y entonces yo retiré el tazón.

Sólo soltó un débil quejido, aquel sonido odioso con el que por la tarde esperaba a nuestro padre.

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