Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Apoyado en su brazo, atento a su respiración, yo no quería sino acariciarle el cuello y la cara, por eso digo que fue un movimiento casual; ella no dormía, pero tenía los ojos cerrados, y, cuando acerqué la mano a su cuello, mi dedo se enganchó en la cinta que cerraba el escote del camisón, que no estaba atada o se desató entonces, y la fina seda blanca resbaló de su pecho, quiero decir que durante una fracción de segundo creí que había resbalado de su pecho y me pareció ver su pecho, pero lo que vi en lugar del pecho eran los costurones de una cicatriz en forma de estrella y las señales rojas de los puntos.

Sobre mi cabeza retumbaron cristales y se cerró rápidamente la ventana.

No podía ser más oportuna la tormenta, yo me quedé allí echado, como si esperase que la lluvia torrencial pudiera sepultarme, hacer que se me tragara la tierra, pero el agua fría me serenó.

Me levanté y golpeé el cristal de la ventana, para que me abrieran.

Entonces vi con sorpresa los ojos de espanto de la abuela que me miraban; el abuelo estaba echado boca arriba en su sofá, con los ojos cerrados.

Mientras esperaba que me abriesen la puerta se me empaparon la camisa y el pantalón, diluviaba, tronaba y relampagueaba, y cuando por fin la abuela me dejó entrar hasta el pelo me chorreaba.

Pero ella ni encendió la luz, no dijo nada y, sin preocuparse de mí, regresó rápidamente a la habitación del abuelo.

Yo la seguí.

No se daba prisa porque fuera a hacer algo, ya que, simplemente, volvió a sentarse en la silla de la que mi inesperada llegada la había hecho levantarse; se daba prisa para estar allí, para estar presente cuando ocurriera.

El agua que resbalaba por los grandes cristales de la ventana era como una cortina, destellos azulados iluminaban incesantemente los árboles que, bajo la lluvia, tenían un contorno desdibujado y mágico, los truenos hacían temblar los cristales, y parecía que todo el bochorno de antes de la tormenta estaba encerrado en esta habitación.

El pecho del abuelo subía y bajaba rápidamente, el libro que tenía abierto en la mano colgaba del borde del sofá, como si fuera a caer de un momento a otro, pero él parecía aferrarse a aquel libro como si fuera lo último que lo unía a este mundo, tenía la cara blanca y reluciente de sudor, en los pelillos del labio, encima de su boca abierta, había gotitas, su respiración era apresurada, sibilante y fatigosa.

La lámpara de pie que estaba detrás de la cabeza del abuelo le iluminaba la cara para que nada de su lucha quedara oculto, pero la abuela estaba sentada en la sombra, contemplándolo, inmóvil, un poco tensa y expectante, desde la cálida y grata semioscuridad.

Tan rígida como el respaldo de la silla.

La abuela era una mujer alta, de porte erguido, una anciana majestuosa, aunque ahora reconozco que la consideraba más vieja de lo que era en realidad, ya que no tendría más de sesenta años, casi veinte menos que el abuelo, lo cual para mi infantil noción de la edad no representaba una gran diferencia, los dos me parecían viejísimos y muy parecidos entre sí, a causa de su edad.

Los dos eran delgados, angulosos y callados, lo que entonces me parecía otro síntoma de vejez, aunque probablemente eran razones muy distintas las que los habían llevado al silencio, además, sus mutismos tenían una calidad distinta; en el de la abuela vibraba una ligera irritación, constante y ostensible con la que daba a entender que ella no callaba porque no tuviera nada que decir, sino que deliberadamente negaba al mundo sus palabras, para castigarlo, y yo temía aquel castigo; no sabía cómo había sido la abuela de joven, pero buscando la razón de aquella irritación, suponía que no había podido asumir y superar el cambio de su forma de vida, que se había producido hacía sólo unos años, y fue un cambio muy grande, y ella era tan hermosa que se creía con derecho a ser mimada por la fortuna hasta el fin de sus días; todavía años después de la guerra la llevaba a la ciudad un Mercedes negro, reluciente como un espejo, que me hacía pensar en una cómoda carroza, conducido, como era de rigor, por un elegante chófer con librea y gorra de plato, pero hubo que vender el coche, y las acciones de la abuela me sirvieron para forrar los libros Y libretas del colegio durante varios años -el reverso, perfectamente Manco, era ideal para este fin, una vez desprendidos los cupones perforados-; después, el abuelo tuvo que cerrar repentinamente el bufete del bulevar Térez, y fue necesario despedir a la criada, cuya habitación ocupó Maria Stein durante una temporada, hasta que también ella desapareció y, finalmente, para colmo de males, el año de la nacionalización, el abuelo, sin consultarla, renunció voluntariamente a a propiedad de la casa que tenían en común; fue tal la consternación e la abuela, me contó mi madre riendo, que al enterarse de la renuncia, al cabo de varias semanas y por casualidad, se desmayó, porque, al fin y al cabo, la casa era patrimonio suyo, y, cuando volvió en sí -la tía Klara, la hermana mayor de mamá, la reanimó de dos bofetadas-, se impuso e impuso a la familia el mayor de los castigos, y desde aquel día no volvió a dirigir la palabra al abuelo, pero lo gracioso era que él no se daba por enterado de su mutismo y seguía hablándole; y, realmente, no le faltaban razones para sentirse dolida, ella no había nacido para ser criada, enfermera y hermana de la caridad de tres enfermos graves y dos desequilibrados -estaba convencida de que tanto mi padre como yo éramos anormales-, ya que carecía de la abnegación y la ternura que exige la labor, ello no obstante, con gesto de agravio, hacía todo lo que hubiera que hacerse; el silencio del abuelo tenía otras causas, quizá, su infinita paciencia y su humor innato: él no estaba ofendido, mejor dicho, no se consideraba ofendido, y las cosas del mundo le parecían tan absurdas, mezquinas, aburridas y ridiculas que callaba por pura consideración, para no ofender a nadie, porque no podía conceder la menor importancia a todo lo que los demás se tomaban tan en serio y, para evitar discusiones, optaba por reservarse su opinión, y creo que eso le hacía sufrir por lo menos tanto como a la abuela su orgullo herido.

En los labios del abuelo temblaba el rictus amargo de su sonrisa irónica incluso durante los ataques, como si, protegido por sus párpados cerrados, estuviera divirtiéndose con su propio ahogo y considerara la inútil batalla que libraba su organismo para impedir lo que era inevitable, una equivocación comprensible pero lamentable.

La abuela miraba al abuelo con verdadera rabia, porque él, con su humorística actitud, no encajaba en el papel del paciente agradecido; si no se moría no era por falta de ganas, por eso no se entregaba en manos de su enfermera, sino que, con profunda sabiduría, encomendaba cuerpo y alma al poder que, según sus creencias, debía disponer de ellos, sustrayéndose a los piadosos cuidados de la humana misericordia y hasta dejándolos en ridículo.

Y era lógico que, a los amargados ojos de la abuela, pareciera que él representaba el número de la agonía interminable con el único propósito de mortificarla hasta el último momento.

No obstante, en aquel resentimiento y aquella contienda no había sordidez, grosería ni mezquindad; ambos sabían guardar las formas y mantener la dignidad.

Vestían con pulcritud y corrección, nunca los vi desaseados ni descuidados. El abuelo, a pesar de que nunca salía a la calle, se afeitaba a diario, hacia el mediodía, usaba camisa blanca con cuello duro, corbata de seda con el nudo grande y no muy bien hecho, pantalón gris, holgado, con la raya perfectamente marcada y chaqueta de pana color café, y la abuela lavaba, guisaba y hacía la limpieza con zapatillas de tafilete de medio tacón y batas de casa entalladas, largas y acampana das que, según la estación y la hora, eran de cretona, de seda, de lanita o de terciopelo, y le daban un aire muy elegante como si, en lugar de batas de casa, fueran vestidos de noche, lo que, lejos de resultar ridículo, daba sensación de rigor y distinción; con el cigarrillo en una mano y el vestido hasta los pies, la abuela tocaba los objetos como si no supiera para qué servían; sólo para las tareas más pesadas, como limpiar ventanas, encerar el parquet y hacer limpieza a fondo, tenía ayuda o, como decía ella, «hago venir a una mujer», del mismo modo en que ella nunca «subía» simplemente a un tranvía o a un taxi, sino que los «tomaba»; hacía la colada la madre de Kálmán, que, una vez a la semana, se llevaba la ropa sucia y la traía limpia y planchada.

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