Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Y si hubiera ocurrido lo irremediable yo lo hubiera percibido a través de Maja, algo me hubiera transmitido ella.

Kálmán y yo nos atenazábamos mutuamente con astucia y ardor, y, comparado con este abrazo perpetuo que, en los momentos de celos, parecía mortal, el hecho de que nos hubiéramos tocado el pene el uno al otro era una menudencia, o, si no, la consecuencia de nuestra rivalidad.

Pero después de lo que habíamos pasado juntos la noche antes, a partir de ahora, hiciera lo que hiciera, nunca más podría ofenderme, y nunca más podría yo decirle lo que tal vez le hubiera dicho en un caso similar, por ejemplo: «Que te den, gilipollas», antes de salir corriendo; como yo corría más que él, sólo tenía que procurar lanzar e insulto en el instante mismo de salir disparado, porque él era más ha bil y podía ponerme la zancadilla.

Por otra parte, me parecía que su mal humor y su furor no estaban dirigidos contra mí sino que tenían un carácter más general, debía de haberle sucedido algo desagradable; aunque en aquel momento ignoraba la causa, deseaba ayudarle, porque pensé que tal vez tenía que ver con Maja, y traté de distraerle.

Empujé ligeramente el ratón con el dedo, lo que hizo que los escarabajos enterradores se inmovilizaran inmediatamente, expectantes, pero sin escapar abandonando la presa.

También lo de los escarabajos tenía su historia.

Por cierto que a mí con Livia me ocurría lo mismo, de repente, sin que hubiera sucedido nada especial, me invadían la postración y la repugnancia, como si estuviera en una zanja profunda, oscura y resbaladiza, en la que sentía un odio asesino hacia todo el que se asomara a mirar: que se largara, que reventara, que desapareciera para siempre de la faz de la tierra.

Mi dedo rozó una cosa blanda y el cadáver cedió plásticamente, el ratón tenía un ojo abierto y por su hocico contraído asomaba un colmillo bajo el que había una gotita de sangre coagulada.

Yo esperaba que él me gritara que me estuviera quieto, porque no le gustaba que la gente manoseara las cosas.

Había sacudido a Prém por un lagarto.

Un bonito lagarto verde con cabecita azul turquesa -no muy grande, todavía flaco de la invernada, y joven, a juzgar por las escamas- que tomaba el sol en un tronco, era primavera, la época en que los lagartos aún están un poco torpes y, al sentir nuestra presencia, retrocedió, pero despacio, sin ganas, reacio a dejar el sol por la fría sombra, y se quedó mirándonos con sus ojitos vivos, hasta que pareció convencerse de que no teníamos intenciones hostiles y bajó los párpados con lasitud, confiándose a nuestra benevolencia, y entonces Prém no pudo seguir conteniéndose y lo agarró, y aunque en el lagarto despertó al momento el instinto de conservación y pudo escapar, tuvo que dejar la cola, que quedó retorciéndose en el tronco, goteando sangre rosada, y fue entonces cuando Kálmán se echó sobre Prém, vociferando.

Pero ahora mi movimiento no lo impulsó ni a decirme una palabra y, tan pronto como la sombra de mi mano se apartó, los escarabajos volvieron al trabajo.

Mis conocimientos acerca de los escarabajos enterradores, al igual que de otros animales y de muchas plantas los debía a Kálmán y, aunque yo no era insensible a los fenómenos de la naturaleza, tal vez la diferencia entre nosotros consistía en que yo era un observador y él sentía estos fenómenos como algo propio, y mientras la observación despertaba en mí excitación, dolor, repugnancia, temor o entusiasmo, sentimientos que casi inmediatamente se traducían en el deseo de intervenir, él se identificaba profundamente con ellos, como el que, tanto bajo la tortura del más terrible dolor como en el goce de la más exquisita alegría, cede a sus emociones, no las reprime con prejuicios ni temores, él era neutral como la naturaleza misma, ni sensible ni insensible, su ecuanimidad era de otra índole; creo yo que así reaccionan las personas bien templadas, y quizá por eso nada le repugnaba, por eso no tocaba nada que no le tocara a él, por eso lo sabía todo del bosque, escenario de sus andanzas; se movía despacio y en silencio, su vista era clara e infalible, en este terreno no admitía discusiones, aquí mandaba él, sin querer mandar; esta naturalidad lo blindaba contra todo reproche, como aquel domingo en que, a primera hora de la tarde, apareció de improviso en la puerta de nuestro comedor; a los ojos de los adultos ofrecía un aspecto francamente grotesco, nosotros estábamos todavía de sobremesa, mi primo Albert, el hijo de la tía Klara, un joven mas bien grueso, con una calva prematura, al que yo admiraba por su aplomo y su aire de superioridad casi tanto como lo despreciaba por su hipocresía y su estupidez, estaba contándonos el caso de un tal Emilio Gadda, un escritor italiano; porque mi primo era el único miembro de la familia que cultivaba una vena más o menos artística, era cantante, profesión que en aquellos años se consideraba tan insólita como ventajosa, viajaba mucho y poseía un abundante repertorio de anécdotas que gustaba de relatar con su agradable voz de bajo, que hacía presagiar una estimable carrera lírica, y cierto aire de modestia, entremezclando los acontecimientos con comentarios picantes y pequeñas melodías, como si hablara cantando y cantara hablando, citas musicales con las que daba a entender que él eso del cante lo tenía tan arraigado que ni en los momentos de grato esparcimiento podía dejar de ejercitar su preciosa voz; pero cuando Kálmán apareció de pronto en la puerta, descalzo y con su raído calzoncillo, mi primo se interrumpió y soltó una carcajada sonora y autocomplaciente: ¡qué gracioso chiquillo, sucio y maleducado!, y los demás le hicieron coro, pero yo me avergoncé un poco de mi amigo y también de mí mismo, por haberme avergonzado de él, que, sin una palabra de saludo, me hacía señas para que saliera inmediatamente, el motivo que le había traído debía de parecerle tan importante que no prestó atención a los circunstantes, como si no viera a nadie más que a mí, lo que tengo que reconocer que no dejaba de ser cómico.

Los escarabajos, a pesar de las piedrecitas y los terrones que entorpecían su labor, excavaban rápidamente debajo del ratón, utilizando a modo de pala su cabeza puntiaguda, que hacían girar sobre su negra coraza y expulsando la tierra hacia atrás con sus patitas articuladas; abrían primero una zanja alrededor del cadáver, después cavaban debajo de éste hasta hundirlo en el suelo y, por último, lo cubrían cuidadosamente, enterrándolo sin dejar huella, de ahí su nombre de enterradores, según me explicó Kálmán; su trabajo es pesado y, como tienen que enterrar animales que, comparados con ellos, son gigantescos, dura muchas horas, aunque desinteresado no es, porque, antes de empezar la tarea, ponen sus huevos en el cadáver, de los que saldrán las ninfas que, cuando crezcan, una vez se hayan comido e cadáver putrefacto, saldrán a la luz del día; es su vida.

Aquel domingo habían enterrado una rata, lo que resultó una labor incomparablemente más fácil, a pesar de que la rata era más grande, pero aquí, en el camino, en torno al ratón, el terreno no solo era compacto sino pedregoso.

Trabajaban nueve escarabajos.

Dos anchas franjas rojas cruzan las negras corazas dorsales en cuello y abdomen, y finos pelos amarillos protegen las delicadas articulaciones de su cuerpo.

Cada escarabajo trabaja en un territorio delimitado con precisión, oero el esfuerzo está concertado, porque cuando uno tropieza con un terrón o una piedra, parece llamar a sus compañeros, que dejan su tarea y acuden rápidamente al escollo, lo palpan con sus largas antenas en forma de cuerno y, una vez han estudiado la situación, se tocan mutuamente con las antenas, como si cambiaran impresiones; si es un terrón, varios escarabajos se ponen a triturarlo y, si es una piedra, tratan de retirarla entre todos.

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