Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Entonces eché a correr por el bosque, gozando del placer de la carrera y de la fuerza del viento, él corría detrás de mí, pero no podría alcanzarme, porque, si mi huida era el reconocimiento de su victoria, también era mi desquite, el perro corría con nosotros, todo quedaba ahora en un juego, estábamos empatados y reconciliados, y entonces, como el joven macho que acaba de pelear por la hembra, con la euforia de haber conseguido escapar, con el placer de sentir la velocidad con que avanzaba mi cuerpo y la agilidad con que esquivaba las ramas haciendo quiebros, con la libertad que infunde la energía, entonces sí me acordé de Maja, de cómo corría delante de Sidonia por la pendiente del jardín, debió de ser por las risas, por la similitud de las situaciones, me parecía que yo era Maja, y es que mi forma de pelear tampoco era la propia de un muchacho; él trotaba y jadeaba detrás de mí, las ramas crujían y se partían bajo nuestros pies, las hojas nos azotaban el cuerpo entre siseos, murmullos y chasquidos, no dejé que me alcanzara -yo era más rápido y quería demostrárselo poniendo distancia entre los dos- hasta que llegamos al calvero, en cuyo extremo, bajo los árboles, habían plantado la tienda.

Cuando me paré bruscamente y me volví a mirarlo vi que temblaba de pies a cabeza, ya no se reía, estaba pálido y su piel tostada por el sol parecía manchada.

Jadeábamos echándonos mutuamente el aliento, yo me limpié la nariz con la mano y me sorprendió ver la sangre, también sangraba detrás de la oreja, pero esto no me interesaba en absoluto, estábamos los dos muy excitados, aunque fingíamos indiferencia, como para reparar en estas cosas.

Yo sabía que él estaba al tanto de lo que me proponía, lo había notado mientras corríamos, y él me comprendía lo mismo que yo a él.

La sangre le impuso un poco, pero con el ademán con que me limpié la mano en el muslo, le di a entender que eso ahora carecía de importancia, a mí no me preocupaba y tampoco él debía preocuparse.

Era una suerte que, gracias al viento, no nos hubieran oído acercarnos, por señas, le indiqué que avanzara un poco más, y se escondiera detrás de un arbusto y también que algo había que hacer con el perro.

Los observamos en silencio desde la espesura.

Pero el perro nos observaba a nosotros, no entendía aquella parada repentina y era de temer que hiciera un movimiento que nos delatara o, incluso, que se pusiera a ladrar en son de protesta.

Y, para que la cosa saliera bien, era indispensable que no sospecharan.

El viento ondulaba la hierba alta del calvero que relucía al sol.

Todo debía seguir como estaba ahora.

Kristian se encontraba cerca del borde inferior del calvero, tenía en la mano una rama larga que, abstraído y con la indolente elegancia peculiar en él, estaba tallando con su cuchillo de monte con puño de marfil del que estaba muy orgulloso y que debía de ser de su padre, cortaba las hojas, seguramente, para hacer un espetero, y Prém, que estaba sentado en lo alto de un árbol no muy lejos de él, le decía algo que el viento no nos dejaba oír claramente.

Algo de unas tablas que tenían que traer.

Kristian no contestaba, sólo levantaba la cabeza con aire distraído y le dejaba hablar, mientras sostenía la rama a distancia y hacía saltar los pequeños haces de hojas con un ligero movimiento del cuchillo.

Entonces me di cuenta de que, hasta aquel momento, nunca los había visto juntos a solas, a pesar de que, por sus indirectas, sus insinuaciones y sus despectivas observaciones, tenía que haber comprendido que eran inseparables, porque, por más que los observaba y especulaba sobre ellos, todo lo que los rodeaba era un misterio, y sus medias palabras me parecían la prueba de su común deseo de pasar inadvertidos; como si sólo existieran ellos dos y un mundo aparte, carente de todo interés, poblado por seres extraños, inferiores y estúpidos; si alguien lograba acercárseles, se avenían a jugar con él, amigablemente y de buen grado, como dos futbolistas bien compenetrados que juegan con el forastero por cortesía y para distraerse; de este modo, su vida en común permanecía oculta, y quizá éste fuera el secreto de su seguridad y su superioridad, que te hacía creer que ellos gozaban de la vida verdadera, la que todos ambicionamos pero que nos está vedada, y vedada ha de permanecer, porque ellos son los guardianes de esta vida maravillosa.

Yo ansiaba esa vida y me mortificaba vivamente no poder tenerla o, por lo menos, participar de ella.

La tienda estaba en el borde de la parte alta del calvero, debajo de los árboles y, a su lado, se veían un balde azul, volcado, el mango vertical de una pala hincada en el suelo, el montón de leña preparado para la hoguera nocturna, la hierba del calvero que se ondulaba, más allá, la mancha roja de una manta de lana, de pie en la parte baja, Kristian que, de vez en cuando, se llevaba una mano a la espalda, como para espantar una mosca impertinente, y, subido al árbol, Prém: el cuadro respiraba una paz y una armonía que casi podían interpretarse como un mensaje secreto, pero yo esperaba descubrir secretos más emocionantes.

Kálmán se agachó sigilosamente, tomó una piedra que estaba junto a su pie y, con un movimiento rápido, la arrojó hacia el perro, apuntando cuidadosamente para no tocarle.

La piedra dio en el tronco de un árbol, y el perro, sin moverse, miró a Kálmán, como si le hubiera entendido pero no supiera a qué venía aquello y movió la cola ligeramente, con reprobación.

Kálmán siseó furioso, le hizo seña de que se largara, que se fuera a casa, que desapareciera, levantó otra piedra con gesto amenazador, aun temblaba y estaba pálido.

Entonces el perro empezó a andar, con paso inseguro y no en la dirección en que Kálmán quería que fuera sino hacia nosotros, pero, de pronto, de sus ojos se borró todo interés por nuestras personas, dio media vuelta y, por más que Kálmán siseaba y amenazaba con la piedra, salió trotando al calvero; lo seguíamos con la mirada sin movernos, lo vimos desaparecer, ahora sólo se adivinaba dónde estaba por cómo su cuerpo interrumpía la suave ondulación de la hierba, por fin, su lomo oscuro surgió allá abajo, a los pies de Kristian, que levantó la mirada y le dijo algo y el animal se paró, dejó que Kristian le rascara la cabeza con la punta del cuchillo y se fue trotando por entre los árboles.

Que Kristian no sospechara, que no mirara en dirección a nosotros, que no indagara de dónde venía el perro, nos produjo un júbilo triunfal, Kálmán dio unos puñetazos al aire y nos miramos sonriendo ampliamente, y resultaba extraña la sonrisa en su cara todavía pálida, él seguía temblando, como si luchara contra una fuerza que no podía descargarse por sí sola y que desafiaba a sus puños con insistencia, o contra una enfermedad desconocida que lo enfebrecía; también el cuello lo tenía más pálido, pero no la piel del cuerpo, que sólo parecía haberse contraído, estremecida, con aquellos cambios, era como si a mi lado tuviera a un desconocido, sensación a la que entonces, a causa de mi propia excitación, no di importancia, porque, ¿qué puede haber en el mundo que un niño no encuentre natural?, ¡y qué puede haber que no comprenda! -el temblor, la palidez, el brillo vidrioso de los ojos habían borrado de sus facciones su expresión plácida y bonachona característica, a pesar de que ahora parecía más robusto y bien formado que nunca y hasta más guapo, aunque quizá sería más apropiado decir que la capa de grasa que tenía bajo la piel que le daba aquel aire bondadoso se había fundido y la vibración nerviosa de sus músculos desnudos hablaba ya de un nuevo Kálmán, más hermoso pero transfigurado, sus tetillas moradas parecían más grandes sobre los músculos del pecho que la fiebre hacía temblar, la boca, pequeña, los ojos, inexpresivos y, en lugar de la naturalidad de siempre, advertía yo ahora una rigidez que acentuaba sus formas anatómicas, una buena razón para reflexionar sobre las leyes de la belleza-; si aún viviera, mi curiosidad acerca de las leyes funcionales de la belleza me haría preguntarle por las causas internas de aquella transformación, pero murió delante de mis ojos, casi en mis brazos, la noche del veintitrés de octubre de mil novecientos cincuenta y seis, un martes, por lo que no puedo sino suponer que su excitación, provocada por nuestra pelea, su derrota y su triunfo despertaron en él sentimientos desconocidos contra los que su cuerpo, precisamente porque eran desconocidos, no pudo luchar; entonces echó a correr y yo fui tras él, y, si es cierto que la idea salió de mi cabeza, no lo es menos que sus músculos fueron los primeros en entrar en acción; corríamos con precaución, buscando a cada tranco un lugar seguro para asentar el pie, a fin de no hacer ruido y dando un rodeo, para que Prém no nos viera desde el árbol.

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