Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Rodeamos el calvero y llegamos a la roca memorable en la que nos habíamos tocado el uno al otro y desde la que, protegida por las matas de espino blanco, Sidonia había visto a Pisti pegar al cobrador y, de la impresión, le había venido la regla. Vista con los ojos de hoy, no es una roca, naturalmente, sino una simple piedra plana, no muy grande, erosionada por el agua y el hielo y cuarteada por raíces, que se desmenuza a capas, y cuando, años después, pasé casualmente por allí, me sorprendió comprobar cómo los niños, en su inocencia, pueden considerar observatorios discretos y escondites seguros lugares tan expuestos y arbustos tan poco tupidos.

Kristian había terminado de tallar la vara y dijo algo que el viento no nos dejó oír, pero en aquel momento Prém, tensando el cuerpo y buscando puntos de apoyo con los pies, empezó a bajar del árbol.

Había llegado el momento, mejor dicho, ya no podíamos esperar más. Yo saltaría primero y Kálmán me seguiría, él ya no podía reprimir por más tiempo su energía acumulada, si le hubiera dejado, se hubiera lanzado a lo bruto, pero yo quería saborear los efectos de la sorpresa.

A grandes zancadas llegamos a la tienda sin ser vistos y, uno tras otro, nos arrastramos al oscuro interior, que era sorprendentemente espacioso, la gruesa lona no dejaba pasar la luz, hacía calor, hubiéramos podido ponernos de pie, pero nos movíamos a gatas, en el aire enrarecido enseguida percibí el fino olor de Kristian, sólo una raya de luz entraba por la abertura del techo medio levantada, oscureciendo más que iluminando el interior de la tienda; chocábamos constantemente con brazos y piernas, cegados tanto por la luz como por la oscuridad, nos arrastrábamos entre los objetos palpándolos ávidamente, aún me parece oír a Kálmán husmear como un animal, pero no puedo encontrar en mi memoria ningún otro detalle, aparte de aquel palpar y arrastrarnos excitados en la oscuridad asfixiante, el brillo de su nuca en la franja de luz oblicua, el jadeo de su respiración; ignoro, por ejemplo, cuánto tardamos en decir algo, creo que no teníamos necesidad de hablar, yo sabía lo que él quería, lo que él haría, y él, lo que quería y haría yo, sabíamos por qué deseábamos apoderarnos de aquellos caros objetos que nos producían un vértigo de alegría, dentro de un momento saldrían volando de la tienda y, no obstante, cada uno de nosotros estaba solo, encerrado en su furor, en lo que nos parecía la auténtica vida secreta de los conspiradores; creo recordar que empezó él, debió de levantar el ala de la puerta y echarla sobre el techo, lo cierto es que la tienda se llenó de luz, eso lo recuerdo claramente, y entonces oí chocar con estrépito contra el suelo la olla que había salido disparada describiendo un amplio arco, yo tenía en la mano una linterna, a partir de entonces, arrojábamos lo primero que encontrábamos, cosa por cosa, no importaba lo que fuera, mientras fuera duro y se rompiera, los objetos estallaban, reventaban, se partían, se astillaban, no había tiempo para escoger, revolvíamos furiosamente en la ropa, prendas de vestir, trapos, sacos, mantas, chocando en nuestro frenesí, porque ya subían corriendo hacia nosotros por el calvero, Kristian, con el palo y el cuchillo; aunque quedaban todavía muchas cosas, yo, incluso en pleno delirio, procuraba que lo más delicado, como el catalejo, el reloj de cocina, el farol que parecía oxidado al tacto, los tenedores, el encendedor y la brújula fueran a parar lo más lejos posible y en las direcciones más diversas.

Yo gritaba, gritaba con todas mis fuerzas llamándole, tiraba de él, había que salir de allí, porque ya empezaban a sonar las pedradas en la lona; Prém corría, se agachaba, lanzaba la piedra y seguía corriendo con una habilidad endemoniada, como si la acción de agacharse y lanzar no le frenara, pero Kálmán estaba ciego, obsesionado, no me oía, y tuve miedo de verme obligado a dejarlo, algo que me parecía imposible, yo empujaba y tiraba de él, pero él parecía no darse cuenta de que ya estaban allí; Prém había adelantado a Kristian, no teníamos tiempo, había que actuar, y, mientras yo salía a rastras por detrás de la tienda y, asiéndome a raíces y ramas, sin dejar de mirar atrás, trepaba hacia la maldita roca para ponerme a cubierto detrás del espino, él se quedó parado delante de la tienda hasta que los tuvo a pocos pasos, mirándolos a los ojos, se agachó y, sin apresurarse, dio la vuelta a la tienda arrancando una a una todas las estacas, las más flojas, de un simple puntapié y, echando a correr a su vez, me siguió.

La tienda cayó en el momento en que llegaban ellos, el espectáculo los dejó atónitos, y si alguna idea tenían de lo que había que hacer, se les olvidó, y se quedaron allí plantados, jadeantes y perplejos.

Bajo el aullido del viento se oía chirriar las piedras que Kálmán hacía rodar con los pies.

La derrota era total y definitiva, por eso no se movían, no gritaban, no podían perseguirnos ni insultarnos, era imposible abarcar todos los daños de una sola mirada, y cualquier movimiento o palabra no hubiera sido sino el reconocimiento del descalabro, sencillamente, no disponían de una reacción a la medida de aquel desastre, una satisfacción más para nosotros; a pesar de nuestra retirada, ahora ocupábamos una posición muy ventajosa en nuestro camuflado otero, mientras ellos estaban en descubierto allá abajo; Kálmán se tendió sobre el vientre a mi lado, para no delatar nuestra posición, y nos quedamos quietos, esperando; era una victoria, sí, pero nadie sabía qué consecuencias podía tener, por eso no diré que nos regodeáramos, al contrario, lo mismo que ellos, calculábamos ahora el alcance de nuestra acción, y yo empezaba a sentirme inquieto, no por la alevosía del ataque ni la ruptura de la amistad, que estaban justificadas, sino porque barruntaba que, con la destrucción de objetos de valor, habíamos cruzado una frontera prohibida, no debimos hacerlo, desde aquí no se podía volver atrás a nuestros juegos habituales, a esto tenía que seguir algo terrible y catastrófico, eso ya no podía considerarse un juego; con la destrucción de aquellas cosas, los exponíamos a una intervención de los padres, de consecuencias imprevisibles y, por muy justificada que estuviera nuestra venganza, los habíamos entregado, por lo que nuestra victoria era una vil traición con la que nos situábamos fuera de la ley, porque no sólo nos habíamos erigido en jueces sino que los habíamos puesto en las manos del enemigo común, y sabíamos que a Prém su padre lo golpeaba todas las noches, y no con la mano sino con el cinturón y con el bastón y, si caía al suelo, con el pie, y el farol y el despertador eran suyos, y cuando los oía romperse pensé que Prém se los habría llevado sin permiso, pero no dejaba de ser una victoria y no íbamos a renunciar a sus momentáneas ventajas por consideraciones morales o la preocupación porque la magnitud de los daños fuera a proporcionarles una superioridad moral que no podríamos soportar.

No se miraban, estaban quietos delante de la tienda caída, Kristian, con el palo en una mano y el cuchillo en la otra, lo que, vista su derrota, resultaba más ridículo que amenazador, las caras, también totalmente inmóviles -no podíamos adivinar si, secretamente, por señas, preparaban un cotraataque-, como si reconocieran que aquello era el fin; Prém apretaba un puño, como si aún sostuviera en la mano la piedra que acababa de lanzar, pero, si ya había acabado todo, ¿qué hacíamos ahora?, yo no sé qué pensaba Kálmán, yo sopesaba las posibilidades de una retirada inmediata, incondicional y silenciosa, teníamos que salir como fuera de aquella situación denigrante, retroceder, abandonar cobardemente el teatro de operaciones y olvidar nuestra victoria lo antes posible, pero entonces Kálmán se alzó bruscamente sobre una rodilla y, como si acabara de darse cuenta de que estaba echado sobre un depósito de municiones, tomó un puñado de piedras y empezó a lanzarlas desde detrás de las matas, sin apuntar. La primera dio a Kristian en un hombro y las otras se perdieron. Y entonces, como impulsados por un mismo resorte pero en direcciones opuestas, empezaron a correr por el claro, el uno hacia la derecha y el otro hacia la izquierda y desaparecieron entre los árboles. Con ello, por un lado dividían el ataque y desconcertaban a los atacantes y, por el otro, disipaban la ilusión de que, en su derrota, no supieran qué hacer.

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