Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Venían de casa de Maja e iban a la de Livia o de Hedi, y pasaban por allí para acortar camino o para dar a Hedi la oportunidad de recoger flores, actividad que ella, con toda franqueza, reconocía que resultaba favorecedora, lo mismo que tocar el cello y, en general, todo lo exquisito, su habitación estaba llena de platitos, jarros y floreros, y todos los días recogía flores frescas pero nunca tiraba las viejas sino que las secaba y conservaba durante mucho tiempo, a menudo mordisqueaba alguna planta, hierba, hoja o flor, no doblaba las páginas de los libros ni utilizaba más señales que flores u hojas secas y, si te prestaba alguna lectura, dentro encontrabas todo un jardín botánico; estudiaba cello y tocaba el voluminoso instrumento con habilidad.
Hedi solía actuar en las fiestas del colegio y una vez me pidió que la acompañara a la ciudad, porque tenía que tocar en un acto de los judíos y no le gustaba ir sola en el tranvía: regresaría tarde, el instrumento era muy caro y, sobre todo, los hombres no la dejaban en paz; su casa estaba en el centro, en la calle Dob, cerca de la sinagoga, era un edificio viejo y oscuro, que tenía en la planta baja un hogar para trabajadores con un patio en el que se lavaban los nombres, pero su madre, a la que yo no conocía, la había puesto a pensión en casa de la señora Hüvös, que vivía en la parte alta, donde el aire era más puro, ya que, al parecer, Hedi tenía un pulmón delicado, y, además, Ia señora Hüvös cultivaba un hermoso huerto y criaba animales de granja, por lo que su comida tenía que ser más nutritiva, pero Hedi me contó que todo eran excusas y que ella estaba a pensión porque su madre tenía un amante, un tal Rezsó Novák Storcz, un tipo «viscoso» al que ella no soportaba; la madre no estaba en casa, pero había dejado una nota clavada en la puerta en la que decía que esperaba a Hedi en el local de la fiesta y la ropa que tenía que ponerse, y si entonces me acordé de todo esto es porque aquella tarde Hedi llevaba el vestido de seda azul marino de Maja y su madre la obligaba a cambiarse; estábamos en el lúgubre rellano, delante de la puerta, y entonces pensé que a su padre se lo habían llevado de allí, imaginé una escena tumultuosa, un cuadro escalofriante: robustos trabajadores del transporte arrastran un cuerpo vivo y real por el descansillo como si de un armario o de un sofá se tratara, brillan los picaportes, las placas y los artísticos timbres antiguos de latón, en las paredes, impactos de bala, desconchados, parches sobre el revoque mugriento y chamuscado, orificios más pequeños de ráfagas de metralleta; era otoño pero aún hacía calor, por entre los tejados entraban oblicuamente los rayos de un sol fatigado, abajo, unos obreros en calzoncillos se echaban agua unos a otros y sus voces resonaban en el patio adornado con adelfas, alguien batía nata, por una puerta abierta se oía una radio, cantaba un coro, Hedi, sujetando entre las piernas el enorme estuche del cello , leía la nota como si se tratara del argumento de una tragedia, la leyó varias veces, palideció, no podía creerlo, pero sería inútil preguntar qué decía el papel y, cuando fui a mirar, se lo guardó y, con un suspiro, levantó el felpudo en busca de la llave.
En el piso, que era grande y fresco, estaban abiertas todas las puertas, y eran blancas; ella fue directamente al baño, el silencio era total, las ventanas de la calle estaban cerradas y cubiertas por gruesos visillos de encaje y cortinajes de terciopelo color burdeos ribeteados de pesadas borlas y recogidos formando drapeados, en aquel piso todo parecía tener varias capas superpuestas, todo era blando y muelle: las paredes estaban cubiertas de un papel con dibujo plateado, sobre el papel había colgaduras oscuras, y, sobre las colgaduras, marcos dorados con paisajes, bodegones y un desnudo iluminado por la llama púrpura de un pequeño fuego que ardía en segundo término, sobre las alfombras, lonas a rayas rojas, sobre las fundas floreadas de las butacas y los sillones, macasares de ganchillo, y en la habitación central, en la que yo me había quedado de pie, esperándola, la araña de cristal, con su funda blanca anudada a ras del techo, parecía la momia de un monstruo hinchado, el orden y la limpieza eran rigurosos e inhóspitos, los cristales, el cobre, los espejos y la plata tenían un brillo impecable, todo había sido restregado sin piedad, no se veía ni una mota de polvo.
Ella tardó en volver, no se oía correr el agua; luego, sonó una cañería, había abierto un grifo, no había ido al baño a hacer pipí sino a llorar un poco, y salió como el que ha hecho una tarea que consideraba inaplazable; esto es el salón, dijo, haciendo como si se enjugara por última vez los ojos, que tenía enrojecidos pero sin lágrimas, y ahí está mi habitación, prosiguió, debía de ser un disgusto que deseaba olvidar cuanto antes y aunque se esforzaba por sonreír, me daba cuenta de que le dolía que la viera en aquel estado y hasta que estuviera allí.
Había quietud en la casa, ella no dijo más, abrió el gran estuche negro, sacó el instrumento y se sentó delante de la ventana, tensó las cuerdas, las pulsó, dio resina al arco y siguió afinando; mientras tanto, yo iba de una habitación a otra, era fácil imaginar que de aquí se hubieran llevado a alguien, pero no que aquel Rezsó Novak hiciera con su madre todas las noches, en el oscurecido dormitorio que daba al patio, algo que «la ponía mala».
Yo había vuelto a la sala cuando ella se puso a tocar. La pieza empezaba con unos tañidos suaves, largos y profundos, me gustaba observar la expresión tensa y ensimismada de su cara, los dedos recorrían el mástil del instrumento, oprimían una cuerda, temblaban haciéndola vibrar, y se oían unos sones quejumbrosos, breves, que iban subiendo de tono hasta alcanzar un nivel en el que ella, trenzando rápidamente las notas agudas y graves, cortas y largas, tenía que desarrollar el tema de la melodía, pero se equivocaba y, tras varios intentos, abandonó, con gesto de contrariedad.
El gesto estaba dedicado a mí, aunque ella hacía como si yo no estuviera.
Apoyó el instrumento en la silla, se levantó, dio unos pasos hacia su cuarto, pero rectificó, volvió atrás, tomó el instrumento suavemente por el cuello y lo guardó con cuidado en el estuche, puso la resina y el arco en su sitio, cerró el estuche y se quedó en el centro de la habitación, sin decir nada.
Yo, no sé por qué, tampoco decía nada, sólo la miraba.
Hoy haría el ridículo, dijo, no era de extrañar que no pudiera concentrarse, no le basta con ir a todas partes con ese bicho repugnante, hablaba en voz baja y temblando de pies a cabeza, por lo menos podía tener el detalle de no llevarlo a su concierto, porque ella sabe perfectamente que la pone frenética tener que verlo; aquello me asustaba, yo nunca había oído hablar de una madre con tanto odio, y sentí vergüenza, como si tomara parte en algo prohibido, y sentí el deseo de protestar; y ella no soportaba, prosiguió, que aquel tipo estuviera allí sentado mirándola, pero no le basta con eso, dijo riendo coi amargura, también tiene que meterse en lo que me pongo, la blusita blanca, naturalmente, Hedi, cielo, y la falda plisada azul marino, sí, ¡para que esté fachosa y cursi a más no poder!, hacía por lo menos dos años que no llevaba aquella blusa ni aquella falda porque le estaban pequeñas, pero su madre hacía como si no se diera cuenta, ¡y es que piensa que así ese cerdo no va a comérsela con los ojos!
Furiosa, se quitó el cinturón y empezó a desabrocharse el vestido; el vestido azul marino tenía botoncitos rojos y también era rojo el citurón, y cuando se hubo desabrochado hasta la cintura y yo le vi la piel del pecho, quise darme la vuelta, porque no parecía que se desnudara por mí, sino porque iba a cambiarse, pero, con un solo movimiento, se quitó el vestido y se quedó delante de mí en la semioscuridad, sólo con las bragas y las sandalias, y el vestido en la mano, vuelto del revés, y la expresión un poco ausente.
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