Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Mientras yo observaba a los escarabajos preguntándome qué podía ocurrirle a Kálmán, él empezó a hablar de pronto, para decir que Kristian le había hecho caer la jarra de la leche de la mano, adrede.
Yo no sabía de qué me hablaba.
Pero él repetía que lo había hecho adrede, que no había sido sin querer sino a propósito.
Yo seguía sin entender qué había hecho Kristian.
Anoche, empezó con un profundo suspiro cuando, por fin, tras repetir varias veces la pregunta, conseguí sacarle del estupor provocado por la intencionalidad de Kristian, había olvidado decírmelo, pero anoche habían dormido en la tienda, sí, aquella gran tienda militar que tenía Prém, y esta mañana él les había subido leche recién ordeñada, y Kristian le había gastado la broma estúpida de decirle que había una mosca en la leche y, cuando él se había inclinado a mirar, el otro, por debajo, había golpeado la jarra, que había caído al suelo y se había roto, y esto nunca se lo perdonaría.
Hablaba completamente en serio, y el viento bramaba con tanta fuerza que yo casi tenía que leerle las palabras en los labios, pero él no me miraba, volvía la cara como si le avergonzara hablar de aquello o como si le avergonzara no poder reprimir la queja, mientras yo, al imaginar la escena de este burdo truco que siempre da resultado, y cómo la leche le saltaba a la cara, no pude menos que reírme.
Era como si con aquello Kristian hubiera querido darme una satisfacción a mí, aunque yo nunca había pensado en tomar revancha de Kálmán.
Pero ahora me parecía que con mi risa me vengaba de él, y era grata la venganza, a pesar de que traicionaba su confianza, pero no pude menos que reírme; en cuclillas junto a los atareados escarabajos, levanté la mirada, era visible la huella que había dejado Kristian en su gran cara inocente y en sus ojos, francos a pesar de la ofensa, y descubrir en su cara la huella de Kristian me complacía tanto que no podía ni quería contener la risa, ¡es una suerte que a veces uno no se dé cuenta de lo que hace!, me abracé las rodillas y me dejé caer en el suelo, revolcándome materialmente de risa, porque Kristian le había tirado la leche a los morros, y la jarra se había caído al suelo y ¡cras!, se había roto a sus pies y toda la leche se había derramado, era en vano que yo viera que él me miraba dolido y desconcertado, ¡y es que él no podía entenderlo!, cómo iba él a entender que Kristian le dominaba y le trataba con tanta crueldad porque él, Kálmán, no hablaba ni entendía este lenguaje, pero yo sí entendía el lenguaje de la crueldad y de la fuerza y no sólo lo utilizaba sino que incluso podría decirse que era lo único que teníamos en común Kristian y yo, el lenguaje de la arrogancia y la fuerza, que seguía siendo nuestro idioma común, aun cuando ejercitábamos nuestros recursos verbales a distancia, y ahora me complacía sentirme unido a Kistian por este lenguaje secreto, a costa de Kálmán.
Dónde estaba la gracia, preguntó, mirándome con sus límpidos ojos azules, dónde estaba la gracia, su madre le echaría una bronca, era una buena jarra vidriada.
¡Y, además, una jarra vidriada!, celebré, riendo con más fuerza todavía, por la pura alegría que provocan el daño y la destrucción, y precisamente porque no sabe uno lo que hace, pero se siente libre en su inconsciencia, ahora se me antojó que tenía que hacer algo más, era muy fuerte la alegría que bullía dentro de mí como para que bastara mi propia risa para manifestarla, ya no era suficiente su mera presencia y el parpadeo de perplejidad de sus pestañas pajizas para alimentar aquella hilaridad que me asfixiaba: en una apoteosis de ruindad, decidí hacerle intervenir activamente en mi fiesta -aparte de que mi risa no era más que un beso en la boca de Kristian- y, mientras me revolcaba por el suelo, al lado del cadáver del ratón, riendo de mi propia risa, le di un golpe en las piernas que le pilló desprevenido y le hizo caer encima de mí.
La risa, la diversión, el beso, el placer de la inesperada venganza acabaron cuando, al caer, él me agarró por el cuello con las dos manos y de su cara se borró por completo la huella de Kristian, y, aunque yo le rodeé el cuerpo con los brazos arqueando la espalda para desasirme, era tan impetuosa la corriente de odio que mi risa había desatado en él que, para contenerla, hacía falta más fuerza y más habilidad de las que yo poseía; inmediatamente comprendí, y fue como el último destello del pensamiento, que tendría que servirme de medios más ruines e indecentes todavía, pero hubiera sido indigno utilizarlos inmediatamente, primero había que pelear, había que acepta las reglas de honor del proclamado estado de guerra, fingiendo valor, arrojo y hombría, pero no conseguía sacudírmelo de encima, me atenazaba el cuello con una fuerza que hacía que en mis oídos se apagara el rugido del viento y la oscuridad se cerrara sobre mí como una lluvia roja; el peso de su cuerpo era insoportable, aunque la presión de sus manos despertó mis fuerzas defensivas, qué eran éstas, comparadas con aquel odio desatado, que ya en el momento de la acometida comprendí que no estaba provocado únicamente por la risa ni por mi persona sino por la ofensa infligida por Kristian, era el reverso de la inocencia, la bondad, la paciencia y la consideración características en él. ¡Quería estrangularme!, hacerme pagar lo que le había hecho Kristian y vengarse por lo de Maja, esto no era broma, quería cortar mi risa para siempre, ahogar en mí a Maja y a Kristian, me oprimía contra el suelo con el peso de su cuerpo, me tenía inmovilizado, yo no podía utilizar las caderas ni los pies para defenderme, pero conseguí que aflojara la presión de sus manos un momento y aproveché el respiro para darle un cabezazo en la frente, nuestros cráneos chocaron con un ruido seco, vi una lluvia de centellas, quedé atontado y no sólo perdí la ventaja de la sorpresa tan esforzadamente conquistada, sino que salí perdiendo porque entonces él, para inmovilizar mi cabeza, me hundió el codo en la cara, de manera que, para liberarme, yo no podía retorcerme más que hacia un lado, su brazo me apretaba la cara contra el suelo, la nariz me sangraba y mi boca abierta estaba al lado del ratón muerto.
No sé qué lugar ocupan en las estadísticas del crimen los asesinatos cometidos por niños, pero estoy seguro de que Kálmán quería matarme, mejor dicho, no creo que lo quisiera, que le moviera un propósito concreto, quizá una agresividad brutal lo cegaba, y, de no haber sentido yo el ratón tan cerca -lo tenía prácticamente en la boca-, si esta humillación, que distinguía esta pelea de nuestras riñas habituales, no hubiera movilizado esos instintos profundos que, ante la inminente derrota física, siguen buscando una salida, estoy seguro de que hubiera acabado conmigo, no sé cómo, quizá estrangulándome o aplastándome el cráneo con una piedra que tuviera a mano; a pesar de que la causa no era grave, el calor de la lucha lo ofuscaba, el control de la razón había dejado de funcionar, y lo que había empezado como chufla, broma y baladronada infantil, se había convertido en un momento en una lucha a muerte, una situación límite en la que la mente puede despertar fuerzas físicas desconocidas porque prescinde de toda consideración moral, no se para a decidir si lo que es posible es lícito y, por lo tanto, no contempla las posibilidades del cuerpo desde el punto de vista de la moral convencional sino oclusivamente desde el de la mera supervivencia, y éste es sin duda un instante extraordinario y crucial en el que parece que Dios mira hacia otro lado, un momento estelar a la hora de la remembranza, aunque el que recuerda, por inevitables fallos de la memoria, no puede evocar decisiones, preguntas y respuestas concretas del diálogo interior, aparte las imágenes caóticas del alma y la maraña de los sentimientos; a partir de este momento, la mente no tiene más objeto que el cuerpo y por ello tampoco tiene voluntad, no queda nada más que la forma escueta que, en sí misma, sin el conocimiento, ya no es la nuestra, o más exactamente, por lo que se refiere al control de las cosas, ya no es la nuestra, es ella la que decide y dispone en lugar nuestro, y sin duda no es casualidad que los poetas canten con tanto fervor la relación entre el amor y la muerte, porque nosotros en ningún momento percibimos con tanta claridad el derecho de autodeterminación de nuestro cuerpo como cuando luchamos por nuestra vida o cuando experimentamos el éxtasis amoroso, es la percepción del estado más arcaico del cuerpo humano, a partir de ahí el cuerpo no tiene historia ni Dios pierde su peso y su contorno, no se ve en ningún espejo, ni lo desea, se convierte en un punto luminoso en perenne explosión en la infinita negrura interior; por ello no quiero dar a entender que en aquel momento yo pensara lo que hacía, no, aquellos simples movimientos, reveladores de numerosos defectos de mi carácter, los reconstruyo ahora a partir de los vestigios de mero sentimiento que quedan en mi recuerdo, y si hablo de defectos es porque, al mirar atrás, sin yo quererlo, interviene el inevitable criterio moral, lo cual en realidad no es más que una deformación de los hechos, análoga a los juicios que emitimos después de las grandes guerras, con los que ennoblecemos lo que es vil clasificándolo por las categorías morales de valor y cobardía, honor y deshonor, lealtad y deserción, porque es nuestra única posibilidad de recuperar, asumir y situar este período inmoral, este estado de excepción, en la aburrida monotonía de lo cotidiano; si en aquel momento de angustia yo hubiera cerrado la boca, hubiera mordido el ratón y la sangre de mi nariz hubiera caído sobre él, pero la imagen que yo ofrecía debía de ser tan insólita, repugnante y hasta quizá traumática, que, durante una fracción de segundo, él aflojó la presión de su mano y percibí en él una cierta vacilación, lo que, no obstante, no me brindó una verdadera posibilidad de zafarme, sino que abrió sólo una rendija al alma, para que descubriera la total derrota del cuerpo; no, en aquel instante yo no pensaba en Maja, aunque esta derrota también podía significar una pérdida irreparable frente a ella, pero ¿dónde va a refugiarse el alma para salvarse sino en lo último a lo que ha renunciado? En la risa, yo tenía que volver a reír, con desmesura, con ganas, y de esta risa nueva y frenética que hacía burla de su ansia asesina, de su victoria y de su fuerza, que me hacía volver a sentir su piel, y el calor de su cuerpo desnudo, de esta risa malévola y pérfida nació el movimiento inmediato, las cosquillas y, por la alegría del efecto conseguido, mi boca se cerró sobre el cadáver del ratón; en este momento, él me asió la cabeza con las dos manos y la golpeó contra el suelo, pero no me importó, mi alma rastrera me había dado la clave para resolver la situación, yo le hacía cosquillas y me reía, mientras me ahogaba y escupía; él, para sujetarme las manos, hubiera tenido que rodar de encima de mí, y esto equivalía a renunciar a la victoria, pero tampoco podía soportar las cosquillas, cuatro veces por lo menos me golpeó la cabeza contra el suelo -me pareció que una piedra afilada me cascaba el hueso detrás de la oreja- y entonces empezó a gritar, ¡y cómo gritaba!, el furor ponía en su garganta un aullido triunfal que, en el apogeo de su victoria, se quebró en una risa chillona, porque no sólo su piel, su cuerpo arqueado y sus músculos tensos se resistían a la risa, también sus alaridos tenían el propósito de intimidarme, él trataba de defenderse de esta risa inoportuna, pero cuando su cuerpo se irguió, huyendo de mis dedos, yo pude por fin repetir mi fallido intento y escurrirme de debajo de él empujándolo con las caderas y golpeándolo con los pies, y él, debilitado por las cosquillas, se dejó expulsar jadeando y gimiendo y los dos rodamos, entre gritos y risas, del camino a los matorrales, mientras el perro aullaba, ladraba y arañaba y mordía el aire, y esto decidió el resultado de la pelea.
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