Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Ni lo miró.

Fue agradable oír aquel estallido, el tubo se hizo añicos.

Después me parecía haber pasado de la plena lucidez a este placentero estado o haberme extraviado en mis pensamientos, aunque hubiera podido decir en qué pensaba ni si pensaba en algo; con el embotamiento de la embriaguez conocí la nueva sensación de pensar sin pensamientos, y ni me di cuenta de cuándo se levantaba, sacaba el barreño y echaba en él el resto del agua caliente.

No es que la escena fuera borrosa, sólo tan lejana que no me interesaba.

Él seguía echando agua.

Yo quería pedirle que acabara de una vez.

Tampoco me había dado cuenta de que ya era otra agua la que estaba echando en el barreño.

Del cubo.

Tampoco le vi tirar el calzoncillo al suelo y meterse en el barreño, el jabón se le escurrió de la mano y fue a parar debajo del armario de la cocina.

Me pidió que lo recogiera.

Por la voz se notaba que también él estaba borracho, y eso me hizo reír, pero no podía levantarme.

Cuando por fin lo conseguí se oyó un chapoteo y él pudo enjabonarse.

No la tenía tan grande como la de un caballo, sino más bien corta y gruesa, siempre se le marcaba debajo el pantalón, con los testículos altos; ahora se la enjabonaba.

Yo seguía allí de pie y en aquel momento descubrí que me dolía no saber quién era mi amigo en realidad.

No sé cómo fui de la mesa al barreño, debió de llevarme la intención sin que yo me diera cuenta del tiempo ni del movimiento invertidos en el trayecto, sólo recuerdo que me encontré delante de él, pidiéndole el jabón con un ademán.

Era esa compenetración que está más allá de cualquier pasión erótica que yo ansiaba alcanzar también con Kristian, ese sentimiento fraternal, casi neutro, que nunca tuvieron mis relaciones con él y que, sin embargo, es tan natural como la vista, el olfato o la respiración, el don del amor sin sexualidad; y por ello quizá no sea exagerado decir que sentía un cálido agradecimiento, sí, me sentía agradecido y humilde, porque de él había recibido lo que en vano había esperado del otro, pero no había humillación en mi sentimiento porque no tenía que estarle agradecido a él, sino sólo a la circunstancia de que él estuviera aquí y yo también.

Me miró vacilando, su cabeza se movía a derecha e izquierda buscando mi mirada sin encontrarla y, sin embargo, me entendió enseguida, porque me puso el jabón en la mano y se agachó.

Yo le mojé la espalda y se la enjaboné bien.

Yo sabía que si Prém había dicho aquella estupidez era porque él la tenía muy grande; a veces Kristian le ordenaba que nos la enseñara y nosotros la mirábamos mudos de asombro y luego casi reventábamos de risa, por lo grande que era.

Yo sentía una felicidad inenarrable porque Kálmán, a pesar de todo, fuera amigo mío.

Su espalda enjabonada olía a establo y la aclaré bien.

Prém había dicho aquello para que Kálmán no se acercara a mí y siguiera siendo amigo suyo.

Pero el jabón se me escapó de la mano y cayó en el barreño, entre sus piernas.

Tuve que salir a respirar, del asco que me daba Prém.

Pisé una cosa blanda.

Sentí una náusea.

El perro dormía plácidamente, tendido en el porche. Yo tenía las manos llenas de jabón.

Me eché en el suelo, alguien había apagado la luz, estaba oscuro.

Las estrellas habían desaparecido, la noche era silenciosa y asfixiante.

Durante mucho rato, sólo pensé que tenía que irme a casa, nada más, sólo que tenía que irme a casa.

A lo lejos parpadeaban relámpagos y retumbaban truenos.

Y ahora las piernas me llevaban, la cabeza tiraba de mí, los pies tanteaban un camino que nadie sabía a dónde conducía.

El trueno anunció la llegada de los relámpagos, el aire se alborotó y el viento aulló en las copas de los árboles.

Mi boca sintió algo duro y frío, con sabor a herrumbre y comprendí que había llegado a casa; entre los árboles, la familiar ventana iluminada y aquí, entre mis labios, el hierro de la verja.

Como el que entra por primera vez en un lugar bien conocido, como si ya hubiera visto lo que tan extraño le parece.

Yo tenía que descubrir ante todo dónde estaba.

Entre el viento fresco que aullaba, empezaron a caer unos goterones tibios, que cesaron y luego volvieron.

Me quedé un rato echado a la luz de la ventana abierta, deseando que nadie me encontrara nunca.

Por encima de la pared, veía los relámpagos.

No tenía ganas de entrar porque yo odiaba aquella casa, y sin embargo debía ser mi único refugio.

Aún hoy, mientras me esfuerzo por rememorar el pasado con ecuanimidad, me resulta difícil hablar objetivamente de la casa bajo cuyo techo las personas se habían alejado tanto unas de otras, estaban hasta tal punto consumidas por su proceso de desintegración física y moral, tan abandonadas a sí mismas, que ni advertían la ausencia de un miembro de la llamada unidad familiar, el hijo.

¿Por qué no se habían dado cuenta?

Debía de ser tan poco lo que me echaban de menos que ni yo mismo me daba cuenta de que vivía en un infierno de ausencias, de que para mí el mundo era un infierno de ausencias.

Dentro se oían leves crujidos del parquet, un chasquido, pequeños rumores, como si alguien buscara algo, golpecitos y arrastrar de pies.

Estaba debajo de la ventana del abuelo.

Él vivía de noche y dormía de día, por la noche deambulaba por la casa y durante el día daba cabezadas en los sillones o dormía en el sofá de su habitación, a oscuras, y con esta inversión del tiempo se mantenía apartado de todos.

Si yo supiera cuándo empezó aquella desintegración múltiple, o si había tenido un principio, y cuándo y por qué se había enfriado nuestro espacioso nido familiar, podría contar muchas cosas acerca de la naturaleza humana y, desde luego, también del tiempo que me tocó vivir.

Pero no me hago ilusiones, yo no poseo la vasta sabiduría de los dioses.

¿Fue, quizá, la enfermedad de mi madre?

Sin duda, éste fue un importante punto de inflexión en el proceso, aunque, curiosamente, a mí su enfermedad me parecía más la consecuencia que la causa de aquella desintegración; en todo caso, también su enfermedad fue cubierta por el velo de la falsa naturalidad con que se enmascaraban el estado de mi hermana pequeña y los ataques de asma del abuelo, de los que la abuela decía en confianza que ni el tratamiento médico, ni la dieta, ni la puntual administración de los medicamentos servían de nada porque todo era puro histerismo.

Y que lo único que necesitaba era un cubo de agua fría.

Acerca de las formas físicas de esta degeneración no merece la pena hablar, como tampoco de que la abuela no dirigía la palabra al abuelo que, a su vez, muy raramente hablaba con mi padre, convidan día tras día sin saludarse siquiera, hacían como si no se vieran, a pesar de que la casa en que vivía mi padre pertenecía al abuelo.

Ni aún hoy podría afirmar si para ser feliz es preferible saber o ignorar; pero a pesar de que yo procuraba habituarme a estas mentiras, adaptándome al sistema y hasta contribuía con mis propios engaños a su buen funcionamiento, a pesar de que desconocía su origen y ni siquiera sabía cuál era su finalidad ni qué era lo que se pretendía tapar, no dejaba de darme cuenta de ciertas cosas: sabía, por ejemplo, que la enfermedad del abuelo era auténtica y grave, que cualquier ataque podía ser mortal y, como la abuela observaba los ataques con indiferencia y sin auxiliarle, me parecía que ella estaba esperando precisamente que se muriera; también sabía que la enfermedad de mi hermana era incurable, que había nacido con el cerebro dañado irreparablemente, pero el remordimiento por las circunstancias de su nacimiento o, quizá, de su concepción, es decir, la causa del mal, si la había, habían inducido a mis padres a sellar un pacto para encubrirla, y no perdían ocasión de manifestar su confianza en una curación, tratando con ello de proteger un secreto que nadie debía descubrir; en nuestra familia era como si cada cual se sirviera de la mentira para tener en sus manos la vida de los demás; sí, y por un movimiento casual descubrí también que mi madre no guardaba cama porque estuviera convaleciente de una operación de vesícula.

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