Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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En la cima, bordea el bosque una vieja carretera y, unos pasos más allá, está la calle Felho, donde vive Hedi, frente a la oscura escuela, en una casita amarilla, en la que, a esa hora, la tía Hüvös acostumbra a cerrar las cortinas antes de encender la luz.

Desde la ventana de Hedi se ve la ventana de Livia.

Tomé el camino bajo.

Por muy tarde que llegara a casa, nadie me preguntaba dónde había estado.

Aquí el bosque clareaba y ya se divisaba el tejado un poco combo de casa de Csuzdi, estaba encendida la lámpara del porche, que proyectaba pálidos haces luminosos hacia la oscuridad del bosque; el efecto era amable y tranquilizador y ponía de manifiesto la agradable soledad del paraje; cuando regresaba por aquel camino, podía estar casi seguro de encontrar a Kálmán todavía fuera.

Aún estaba lejos cuando su perro negro ladró una vez en el silencio. La casa se levantaba en el centro de un terreno rectangular ganado al bosque, entre un campo de maíz en la parte más alta y un huerto en la más baja, la finca se llamaba la Granja del Bosque y constaba de una antigua y bella casa construida al estilo de las granas vitícolas de Suabia, con paredes entramadas, tejado inclinado y una amplia galería de madera que recorría su sencilla fachada, en la ue había una puerta de doble batiente por la que se bajaba a la bodega; frente al largo edificio, al otro lado del espacioso patio pavimentado de ladrillos, había una casa parecida, también de paredes entramadas pero más baja, que servía de establo, garaje y porquera, el patio estaba rodeado por un seto y tenía en el centro un nogal de gran envergadura y, en un ángulo, un prieto pajar; hoy nos parece increíble, pero entonces aún quedaban en las laderas rocosas y arcillosas de los montes de Suabia viejas casas de labranza que, aisladas del mundo, apuraban sus últimos años de existencia.

El perro vino a mi encuentro trotando perezosamente hasta la valla, pero no ladró ni saltó encima de mí como acostumbraba, sino que se quedó mirando fijamente hacia adelante, distraído, moviendo la cola ligeramente como para darme a entender que ocurría algo anormal, luego dio media vuelta y me guió por el patio con paso mesurado.

Aquí era más alta la temperatura, las piedras despedían el calor del sol y el espeso seto cortaba el paso al aire fresco del bosque.

Por aquel entonces aún había en la granja un caballo, dos vacas, cerdos, gallinas y gansos; en el palomar, situado encima del pajar, sonaban arrullos, y, desde un nido del alero, una pareja de golondrinas practicaba vuelos en picado por relevos, volvía una y salía la otra; a aquella hora llenaban la granja los sonidos que hacían los animales al disponerse para el descanso, y el aire caliente y quieto estaba impregnado de un penetrante olor a orina, excrementos y estiércol en fermentación.

Sorprendido, seguí al perro, la luz amarilla de la lámpara de petróleo destacaba de un modo extraño en el crepúsculo azulado; Kálmán estaba en la puerta del establo, mirando lo que alumbraba la lámpara que sostenía en alto.

Estaba inmóvil, con la frente apoyada en el travesaño.

La llama parpadeaba y humeaba dentro del tubo de vidrio, y la lengua de luz amarilla le lamía el brazo, la espalda y el cuello desnudos.

Desde la primavera, nada más llegar de la escuela, Kálmán se quitaba los zapatos, la camisa y el pantalón, y hasta bien entrado el otoño no llevaba más que un calzoncillo largo negro que, como había tenido ocasión de observar, no se quitaba ni para dormir.

Dentro del establo sonó un gruñido ronco que se trocó en chillido estridente, se cortó bruscamente y, al cabo de unos instantes, se repitió con idéntica secuencia.

Pero Kálmán no estaba ridículo con su calzoncillo negro, sus robustos muslos y musculosas nalgas lo llenaban por completo, y la tela, gastada y desteñida por los muchos lavados, acomodaba sus pliegues al cuerpo, se tensaba sobre el vientre y formaba una bolsa en la entrepierna, dándole total libertad de movimientos y amoldándose como una segunda piel, de manera que tenías la impresión de que estaba desnudo.

El perro se paró, indeciso, delante del establo, agitó la cola una vez y, como si acabara de tomar una decisión, se acercó a Kálmán, se sentó sobre los cuartos traseros y bostezó nerviosamente.

En una pocilga separada del resto yacía de costado una cerda enorme, Kálmán sostenía la lámpara tan arriba que el marco de la puerta cortaba la luz, por lo que, en el primer momento, no pude ver más que unas tetas hinchadas, esparcidas en el enlodado suelo y un anca vuelta hacia nosotros, los sonidos venían de la oscuridad. Iba a preguntar qué ocurría, pero no pregunté. Era inútil hacer ciertas preguntas a Kálmán, porque no contestaba. Ya debía de llevar mucho rato allí de pie, por eso había apoyado la frente en el travesano, miraba fijamente hacia el establo con aparente indiferencia, pero yo le conocía lo bastante como para saber que en él esto era síntoma de una tensión próxima al punto de ruptura o de explosión.

Y cuando me situé a su lado y miré hacia donde miraba él, poco a poco, a la media luz del establo, descubrí el morro de la cerda y luego los ojos; se oía un gruñido, la brusca interrupción de la respiración, el silbido del aire en las fosas nasales que se dilataban y contraían y un chillido agudo; de vez en cuando, el animal parecía querer levantarse, pero era como si sus cortas patas no encontraran el suelo, como si una fuerza superior lo sujetara, y su gruesa piel se estremecía, temblaba sobre las capas de grasa del cuerpo que se debatía, y sus esfuerzos hacían que toda la musculatura tremolara espasmódicamente; Kálmán, sin mirarme, me puso la lámpara en la mano y saltó a la porquera.

Yo toqué accidentalmente el cristal, que estaba muy caliente, hice oscilar la lámpara, la mecha se mojó de petróleo y empezó a humear, y la luz se oscureció.

Kálmán parecía asustado, porque, aunque estaba decidido a todo, se apretaba contra la pared.

Quizá temía que la cerda le mordiera.

Extendió una mano y rascó al animal en la base de una oreja, para tranquilizarlo y, aunque la cerda gruñó con rabia, él le apretó hábilmente la cabeza contra el suelo mientras, con la otra mano, palpaba el abultado vientre y el ijar hundido y le daba unos golpes nada suaves, a lo que el animal enmudeció, expectante.

Entonces Kálmán hizo otro curioso movimiento; hasta aquel momento, yo no había advertido, bajo los oscuros pliegues del ano contraído de la marrana, la hendidura vaginal abierta por la que asomaban unos labios carnosos y sonrosados, limpios, tersos, sedosos y relucientes que se apoyaban en las ancas embadurnadas de excrementos y orina; con precaución, Kálmán pasó el dedo por aquel cráter vivo y el ano del animal se estremeció con la misma delicadeza con que Kálmán lo tocaba, pero entonces Kálmán retrocedió rápidamente y, con un movimiento involuntario, se limpió el dedo en el muslo.

El animal parecía observarnos.

Kálmán me quitó la lámpara de las manos con un movimiento de impaciencia; los ojos de la cerda desaparecieron de nuevo en la oscuridad, se quedó tranquila unos instantes, sólo en los establos contiguos se oían gruñidos y pateos inquietos, y él volvió a apoyar la frente en el astillado travesaño de la puerta.

Hace más de una hora que ha roto aguas, dijo.

Hubiera sido una estupidez preguntar qué aguas.

Mira que dejarlo solo, completamente solo, dijo, y la voz salió de su garganta con tanta fuerza que hasta la mano que sostenía la lámpara tembló y el vidrio golpeó el travesano, fue un sollozo de rabia y desesperación, pero su cuerpo seguía rígido, la tensión no dejaba brotar las lágrimas, quiso tragar saliva, pero sólo pudo sollozar, mira que dejarlo solo, repitió, y ellos lo sabían, lo sabían y lo habían dejado solo, canallas.

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