Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Su espeso cabello castaño oscuro iba secándose al calor de la tarde, cuando me aposté detrás del boj, todavía lo tenía mojado y pegado a los hombros y la espalda -llevaba una camisola de lino blanco y enagua con puntillas, la camisola se abrochaba delante, con ganchitos, le aplastaba los robustos senos y dejaba al descubierto la espalda, los redondos hombros y los gruesos brazos -y mientras la hamaca, con su ritmo desigual, oscilaba entre sol y sombra, poco a poco se iban despegando los cabellos, empezando por los lados, y volaban con el vaivén.

Hasta que, por fin, llegaron a la parada de fin de trayecto, siguió contando, aunque ella no sabía que era el final, a pesar de que el cobrador, que llevaba mucho rato sentado delante de ella, se había levantado, y también el otro hombre se había levantado, para apearse pero seguía mirando, ¿qué pasaría?, no tenía mal aspecto, iba bien trajeado, con camisa blanca y sombrero negro, y llevaba un paquetito, seguramente de comida, porque estaba un poco manchado de grasa, pero tenía cara de hambre, aunque no de borracho, y entonces el cobrador le dijo a ella que aquello era el final y que era una lástima que tuvieran que separarse, pero ella le miró riendo, ¿quién decía que tuvieran que separarse?, ella podía volver en el mismo tranvía.

Aquí las dos soltaron una carcajada breve, seca y vibrante, fue como un choque de dos risas que, sobresaltadas, cesaron bruscamente; Maja dejó de empujar la hamaca, se arrebujó la falda entre los muslos con movimiento rápido y, sentada como estaba, tensó el cuerpo y lo inclinó hacia adelante; la hamaca siguió moviéndose, ahora más despacio, columpiando sola el cuerpo de Sidonia en el silencio, y entonces me pareció haber descubierto su más íntimo secreto, porque, a pesar de que las conocía, me daba la impresión de que las veía ahora por primera vez; era como si Maja atrajera y alejara a Sidonia con la mirada, imprimiéndole el balanceo sin tocarla y Sidonia, a su vez, con la ligera oscilación de su mirada, quisiera mantener a Maja en aquella inmovilidad hechizada, pero no se asían sólo con la mirada, también sus rostros se habían inmovilizado en aquella risa fugaz, áspera y burlona, con los labios abiertos y mudos, los ojos redondos y las cejas arqueadas, porque, con todas sus diferencias, su secreto las hermanaba y asemejaba.

Y cuando la hamaca casi se había parado ya y sólo oscilaba un poco, Maja la empujó con las dos manos, con una violencia en la que había saña y hasta perversidad, pero no contra Sidonia, al contrario, parecía querer expresar su solidaridad con ella que, lanzada otra vez hacia la luz, siguió hablando con su voz cargada de picardía, ahora en tono más alto.

Que durante el trayecto de vuelta el cobrador había estado hablando sin parar, pero ella no había pronunciado ni una sílaba, sólo escuchaba y le miraba a los ojos redondos, y se había levantado varias veces para cambiar de sitio, y el cobrador siempre la seguía, pero lo hacía sin darse cuenta, se iba tras ella hablando sin parar, porque durante mucho rato no había subido nadie, y le había contado que también él era del campo, que vivía en una barraca, que le gustaría saber cómo se llamaba -ella no se lo había dicho, desde luego-, que se había enamorado de ella nada más verla, que siempre había buscado a una muchacha como ella y que no tuviera miedo de él, y que iba a serle sincero, hacía una semana que había salido en libertad, había pasado año y medio en la cárcel y durante todo aquel tiempo no había estado con ninguna mujer, pero podía creerle, él era inocente, era hijo único y su madre tenía un amigo, un borracho y un holgazán, con el que ya había roto, pero con aquel tipo había tenido una niña, y él quería a su hermanastra más que a su propia vida, su madre estaba muy enferma, la pobre sufría del corazón, y a su hermana la había criado él, era una niña rubia y dulce, pero aquel sujeto, cuando se le acababa el dinero o no tenía donde dormir, se presentaba en casa, aporreaba la puerta y más de una vez les había roto el cristal de la ventana, pero, si le dejaban entrar, pegaba a la madre y la llamaba golfa y, si él trataba de defenderla, también le pegaba, porque el muy cafre era un gigante, y una noche, cuando ya habían bañado y acostado a la pequeña y él estaba fregando los cacharros, el tipo se había presentado y las cosas habían empezado como siempre, ellos que no querían abrir y él que gritaba, y los vecinos que protestaban que aquello era intolerable, hasta que su madre había abierto la puerta, y cuando entra él la madre retrocede hacia la mesa, se apoya en ella, su mano tropieza con un cuchillo que había quedado allí encima -no era muy grande pero estaba afilado, porque él siempre afilaba los cuchillos en casa-, lo agarra y se lo clava al canalla, y él, para que su hermana no se quedara sin madre, cargó con la culpa, pero durante el juicio se descubrió que no había sido él, porque la puerta estaba abierta y los vecinos habían visto lo ocurrido, y por eso lo condenaron sólo a un año y medio por encubrimiento y falso testimonio, y le suplicaba que no se fuera sin darle su dirección o quedar para salir, porque no podría olvidarla y siempre pensaría en su hermosa cara.

Maja se levantó -de pie podía hacer más fuerza-, dio dos pasos atrás, separó las piernas y empujó la hamaca violentamente, como si quisiera hacer dar la vuelta a Sidonia, lo que era imposible, desde luego, los manzanos crujieron y gimieron, las hojas temblaron, la hamaca se elevó hacia el sol y bajó impetuosamente, arrastrada por el peso de Sidonia que, con el aliento entrecortado por el vértigo, gritó «otra vez».

Si tanto deseaba verla, que el sábado por la tarde, con ese mismo tranvía fuera hasta la plaza Boráros y allí tomara el seis; él tenía servicio el sábado, ¡pues que cambiara el turno!, con el seis debía ir hasta la plaza Moskwa, tomar un cincuenta y seis hasta el cremallera y subir hasta la vía Adonis, allí, al final de la tapia de la primera casa, encontraría un camino que va al bosque, no podía perderse, no tenía más que buscar los tres pinos, cruzar el bosque hasta llegar a un gran claro y esperarla allí.

Sólo que se había citado con Pisti a la misma hora, chilló con énfasis.

Al tal Pisti también yo lo conocía.

Que a ver qué hacían entonces aquellos dos.

Maja estaba tensa de excitación, se adivinaba que no resistiría mucho más, que buscaría un pretexto para escapar de la historia de Sidonia, le dio otro empujón y enseguida se tapó la cara con las manos como si tuviera que reír con la misma vehemencia con que había gritado Sidonia, pero no profirió sonido alguno, estaba simulando, simulaba aquella risa ante sí misma y ante Sidonia, la hamaca seguía oscilando por inercia, pero ahora, puesto que había empezado, tenía que seguir fingiendo y, oprimiéndose el vientre con las manos, se retorcía con una risa muda y convulsa, se dejó caer al suelo y miró fijamente a Sidonia como si, de la risa, fuera a orinarse en las bragas.

Tenía la piel de la cara y el cuello pálida y moteada, y el cuerpo casi hundido en la hierba espigada, yo sabía que estaba muerta de vergüenza, pero en ella podía más la curiosidad, y miraba a Sidonia con la boca abierta y los ojos brillantes como si, al tiempo que le suplicaba que tuviera compasión, la instara a seguir hablando.

Sidonia, sin esperar a que se parara la hamaca, se incorporó y, agarrándose a las cuerdas con las dos manos, empezó a columpiarse dándose impulso con sus pies descalzos, hasta que, del esfuerzo, se le tiñó de rojo la frente, fruncida con expresión boba, pero ahora mantenía la voz baja y enseñaba los dientes en una sonrisa constante que parecía mortificar a Maja.

Cuando llegó, Pisti ya estaba esperándola, pero ella se escondió allí donde el camino baja en pendiente pronunciada, en aquella roca plana rodeada de arbustos donde siempre hay algún condón; Maja conocía el sitio, desde allí podías verlo todo sin que te vieran desde abajo; se puso en cuclillas en la piedra plana, no se sentó para poder salir corriendo si ocurría algo; Pisti no iba de uniforme, llevaba camisa blanca y traje azul marino -si hasta ahora no había dicho nada de aquello a Maja era por miedo a que tuviera malas consecuencias-, así que Pisti estaba tendido en la hierba, fumando, cori la chaqueta al lado, doblada, porque era muy aseado, pensaban ir al baile, pero pasaba el tiempo y no ocurría nada, aunque Pisti no parecía impaciente, y no se oía nada, de modo que él no podía imaginar que ella se acercara, pero el sol calentaba y había una mosca pesada, porque se la espantaba una vez y otra, y ella, escondida en la roca, se aguantaba la risa, pero no podía reír, y ya no creía que el cobrador se presentara, porque ya hacía rato que había oído llegar y marcharse el cremallera, pero llegó al cabo de una hora, con el cremallera siguiente, Pisti fumaba sin parar y espantaba las moscas, y ella al final tuvo que sentarse en la roca.

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