Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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A pesar de todo, no podía olvidarme del grabado.

Como el que, para resolver un misterio, debe considerar no sólo las pruebas concluyentes sino también factores adversos, yo debatía conmigo mismo diciéndome que, en efecto, el personaje era tan hermoso como Eros, su belleza me cautivaba, pero no era Eros, y, aunque estaba triste como Hermafrodita, no podía ser éste, porque sostenía en las manos el caramillo de Pan y la vara de Hermes, no obstante, agregaba, aportando un nuevo argumento para el enigma, mientras contemplaba complacido su falo, dibujado con el primoroso trazo de una miniatura, Pan no podía ser, porque el potente dios fálico nunca es representado en postura tan indecorosa, con los muslos abiertos y en posición frontal, ¡nunca!, siempre lo vemos de lado o en una postura que oculta el miembro a la mirada; y es lógico, porque desde la punta de los cuernos hasta las pezuñas es el falo personificado, por ello sería absurdo y hasta ridículo que alguien quisiera decidir, con mediocre criterio humano, si hay que representar el falo grande o pequeño, moreno o blanco, delgado o grueso, o decidir si debe colgar flácido junto a los testículos o erguirse como una maza encarnada; el de mi grabado era un apéndice pequeño y delicado, inocente como el de un recién nacido, suave y sin vello como el resto del cuerpo, de piel tersa y reluciente de ungüento, y cuando ya nada más podía sopesar, porque no había en el grabado detalle que no hubiera examinado minuciosamente a simple vista y con la lupa, ni alusiones que no hubiera tratado de aclarar con ayuda de textos bien documentados, sustrayéndolas a la oscuridad de mi ignorancia y falta de erudición, y cuando al fin comprendí que me era completamente indiferente quién estuviera representado en aquella pintura, y que no era la historia lo que me interesaba -las leyendas de Apolo, Hermes, Pan y Hermafrodita se confundían en mi cabeza lo mismo que todo lo que yo tenía el propósito de contar de mí mismo, y bien está que así sea-, ni me interesaban sus cuerpos ilusorios sino la circunstancia de que el objeto de mi proyectada narración parecía idéntico al tema de la pintura y que quizá donde mejor podría apreciarse este tema fuera en sus miradas, las miradas que, si bien objetivamente se fijan en el cuerpo, trascienden de lo meramente corpóreo, pero, sea como fuere, para poder hablar de eso, yo tenía que situarme en el lugar hacia el que miraba el muchacho, hacia el que miro también yo, el bosque, para ver quién está allí, entre los árboles, a quién ama él tan desesperadamente, mientras otra criatura le ama a él con igual desesperación, ¿y por qué tiene que ser así?, ¿por qué? -con lo que volveríamos al punto de partida-; yo no podía, pues, dar mayor calado a las sin duda banales preguntas de mi vida, con ayuda de unos frescos de la Antigüedad, no hay manera, así que mejor dejarlo y hablar a cara descubierta de lo que nos atañe, de nuestro propio cuerpo y nuestras propias miradas, este mero pensamiento me hacía estremecerme, pero entonces, de pronto, descubrí algo para lo que hasta aquel momento había estado ciego, algo que en vano había buscado mirando con lupa las pantorrillas, los dedos de los pies, los brazos, la boca, los ojos y la frente del muchacho, comprobado con la regla la dirección de su mirada y hasta tratado de determinar con complicados cálculos el lugar en el que se hallaba aquel ser misterioso, sencillamente, no me había dado cuenta de que no eran dos rizos de pelo lo que tenía en la frente sino dos cuernecillos, así que teníamos delante a Pan, con toda seguridad y sin lugar a dudas, sólo que a mí había dejado de interesarme este dato.

Y también el bosque.

Cuando, al anochecer, me situaba en la ventana de mi alojamiento de la Weissenburgstrasse fingiendo ante mí mismo una cierta abstracción y preparado para esconderme detrás de la cortina, a fin de no tener que avergonzarme de estar espiando, y poder presenciar con tranquilidad una escena que tenía lugar dos veces a la semana, me sentía presa de la misma trémula excitación que me estremecía cuando examinaba la lámina, porque, al igual que en un relato clásico, por más que éste presente las historias humanas de forma abstracta y sublimadas en grado superlativo, la hora y el lugar de la acción se indican con toda exactitud, y así era en mi pequeña escena callejera, para la que no sólo estaba señalada la hora, el anochecer, sino también los días de la semana: martes y viernes; también puntualmente sentía yo la excitación en la garganta, el estómago y la región del pubis; ni siquiera sé qué cuadro era más importante para mí, si el fresco clásico, o el real y vivo que podía ver a través del cristal de la ventana, aunque, de todos modos, hubiera querido empezar mi narración con esta escena, pero excluyendo al observador y sus sentimientos creativos, comparables a la exaltación amorosa, es decir, no presentar la historia como si fuera observada por alguien, sino directamente, en su secuencia natural, tal como se producía repetidamente; llega el carro; en la cercana Wörther Platz ya están encendidos los faroles de gas, pero el farolero aún tiene que dar la vuelta a toda la plaza abriendo los globos y subiendo las llamas azules y amarillas con su vara ahorquillada antes de llegar a nuestra calle, no obstante, aún no estaba oscuro, aún no había acabado de despedirse la luz del día cuando el carro cerrado pintado de blanco se detenía junto al bordillo, bajo los plátanos, frente a la puerta del sótano de la carnicería de enfrente, y un joven carretero saltaba del pescante después de arrojar las riendas sobre la reluciente y gastada palanca del freno; en el invierno o cuando soplaba viento frío, con un movimiento rápido, sacaba dos mantas grises de debajo del asiento y tapaba con ellas a los caballos, para que no se les enfriara el sudor mientras se desarrollaba la escena, pero cuando hacía calor, en otoño, en primavera y en verano, cuando la luz del crepúsculo se filtraba entre los árboles y el aire tibio resbalaba por los tejados oscuros de los modestos bloques de pisos, esta operación se suprimía, hacía restallar el látigo en sus botas y lo colgaba junto a las riendas; entonces ya estaban las tres mujeres en la acera, al lado del carro, y cuando yo, desde el cuarto piso, a la sombra del alero las miraba, el carro me tapaba sus garridas figuras; un momento antes, sus cabezas habían surgido, una tras otra, por la empinada escalera que subía de las profundidades del sótano; de las tres, una era más robusta, aunque no gruesa, la madre que, por lo menos desde esta distancia, parecía poco mayor que sus dos hijas, hubiera podido pasar por la hermana mayor de las gemelas, que eran tan parecidas que se las confundía y sólo viéndolas de cerca era posible distinguirlas por el color del pelo, que una tenía rubio ceniza y la otra, un poco más oscuro, con reflejos cobrizos, pero los ojos, azules y un poco vacuos, en sus caras redondas y blancas, eran idénticos, yo las conocía sólo de vista, nunca había entrado en las frías entrañas de la tienda de baldosas blancas, a veces las veía en la calle, a la hora del almuerzo, mientras paseaban del brazo por la plaza, moviendo las faldas al unísono con su contoneo de caderas, o cuando lanzaba una mirada furtiva a través de los barrotes de la ventana de la tienda y ellas estaban detrás del mostrador como dos diosas sanguinarias, con las mangas de la blusa subidas hasta el codo, cortando carnes rojas; por la buena de frau Hübner, mi patrona, que también guisaba para mí y les compraba el embutido y la carne, sabía de ellas todo lo que los comadreos podían revelar, aunque yo no pensaba utilizar en mi narración ninguno de los detalles personales conocidos en el barrio, a mí me interesaba mucho más el mero desarrollo de la escena, digamos, su coreografía muda y la interesante trama de relaciones que descubría.

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