Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Quizá ni siquiera fuera Pan el que estaba sentado en la piedra, ya que, a pesar de mis extensos y meticulosos estudios, no había podido averiguarlo con certeza, y era posible que mi lámina representara, por ejemplo, a Hermes, no al padre sino al hijo, ¡y que no habría diferencia! -si así fuera, las ninfas no serían compañeras de juegos amorosos sino la misma diosa-madre-, porque todos los detalles del cuadro, por nimios que fueran, tenían una ambigüedad que interrogaba y afirmaba a la vez, por lo que llegué a suponer, y en el fondo era esta suposición lo que me excitaba, que el pintor quizá había mezclado deliberadamente las claves, representando al padre donde había querido representar hijo o, viceversa, pintando al hijo con intención de plasmar al padre en su juventud y presentando a la madre como la amante de ambos; la del manto verde aceituna que, a la derecha del cuadro, con la cabeza inclinada y los ojos brillantes de atención, sigue el movimiento de sus dedos en las cuerdas de la lira, parece bastante mayor que el desnudo mancebo, afirmación que debemos aventurar aun cuando, por un lado, temamos que, ansiosos de corroborar nuestra suposición, nos hemos dejado engañar por nuestros ojos, y, ñor otro, sepamos muy bien que los dioses no tienen edad, lo cual, evidentemente, por lo que se refiere a las ninfas, no es del todo exacto, ya que ellas, según la tradición, poseen un grado de inmortalidad que es proporcional a su proximidad a lo divino, porque también las hay mortales: inmortales son las ninfas del mar, lo mismo que el mar, pero no las náyades de las fuentes y, menos aún, las ninfas de los prados, los bosques y los árboles, especialmente, las que habitan en los robles, que mueren cuando muere el árbol; y si, siguiendo los confusos indicios de nuestro pintor, tratáramos de deducir su edad por su cara -el dedo pulsa la cuerda más alejada de la lira, su mirada mide las distancias con exactitud, quiere arrancar al instrumento un leve glissando-, no tenemos más que recordar la antigua fórmula para calcular la edad, según la cual la corneja vive lo que cuatro hombres; el ciervo, lo que cuatro cornejas; el cuervo, lo que tres ciervos; nueve vidas de cuervo tiene la palmera, y las ninfas, las hijas de Zeus dotadas de hermosa cabellera, pueden alcanzar la edad de diez palmeras; quizá ella anduviera por el sexto cuervo y, si me parecía mayor que el muchacho, no es porque hubiera calculado su edad según la escala de los humanos ni descubierto en su cara ni la más pequeña arruga, sino porque parecía adornada con la sabiduría de la maternidad, que no poseían las otras dos, más próximas a la edad del muchacho, por no decir de su misma edad, y que no parecían conocer aquel estado de dicha que se halla más allá del dolor; no sabría decir por qué, pero me parecía que también el cuello que asomaba de los hondos pliegues del manto recogido sobre el hombro daba un indicio de la edad, y qué cuello el que se erguía bajo el cabello castaño oscuro recogido en un moño flojo que sujetaba una cinta plateada, quizá resultaba tan fascinador aquel cuello porque unos rizos rebeldes que se retorcían en la nuca acentuaban su desnudez, y es que ya se sabe que es la mezcla de vestidura y desnudez lo que nos seduce; y, si osara describir la nuca de la ninfa, sin duda evocaría la impresión que me causó la nuca de mi prometida, imagen que yo conservaba, ¿que conservaba?, ¡que veneraba!, cuando, mirando juntos un álbum, ella se inclina para examinar un detalle del grabado y yo, al ver su perfil, siento el deseo de inclinarme, posar los labios en su nuca y acariciar con mis besos su piel tersa para sentir su calor y su perfume mientras mi boca sube hasta la raíz del pelo, algo que me impiden hacer el decoro y la buena educación.
Y después, cuando la mañana ya ha dorado la última plata de la noche, ¡ah, cómo me gustaría poder cantar con frases semejantes las antiguas auroras! Los dedos empiezan a tañer las cuerdas, suenan dulces acordes y ella se dispone a saludar con su lira al sol cuyos rayos ya calientan el roble que ahora proyecta una sombra amable.
Huelga decir que a su espalda tenía un roble, retorcido, viejo a nuestros ojos, quizá herido por un rayo hacía mucho tiempo, porque parecía mutilado en cierto modo, ya que el viento había arrancado sus ramas secas y en su lugar habían nacido pequeños haces de brotes tiernos, y esta circunstancia me reafirmó no sólo en mi suposición de que ella tenía que ser muy vieja sino que indicaba bien a las claras que no era otra que la ninfa del roble; la que esta mañana tañe las cuerdas de la lira no es otra que Driopé, de la que sabemos que, con la belleza de su esbelta figura y la nobleza de sus rasgos, despertó tan gran pasión en el dios Hermes, que apacentaba sus corderos en los prados de Arcadia, que el enamorado dios la persiguió durante mucho tiempo -digamos de paso que esta persecución sólo puede considerarse larga si la calculamos a escala humana, ya que duró tres vidas de hombre, lo que no es más que una tercera parte de la vida de la corneja- hasta que su amor fructificó esplendorosamente, lo cual no es un caso excepcional, desde luego; podríamos agregar que la ninfa que, como su nombre indica, es la criatura femenina merced a la cual el hombre se convierte en nymphios, es decir, el que ha alcanzado su condición de hombre, esto es, de esposo, se limitó a desempeñar su papel, mientras que el dios cumplía como tal, y aquel al que la bella Driopé trajo al mundo de los inmortales por este amor no podía ser medido con el patrón al que estaba acostumbrada su pobre madre-niña, mortal, servicial y casi humana.
Desde luego, nada más lejos de nuestra intención que afirmar que Driopé fuera una criatura pusilánime, frágil o asustadiza, ya que nos consta que era alta, de fuerte osamenta y se la describe dotada de extremidades robustas, y cuando los dioses o los hombres la perseguían con sus requerimientos amorosos, ella no siempre huía, sino que a veces se encaraba con ellos; entonces permanecía firme, como si hubiera echado raíces, fuerte como un roble, resoplaba, enseñaba los dientes, golpeaba con fuerza y hasta hubiera mordido, y cuando se despojaba de su manto verde para lavarse el sudor en una fuente fresca, en sus muslos, endurecidos por la carrera y en sus bien torneados brazos se transparentaban fuertes músculos bajo la piel color de perla, también el pecho tenía firme, redondo y en su sitio, pero el clítoris, según se descubriría en el momento de la consumación, tenía, para aumentar su placer, el tamaño del falo de un niño recién despierto, por lo que no es de extrañar que el dios deseara suavizar esta rudeza, domesticar la fiereza y convertir la dureza en ternura; y no obstante, cuando, después de cortar con los dientes el cordón umbilical, ella contempló el fruto de su amor que entreabría los ojos, berreaba, reía y pataleaba entre sus muslos sobre la placenta, no pudo reprimir un grito de horror propio de una tierna doncella y escondió el rostro entre las manos, pero ¿cómo iba a saber ella que no había razón para asustarse, que había alumbrado a un dios? ¡Y cómo iba a saber ella que lo que estaba viendo era lo que tenía que ver!, porque era como si, en lugar de rendirse a las ansias del alegre Hermes, hubiera yacido con un carnero hediondo, pues el recién nacido tenía la cabeza cubierta de un pelo largo y duro y, de su frente, del lugar en que en los hombres y en los dioses el hueso forma dos ligeras elevaciones, asomaban unos cuernecillos curvados, y sus pies, ¡qué espanto!, no tenían planta sino pezuñas, sonrosadas y blandas todavía, pero ya se sabe que con los años se endurecen espantosamente, baten el suelo, sacan chispas de las piedras y se vuelven negras.
Driopé, horrorizada del fruto de su cuerpo, se levantó y se fue corriendo.
Aquí termina su historia, no sabemos qué fue de ella, si quisiéramos saber más, tendríamos que poner a trabajar nuestra imaginación.
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