Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Le rogué que no se enfadara conmigo.

Sólo dándole un beso hubiera podido demostrarle que hablaba en serio, pero su boca ya no era una boca, sino la boca, y también la mía era la boca, por lo que no hubiera resultado.

¿Por qué iba a enfadarse?, él no estaba enfadado conmigo.

Quizá no eran los detalles de su cara sino el movimiento de sus labios al abrirse y cerrarse para formar las palabras, aquel movimiento mecánico, lo que, unido a su impasibilidad, me daba una impresión de infinita frialdad, ¿o era yo el frío?, ¿o los dos? Pero todo, todo había cambiado, su cara, su boca, sobre todo, su boca que se abría y cerraba, y también mi brazo que, bajo el peso de mi cuerpo y por lo forzado de la postura, empezaba a dormirse, y su mano, su forma de apoyarla, como si todo esto no fuera más que la mecánica de aquella fuerza desconocida de nuestro cuerpo que actúa en nosotros sin poder manifestarse, ya que cada convulsión y cada movimiento están determinados por las formas físicas y, si todo lo rigen las formas, será en vano que yo tenga la sensación de que Dios habita en mí, puesto que mis movimientos no pueden ir más allá ni por otro camino que el marcado por la funcionalidad de la forma, la forma corporal da la pauta al movimiento y, por consiguiente, el efecto que éste produce no será más que una señal, una indicación, la manifestación de las funciones concretas de estas formas, de cómo se ejecutan los esquemas prefijados en mí, y a esto llamo yo sentimiento, a pesar de que no es más que goce de mí mismo, no gozo de él, no veo más que una forma, un esquema, no a él, una señal, una indicación, sólo nos comprendemos en la medida en que nuestros cuerpos funcionan de la misma manera, sus movimientos suscitan en mí los mismos movimientos, y esto me permite conocer sus propósitos, es el placer de jugar con espejos, todo lo demás es engañarse a sí mismo, y este descubrimiento me hizo el mismo efecto que si, en pleno goce de una pieza musical, hubiera empezado a fijarme en el principio por el cual funcionan los instrumentos, en las cuerdas y los martillos, en lugar de escuchar las notas.

Yo dije qué no me lo tomara a mal, pero que no entendía absolutamente nada.

Él preguntó qué quería entender y por qué.

Tendría que disculparme, no podía explicarlo mejor, pero quizá ahora podría hablar de lo que había despertado su curiosidad y que yo había callado porque me parecía excesivamente sentimental y temía que, si hablaba de ello, podía destruir algo, pero ahora, y también por ello debería perdonarme, hasta sus movimientos habían dejado de tener tanta importancia para mí, y también si él me tocaba o yo lo tocaba a él, porque, hiciéramos lo que hiciéramos, mejor dicho, fuera lo que fuera lo que nos esforzáramos en hacer, todo estaba fijado de antemano, ¡nada podía cambiar!, y nosotros, en cierto modo, teníamos que haber estado unidos antes de conocernos, sólo que no lo sabíamos, ¿podía imaginárselo?, ésta era sólo una de mis ideas fijas de la que hasta ahora no me había atrevido a hablar, a saber, que él era hermano mío.

Él se echó a reír a carcajadas, casi a bramidos y, apenas hube pronunciado la palabra, también yo tuve que reírme; para quitar causticidad a su risa, él me rozó la cara con el dedo, pero no nos reíamos sólo porque, en aquel momento de tensa calma y en tono de profunda emoción, yo hubiera soltado una sandez, sino porque era evidente que quería decir algo muy distinto, y es que, en su lengua, la palabra hermano, «Bruder», no significa, en este contexto, lo mismo que en la mía; cuando dije en su idioma la palabra que había pensado en el mío, yo mismo me di cuenta del desliz porque inmediatamente pensé en el adjetivo «warm», caliente: en alemán se llama «warm Bruder» al homosexual, alusión que hubiera podido ser acertada, y hasta ingeniosa, de no haberla hecho con voz ahogada por la emoción; en este caso, era mentar la soga en casa del ahorcado, una metedura de pata de la que no podíamos sino reírnos, y a él se le saltaban las lágrimas, de tanto reír, y en vano yo, azorado como estaba, trataba de explicarle que en húngaro la palabra hermano, «testvér», abarca los conceptos de cuerpo y de sangre, y que en esto pensaba yo al decirla.

Cuando se tranquilizó un poco y fueron espaciándose sus carcajadas, descubrí que nos habíamos alejado todavía más.

Había vuelto a envolverse en aquel aire de superioridad del que, con precaución, se había desprendido en nuestra primera noche.

En voz baja, agregué entonces que tampoco era esto lo que yo quería decir.

Él me tomó la cara entre las manos, me había perdonado mi estupidez, pero, una vez acabó de reírse, su perdón le hacía parecer más distante.

En realidad, yo quería decirle algo que hasta ahora había callado para no molestarle, proseguí, pero no tenía objeto seguir ocultándolo, mi situación me parecía desesperada, que no se enfadara conmigo, pero tenía la sensación de estar en una cárcel.

¿Por eso tenía que enfadarse, por eso?

Dije que quizá deberíamos dejar de vernos temporalmente.

Claro, por eso había dicho él que ésas teníamos. ¿Estaba convencido ya? Pero antes había hecho como si no le entendiera.

Y no lo entendía.

Cierto, tampoco él lo había pensado, por primera vez le había parecido que conmigo sería diferente, pero no lo era, y antes, al notarlo en mi mano, se había quedado estupefacto, consternado, pero estaba claro que lo nuestro había terminado, que de aquí no pasábamos, y, mientras hacía como que veía la televisión, había comprendido que, si era esto lo que yo sentía, él tenía que asumirlo, y entonces se había tranquilizado, porque, podía creerle, él lo sabía por experiencia, dos hombres o, como tan graciosamente lo había expresado yo, dos warme Brüder -y aquí volvió a reír, pero su risa sonaba a sollozo- no podían prolongar su relación, y no había excepciones, yo me había esforzado por imponer en nuestra relación el sistema emocional al que me habían acostumbrado las mujeres, pero él no tenía la culpa de que mi pasado sentimental fuera tan azaroso, y no había que olvidar que de la relación con una mujer podía resultar algo, algo distinto de ella y de mí, y que la posibilidad de continuidad que da la naturaleza no puede existir en una relación anómala, mal que me pesara, entre dos hombres, empero, sólo podía haber lo que había, ni más ni menos, y por eso sólo él me anconsejaba que, si aquello había terminado, dejara de engañarme y me marchara ahora mismo con cualquier pretexto sin preocuparme por nada y que no volviera, que ni mirara atrás, porque lo que de este modo podría conservar tendría para nosotros dos mucho más valor que todo lo que yo tratara de simular, y es que a él, y de esto podía estar seguro, no lo engañaría, porque él conocía estos desenlaces, y lo único razonable era no volver a pensar en el asunto.

Le dije que era muy transparente su intento de dárselas de frío y hasta de fascista.

Él me dijo que yo era un sentimental.

Le respondí que quizá sí, porque no podía expresarme debidamente en esta condenada lengua.

Entonces lo diría él por mí.

Le pedí que no dijera estupideces.

¿Qué estupideces?

Por mí, podía seguir.

¿Sabía yo de qué hablábamos?

¿Lo sabía él, acaso?

Un antiguo mural

En el grabado que guardaba entre mis notas y que más de una vez me había propuesto describir en mi proyectada narración, como patria secreta de mis presentimientos y presunciones, con la esperanza de que mi talento y facultades dieran para tanto, se veía un dulce paisaje arcádico, un calvero situado al pie de una sucesión de colinas que se diluían en el infinito, con escasos arbustos, hierbas sedosas, flores, olivos de ramaje revuelto por el vendaval y robles contrahechos, en suma, una estimable reproducción del antiguo mural que, años atrás, durante un viaje a Italia, había tenido ocasión de admirar con toda la magnificencia de su audaz colorido y considerables proporciones, que presenta el paisaje en el momento en que la aurora, lentamente, surge del mar para alumbrar a los humanos y hace brillar con delicados resplandores las gotas de rocío prendidas de las briznas de hierba y de las hojas; cae el rocío, la quietud es total, el viento descansa, es la hora que quisiéramos eterna; aunque la noche ya ha puesto su huevo de plata, Eros, hijo del dios del viento según ciertas leyendas, aún no ha salido de él, aún está todo como antes, aún no ha tenido lugar lo que podríamos llamar evento, es el momento inmediatamente anterior, pero ya se ha realizado el noble acto de la fecundación y concepción, en el que los dos poderosos elementos primordiales, el viento impetuoso y la oscuridad de la noche, han copulado, porque todavía no hay sombras, aún estamos en el umbral del «después», ¡es la mañana primigenia!, y por ello este momento extraordinario no puede compararse, ni siquiera como contrapunto, con aquel otro en el que Helios desaparece por el horizonte con su carro y sus caballos, y todos los seres vivos, poseídos por la angustia de lo efímero, tratan de dar alcance al sol que se va, ¡todo, menos permanecer aquí!, ¡eso, no!, y lo persiguen alargando sus sombras hasta el infinito, y, con el dolor de la despedida, se tiñen de un rojo de sangre y relucen como el oro; pero en este momento matinal todo aparece muerto, inerte, pálido, gris, sale de la oscuridad con apenas un frío fulgor de plata, y si antes hablé de colorido audaz es sólo porque éste ya no es el tono plata de la noche, que absorbe con avidez los colores del mundo y los disuelve en un fulgor metálico y único, no, ahora todo lo que existe ha recibido ya el color que le corresponde, pero en germen, los colores no viven aún, el cuerpo desnudo de Pan, que descansa en el centro geométrico del cuadro con fastuosa sensualidad, resplandece con un bronceado opulento, mientras el modesto carnero que yace a sus pies tiene la piel de un blanco agrisado, como le corresponde, la hierba es verde cardenillo, el roble, verde botella, la piedra tiene una blancura inmaculada, las tenues vestiduras de las tres ninfas son de seda turquesa, verde aceituna y rojo púrpura; aunque, como ellas están inmóviles en esta frontera entre la noche y el día, bañada de rocío, porque ya han terminado el último movimiento de su noche pero todavía no han iniciado el primero de su día, así también los colores de sus ropajes y sus cuerpos son simples siluetas sin sombra, lo mismo que los colores de los árboles, las hierbas y las piedras, que tampoco proyectan sombras, y si ellas, situadas en la frontera entre el fin y el principio, nada tienen que las una -y es que cada una mira en una dirección, por lo que el cuadro, incluso en nuestra pequeña reproducción da sensación de gran amplitud-, tampoco los colores tienen relación entre sí, el rojo es rojo por sí mismo, el azul es azul porque es azul y no porque el verde sea verde, como si el pintor del cuadro, en su ignorancia bárbara y simplificadora, hubiera captado el momento de la creación o, simplemente, retratado con escrupulosa minuciosidad el carácter de una mañana de verano en la que el ser humano, sin saber por qué, se despierta sobresaltado, abandona su lecho caliente y oscuro y, ya que está despierto, decide ir a hacer sus necesidades, pero al salir afuera se siente envuelto en un silencio impresionante en el que ni la gota de rocío cae, para no turbar la calma, y aunque él sabe que el sol, con su luz cálida y amarilla, no tardará en fundir esta rigidez mortal y hacer renacer las cosas a la vida, de nada le sirven su conocimiento y su experiencia frente al silencio de la no existencia, y si hasta ahora había buscado la muerte a tientas en la oscuridad de la noche o en las sombras del día, ahora la descubre de pronto ante sí y, anonadado, no acierta ni a expulsar del cuerpo su orina caliente, en este instante de palidez y de color que hasta ahora había pasado durmiendo, caliente y feliz, en el seno de los dioses.

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