Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Yo no podía marcharme y él no podía retenerme.
Y el reconocimiento de este hecho escueto que se desprendía de nuestras palabras creaba un vínculo más fuerte que el que pudiera haber entre hermanos de sangre.
Pero, a causa de las mentiras, algo, quizá una pura fuerza o emanación que hasta entonces había palpitado insensiblemente entre nosotros con la naturalidad del instinto, pareció declinar, aunque no desvanecerse del todo, sólo inmovilizarse; en cualquier caso, lo cierto es que faltaba algo y esta falta me permitía descubrir lo que había sentido yo realmente hasta aquel momento.
Y supe que también él lo sentía.
Era algo que parecía temblar en el aire, lo mismo que el resplandor azulado de la pantalla, era algo casi tangible que llenaba el espacio entre la sala y la habitación, quizá hasta se pudiera tocar o apagar, pero esta pulsión contenida, independiente de nosotros, nos paralizaba -ninguno de los dos era capaz de mover ni un músculo- y nos hacía comprender, con la frialdad de la razón pura, que no teníamos más remedio que someternos y resignarnos a esta inmovilidad, el único lazo que había entre nosotros, definitivo como una sentencia; como si una tercera persona nos mostrara la verdadera naturaleza de nuestra relación en el momento de su brusco enfriamiento.
Y aunque, en tales situaciones, lo inmediato es estudiar las posibilidades de la solución más evidente, simple y práctica, en aquel momento me parecía imposible levantarme, quitarme sus zapatillas, calzarme mis zapatos, agarrar el abrigo y marcharme, habida cuenta de que, al fin y al cabo, allí no había pasado nada, porque, ¿qué había sucedido en definitiva?: ¡nada!, y una salida semejante resultaría muy ceremoniosa, rebuscada, engorrosa y teatral; pero, por otra parte, permanecer cómodamente echado en la alfombra ofendía mi sentido de la corrección, porque la alfombra era suya, y el derecho de propiedad -y no olvidemos que de nuestra total entrega personal se trata- es en el amor más importante que el mismo sentimiento, yo debía marcharme, debía levantarme y marcharme, pensaba intensamente, como si, por el mero hecho de pensarlo, pudiera hacer que sucediera algo que yo no estaba en condiciones de realizar, porque seguía haciendo como si leyera, del mismo modo en que él hacía como si estuviera atento a la pantalla.
Ninguno se movía.
Él estaba sentado de espaldas a mí, frente al resplandor azul de la pantalla, yo me inclinaba sobre el libro y, aunque ello me parece francamente infantil, reconozco que lo que más me molestaba era la rigidez de mi postura, porque me delataba y, aunque él no podía verme, yo sabía que nos vigilábamos estrechamente el uno al otro, y que él detectaba mi forzada naturalidad lo mismo que yo su fingido interés por aquella película estúpida, y sabía que en realidad estaba viéndome a mí, y que sabía que yo lo sabía, pero que algo nos obligaba a representar esta pequeña farsa transparente que si, por un lado, era más descarada que la verdad desnuda, por el otro, a pesar de nuestro gesto taciturno, era ridícula y hasta cómica.
Yo esperaba, esperaba y me preguntaba si no aprovecharía él este cariz divertido y ridículo de la situación, el único resquicio por el que podíamos escapar de la trampa de nuestra afectada seriedad, me decía yo, pensando, mejor, intuyendo que detrás de aquella actitud trágica bullían las ganas de reír.
Porque esto era un juego, y ahora movía él, un juego pequeño y torpe de los sentimientos que, por insignificante y pueril que pudiera ser, nos obligaba con sus reglas a no salimos de las medidas y proporciones propias de las relaciones humanas; a jugar a este juego nos impulsaba nuestro afán de equidad, el ansia sempiterna de revancha, y precisamente por ser esto un juego en el más estricto sentido de la palabra, yo no podía considerarle un extraño, un ser indiferente, yo jugaba, los dos jugábamos, el juego era implacable y el sentimiento de estar los dos empeñados en él, incluso, en cierta medida, mitigaba mi aversión, pero yo no podía moverme, ni hablar, ahora tenía que esperar, ya había hecho mi jugada al decirle la mentira de que no tenía nada contra él, ahora le tocaba jugar a él.
Y esta espera, la vibración de una decisión que estaba en el aire, la incapacidad de decidir, aquel tercero en discordia que influía en el e influía en mí, aquella fuerza que existía pero no operaba y que no se sabía si partía de mí hacia él, de él hacia mí o, simplemente, estaba «en el aire» como suele decirse con una imagen muy gráfica y acertada, recordaba y podía asociarse a lo que habíamos sentido aquella primera noche en que yo subí a su casa y él me dejó solo un momento para ir a la cocina a buscar el champaña.
Él había dejado la puerta abierta y yo hubiera tenido que oír algo, algún sonido, abrirse y cerrarse la nevera, tintinear copas, sus pasos, pero después, cuando aquello quedaba ya muy lejos como para que pudiéramos comprender algo y empezamos a contarnos mutuamente nuestra historia común, tratando de justificarnos, él, al referirse a aquellos minutos, dijo que creía recordar haberse quedado delante de la ventana de la cocina, viendo y oyendo llover y, sin saber por qué, no había podido moverse, como si no deseara regresar a la habitación, pero con el firme propósito de hacerme sentir el silencio de su desvalimiento, y yo lo había sentido, había percibido su espera y su indecisión, él quería que me diera cuenta de que entonces, para él, la lluvia, los tejados oscuros y el momento mismo tenían más importancia que yo, que le esperaba en su habitación, aunque tenía que reconocer que el que yo estuviera esperándole le hacía feliz, y era muy raro poder gozar de un sentimiento semejante, y le hubiera gustado compartirlo conmigo.
Él se levantó y vino hacia mí, como si quisiera ir también ahora a la cocina.
No sabíamos qué decidiríamos, pero comprendíamos que la decisión ya estaba tomada.
De pronto, como si hubiera cambiado de propósito y ya no quisiera ir a la cocina, se echó en la alfombra a mi lado y apoyó el codo en el suelo y la cabeza en la palma de la mano; semiincorporados, nos miramos a los ojos.
Era uno de los raros momentos en los que él no sonreía.
Su mirada venía de lejos, no me miraba a mí sino a la imagen en la que acababa de convertirme a sus ojos, y yo miraba su cara como se mira un objeto cuya hermosura o calidad reconocemos a pesar nuestro aun siendo distinta de la que nosotros podríamos amar, la hermosura que veíamos no era ni la que él amaba ni la que yo creía amar.
Y entonces dijo en voz baja: conque ésas tenemos.
Yo le pregunté en qué pensaba.
Pensaba en lo que yo sentía, me dijo.
Le dije que era odio, porque ya no era eso exactamente.
¿Podía explicarle por qué?, preguntó.
Una melena rubia, crespa, selvática, la piel tirante sobre la frente alta y abombada, de senos bien marcados, la suave depresión de las sienes, unas cejas, oscuras, pobladas e hirsutas, que se adelgazan y unen sobre el caballete de la nariz y se curvan en la frente, adornadas de pelos más largos y pálidos, para difuminarse en el cuenco de la sien, sombreando y realzando a la vez los gruesos párpados que, divididos por unas pestañas, largas, negras y rizadas, forman un marco vivo y móvil a la negra pupila que se contrae y se dilata en el centro del iris azul, ¡y qué azul!, ¡qué frialdad y qué fuerza!, ¡y cómo se destaca la orla negra de las pestañas en el cutis blanco como la leche, y qué contraste entre el negro de las cejas y el rubio del pelo!, ¡qué llamativo colorido!, ¡qué fino el caballete de la nariz, que se abre en el arco doble de las aletas y con qué elegancia se recogen éstas sobre sí mismas formando una elegante voluta barroca, para rodear los pequeños orificios y, tras desaparecer discretamente bajo la piel, levantan dos riscos verticales que enlazan simbólicamente la pared interna de los orificios nasales con el borde del labio superior que parece ir a su encuentro, uniendo dos facciones totalmente distintas, la verticalidad de la nariz y la horizontalidad de la boca, en el óvalo de la cara en la que los labios, que parecen casi en carne viva, presentan, cerrados, una forma que recuerda el círculo!
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