Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Digo que charlábamos, pero quizá debería decir que contábamos, aunque tampoco esta palabra define con exactitud aquel afán de decir ni aquella ansia de escuchar con los que tratábamos de completar, pero también de tapar y oscurecer, nuestro contacto físico, la percepción constante de nuestros cuerpos, con señales ajenas a esta proximidad, con la música de la voz y el significado de la palabra; perorábamos, relatábamos, discurseábamos, nos sepultábamos en palabras y, como el engarce, el acento, la entonación y la cadencia de las palabras tienen también un valor sensual y físico, agregado a su significado semántico, sublimábamos con él la proximidad de nuestros cuerpos, como si comprendiéramos que, en definitiva, la palabra no es sino la señal de la vida espiritual, de lo que existe más allá del cuerpo, porque las palabras pueden ser ciertas pero nunca lo dicen todo; y aunque hablábamos ininterrumpida, insaciable e incesantemente de nuestras caóticas vidas, entre otras razones, para incorporar al otro en la propia historia, para compartirla como compartíamos el cuerpo, parecía también que con nuestro relato pretendíamos resistirnos a tanta entrega y tanta interdependencia, poniendo de manifiesto que había existido un pasado alegre en el que habíamos sido independientes uno de otro, ¡y libres!, pero, al mismo tiempo, por una especie de instinto, no dábamos especial importancia a estas historias, no por frivolidad, sino porque no nos conformábamos con contarnos sólo una parte, queríamos decirlo todo, referir cada momento completo, y comprendíamos que era un empeño vano y ridículo; nos perdíamos por completo en nuestros relatos, sin que yo pudiera adivinar por qué teníamos tanto que contar, no recuerdo frases concretas, a pesar de que ahora que rememoro todo aquello puedo afirmar que probablemente no haya nada objetivo que yo no supiera de él, pero cada historia traía consigo cien detalles que referir, no podíamos llegar hasta el final, a pesar de que nos lo proponíamos firmemente, ¿quizá para comprender al fin por qué me quería él y por qué le quería yo?, ni que decir tiene que estos relatos, que reflejaban dos mundos diferentes, con elementos históricos, sociales, culturales y psicológicos diferentes, constituían una especie de texto intelectual, muchas de cuyas palabras exigían el complemento de otras cien, aparte del hecho de que él era el único que hablaba en su lengua materna, ventaja que aprovechaba con fruición, suscitándome infinidad de dudas, por lo que teníamos que dedicar una parte importante de nuestro tiempo y atención a la creación y estructuración de un lenguaje común, y todo quedaba un poco en el aire; yo nunca estaba seguro de haber entendido bien, él tenía que completar significados y adivinar lo que yo trataba de decir, perdíamos mucho tiempo aclarando malas interpretaciones, explicando conceptos, expresiones, giros, modismos, reglas gramaticales y excepciones, lo que para él parecía ser un juego que halagaba su ego y para mí, tiempo muerto; en realidad, era un obstáculo natural y también simbólico para un entendimiento, un conocimiento, una toma de posesión que no siempre podía, ni debía, conseguirse con argumentos razonables, porque, al tratar de asimilar las complejas reglas de una lengua, continuamente, y siempre de modo inesperado, nos tropezamos con obstáculos en los que el planteamiento lógico y racional, lejos de ayudar, estorba; nuestros torrentes de palabras, aquella verborrea que unas veces se remansaba y otras se desbordaba, este ofrecerse al otro, este abrirse por medio de las palabras, también languidecía, y entonces venía la divagación, la mirada se extraviaba, la sangre palpitaba en las yemas de los dedos, o la llama de la vela se agitaba a una corriente de aire y la pupila brillaba como si estuviera iluminada desde dentro y fuera un lugar transitable, y la mirada pudiera entrar por la oscura puerta de la pupila en el azul del ojo; él decía que aquí no podía vivir, pero lo decía como si no hablara de sí mismo sino de un extraño, y sonreía, no, él aquí no podía existir, sencillamente, y no porque le molestara ni lo más mínimo el que aquí todo fuera falso de arriba abajo, todo, corrupción e hipocresía, que todo tuviera un doble fondo, que todo fuera sucio e incoherente, no, eso más bien le divertía, estaba acostumbrado y hasta consideraba una suerte haber nacido en un lugar del mundo en el que -figúrate- desde hacía más de medio siglo imperaba el estado de sitio, en el que desde hacía más de medio siglo no se decía en público ni una sola palabra normal, ni siquiera entre vecinos, y en el que Adolf Hitler había ganado por mayoría aplastante, porque aquí, por lo menos, las personas no alimentaban ilusiones vanas, y a partir de cierto punto, «punto que hemos dejado atrás hace tiempo», él consideraba la mentira como algo humano y hasta normal, y por ello le producía un placer perverso no llamar inhumano a este sistema alimentado de mentiras y lubrificado con mentiras, no tacharlo de fascista, como hacía todo el mundo, porque ¿no es decente, no es asquerosamente decente decir siempre lo contrario de lo que uno piensa y hacer siempre lo contrario de lo que uno quiere hacer, abonarse a la mentira, la simulación, la holgazanería y el trapicheo, en lugar de regirse por la verdad, la transparencia, la sinceridad y la llamada justicia, que por cierto no son menos difíciles de soportar? Y así como el humanismo se esfuerza por institucionalizar la razón natural, el fascismo ha institucionalizado la mentira natural, lo que no deja de ser lógico; si se quiere, esto no es sino otra forma de verdad, aunque una verdad que el mundo ha desconocido hasta ahora, por lo demás, a él todo le importaba un pimiento, todo lo que había dicho hasta ahora era simple política y él se cagaba en la política, en sus verdades y en sus mentiras, también en las suyas propias, él se cagaba en las teorías y en los sentimientos, y no digamos en los suyos propios, en los que también se cagaba, aunque sin mala intención, sólo por capricho, porque conocía muy de cerca la naturaleza interna de la mentira como para no saber apreciarla, la consideraba algo sagrado, mentir era bueno, necesario y divertido, él mentía continuamente, a conciencia, incluso ahora me mentía a mí, por lo que me rogaba que no creyera nada de lo que me decía, que lo tomara a broma, que no me fiara de él ni de sus palabras, que en lo que a él se refería no diera nada por descontado, por ejemplo, a pesar de mi discreción, le constaba que esta habitación me parecía detestable, porque aquí todo era mentira -tendría que perdonarle pero aún percibía en mí resabios de burgués, porque mentía con escrúpulos, como envolviendo la mentira en papel de seda- y a él la habitación le gustaba precisamente por esto, no es que la hubiera decorado a su gusto, porque no tenía ni idea de cuál debía ser el aspecto de la habitación que él pudiera llamar suya, ¡ni lo sabía ni quería saberlo!, pero, si la hubiera dejado vacía como pensó en un principio, no hubiera sido menos falsa, ¿y en el fondo no era indiferente cuál de las dos mentiras hubiera elegido?, sencillamente, no quería una habitación como es debido porque tampoco él era un hombre como es debido, así que seamos consecuentes en la mentira, no pongamos lo feo al lado de lo bello, a lo malo le corresponde lo peor y así sucesivamente, y a la mentira, la mentira, y tampoco se le escapaba de qué forma le engañaba yo, naturalmente, esto que él hacía era definirse, era un acto de protesta, un desafío y una agresión, y reconocía que por ello no podía negar su condición de alemán, si no que recordara a Nietzsche, si lo conocía, el virulento radicalismo con que negaba a Dios, a él siempre le había dado risa que, de este modo, por la misma negación de Dios, por la ira y la desesperación que provocaba en él esta ausencia, hubiera creado a ése al que tanto echaba de menos, ¡pero al que, de haber existido, hubiera destruido!; sí, por el hecho de no poder vivir aquí -a pesar de que aquí vivía-, él quería demostrar que vivía aquí, a pesar de que continuamente tropezaba con objetos extraños y superfluos, pero por lo menos sabía orientarse en medio de ellos, amaba su falsedad, y aunque no creía que en otro sitio pudiera irle mejor, pensaba marcharse estaba harto de todo esto; aunque le costara la vida, intentaría marcharse, ni siquiera esta posibilidad podía detenerle, con lo que no quería dar a entender que pensara convertirse en suicida, pero, si tenía que morir hoy, mañana o cuando fuera, nada tenía que objetar, que tratara de imaginarme una vida en cuyos veintiocho años hubiera habido tan sólo un momento que pudiera llamarse real o auténtico, él sabía bien qué momento era, aquél en el que empezó a recuperarse de la enfermedad que estuvo a punto de costarle la vida; ya me había hablado de aquello cuando le pregunté de qué eran las dos largas cicatrices que tenía en el vientre y él me habló de las dos operaciones, tenía diecisiete años, se había levantado de la cama muy despacio, era la primera vez que intentaba ponerse de pie, y se movía con cautela, apoyándose en los muebles para no perder el equilibrio, por lo que no se daba cuenta de que iba hacia la estantería en la que estaba el violín, en su estuche, cubierto de polvo ¿podía yo imaginar lo que para un violinista significa un estuche negro como aquél?, no se dio cuenta de lo que hacía hasta que tuvo el violín en la mano y sintió deseos de destruirlo, quizá destruirlo no, dejarlo inservible, golpearlo contra el canto de la estantería, por ejemplo, agrietar la madera, naturalmente, no tenía fuerzas para eso, alrededor de él todo era vago, sin contorno definido, nebuloso, pero los ruidos le llegaban con fuerza, como si una sierra mecánica mordiera la madera con un chirrido penetrante; estaba solo y podía hacer lo que quisiera, pero la debilidad se lo impedía, sólo tuvo fuerzas para dejar otra vez el violín en su estuche forrado de paño verde y entonces fue cayendo despacio y perdió el conocimiento, como si todo se hubiera oscurecido de pronto, el violín había perdido el significado que hasta entonces había tenido para él, el violín no existía para satisfacer su deseo de admiración, aquella admiración que él despertaba en su entorno con sus pobres dotes de provinciano, que su madre le agobiaba para que cultivara, con la misma inocente ofuscación con la que él se engañaba a sí mismo y a los demás que le consideraban un niño prodigio y le habían hecho creer que el violín hacía de él un ser especial, un elegido, una excepción, ¡virtuoso de un objeto muerto! No, el violín existía por sí y para sí, para que alguien lo hiciera vibrar, para fundir sus posibilidades físicas con las posibilidades físicas de una persona, y el genio siempre se movería en esa estrecha tierra de nadie en la que el objeto deja de ser objeto y la persona deja de ser persona, donde Ia ambición de hacer sonar este objeto deja de ser un sentimiento personal y sólo cuenta el instrumento; por lo menos, había tenido el mérito de reconocerlo, por aplicado, sensible y perseverante que fuera, él sólo podría extraer de su violín artificio que halagara su vanidad, no hacer que sonara con voz propia, no había vuelto a tocarlo, por más aiie se lo pedían y suplicaban, nadie lo entendía, ni él mismo lo entendía, pero era incapaz hasta de ponerle las manos encima.

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