Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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En ese momento, excepcionalmente, ella no parecía representar un papel, y ello me producía una agradable sensación de descanso, por otra parte, después de las confidencias de frau Kühnert, ya no me parecía tan misteriosa; estaba seria, tensa, cansada y ensimismada, y, aunque realizaba todas las operaciones que exigía la conducción, sus movimientos eran maquinales, no estaba atenta a lo que hacía: cuando salíamos de la casi oscura Friedrichstrasse para torcer por Unter den Linden, algo mejor iluminada, ella detuvo el coche e hizo la preceptiva señal de que iba a girar, y en el cuadro se encendió una lucecita roja, pero, a pesar de que no había coches, ella no arrancaba, como si un denso tráfico se lo impidiera, la lucecita roja seguía parpadeando con ligeros chasquidos, las ráfagas de viento lanzaban la lluvia contra las portezuelas, las escobillas rechinaban en el parabrisas, y si frau Kühnert no le hubiera avisado de que podíamos seguir, no sé el rato que hubiéramos estado en aquel cruce.

– Sí, claro -dijo entonces ella en voz baia, como hablando consigo misma, y arrancó.

Para mí, tuvo mucha importancia aquel momento, largo y breve al mismo tiempo, aquel compás de espera antes del viraje, estaba esperándolo sin saberlo, deseando unos instantes normales, de distanciamiento y sosiego, sin saberlo, pero estaba muy cansado y también muy agitado como para poder percibir todo aquello conscientemente, es decir, no pensaba, sólo mi sensibilidad actuaba, y aunque sólo la veía de perfil, y su perfil -adornado, además, con aquellas gafas- no impresionaba, me parecía que el reflejo de las luces de la calle en el asfalto mojado habían transformado su cara, mejor dicho, le habían devuelto su forma original acentuando sus rasgos y borrando la retícula de arrugas, ésta era la cara que yo buscaba, la cara que ya había visto antes pero que, por su movilidad, sólo momentáneamente había podido captar; era la cara que estaba debajo de la máscara, la cara que cuadraba con sus ojos, una cara aún más vieja y más fea en realidad, porque tenía sombras más oscuras y, con aquella luz pálida y aquel pasmo interior, hasta parecía muerta, pero al mismo tiempo era la cara tersa y sin definir de la niña, esa niña cuya imagen yo llevaba dentro y amaba con ternura desde hacía mucho tiempo, una niña preciosa que probaba en mí sus encantos, pero esto no era un recuerdo de mi niñez ni de mi adolescencia, a pesar de que el momento, quizá por aquella fuerte lluvia de otoño, era propicio a la nostalgia; aunque Thea me recordaba a todas las niñas que yo hubiera podido tratar, por su cualidad desconocida se parecía más a mí que a las que había conocido realmente y de las que rara vez me acordaba. Probablemente, si desde hacía semanas yo la observaba con aquella reticencia y aquella fascinada repulsión era porque percibía entre nosotros una afinidad inexplicable, como si me viera reflejado en su cara como en un espejo, nuestra relación, a pesar del mutuo interés, se mantuvo siempre distante, serena y estrictamente convencional, rehuyendo toda posibilidad de contacto, sin duda porque con la propia imagen, por familiar que nos resulte, no se puede intimar, el amor al ego sólo puede satisfacerse indirectamente y por caminos secretos; pero en aquel momento, del que hasta este día me acuerdo con más precisión y claridad que de escenas posteriores y más íntimas, surgió en mí de improviso y sin motivo aparente una imagen que borró la imagen real: una niña, ensimismada delante del espejo, estudia atentamente los rasgos de su cara, experimenta con ellos, los deforma, pero no está jugando, más bien parece que, obedeciendo a una voz interior, observa el efecto que estas muecas causan en ella, pero esto no era un recuerdo, quizá era sólo que mi imaginación venía en mi ayuda, me dije, ¿y qué podía impulsarme a imaginar esta situación en que la niña se esforzaba por verse tal como podría verla otra persona, por descubrir en el espejo la diferencia entre la cara propia y la que ven los demás?

Quizá en aquel momento yo descubrí esa esencia, o, más exactamente, ese estrato de su personalidad en el que anidaban sus facultades para la simulación, su exhibicionismo, su temperamento teatral, su hipocresía, sus propiedades camaleónicas, sus mentiras y su constante, implacable y autodestructiva lucha consigo misma: era el terreno firme en el que se apoyaba en sus momentos de cansancio, inseguridad y desesperación, ese lugar seguro del que se alejaba con sus juegos y simulaciones, tan seguro que podía abandonarlo cuando quisiera, y al que quizá volvió durante aquel trayecto de breves minutos entre los dos teatros, para poder aparecer ante Melchior en el salón de descanso con su verdadera faz, en su mejor forma, con su belleza recuperada, transformación que mostraba también los secretos caminos que tenía que recorrer para representar en el escenario los más diversos personajes.

Quizá no era niña ni era niño, sino esa criatura sin sexo que aún no necesita calcular ni recelar, porque no imagina que alguien pueda dejar de quererla y por eso se acerca a nosotros con tanta seguridad, haciéndonos ofrenda de su confianza, quizá frau Kühnert amaba en ella a esa criatura, se sentía madre de esa criatura a cuya confianza había que corresponder aunque no fuera más que con una sonrisa involuntaria; así entró en la sala de descanso, ligera, bella, alegre y un poco infantil, y fue rápidamente hacia Melchior, que estaba en lo alto de la escalera con su amigo francés, destacando por su estatura entre el ruidoso público que entraba en la sala; si al vernos asomó a su cara un gesto de contrariedad, su expresión se suavizó mientras bajaba rápidamente la escalera y se acercaba a Thea, como si, mal que le pesara, se le hubiera contagiado la sonrisa de ella, en la que no había ni el menor vestigio de aquella cínica insistencia con que había promovido ese encuentro, ni rastro del furor apasionado y brutal con que apuntaba con la espada al pecho desnudo de Hübchen, ni del temor con que había buscado apoyo en mis ojos, ni nada que indicara que para ella Melchior fuera un «chico» como Hübchen, por ejemplo, con el que podía retozar a placer; Melchior era un joven apuesto que parecía formal, tranquilo y equilibrado, un burgués que no podía imaginar la tormenta de pasiones y sentimientos que Thea había dejado atrás al salir de la sala de ensayo, un hombre simpático, desenvuelto y risueño, de porte erguido y quizá un poco rígido, lo cual podía indicar tanto buena educación como autodisciplina, y en aquel momento en que iban el uno hacia el otro, se advertía que nosotros, los testigos del encuentro, simplemente, habíamos dejado de existir.

Se abrazaron, Thea le llegaba al hombro, su fino cuerpo casi desapareció en los brazos del hombre.

Melchior la apartó suavemente, sin soltarla.

– ¡Estás preciosa! -dijo con una voz profunda y cálida y una risa suave.

– ¿Preciosa? Dirás muerta de cansancio -respondió Thea, que le miraba ladeando la cabeza con coquetería-. Quería verte, aunque no fuera más que un momento.

Y entonces llegaron aquellas semanas, pocas, quizá un mes, durante las que cada hora que pasábamos separados nos parecía tiempo perdido, y era inútil que tratáramos de alejarnos, a pesar de que hubiéramos tenido que poner distancia entre nosotros o, por lo menos, si no podíamos separarnos, marcharnos a cualquier otro sitio, para no estar aquí ni estar tan juntos; porque la mayor parte del tiempo, descuidando otras obligaciones, la pasábamos en esta habitación, en este ático al que mis ojos no acababan de habituarse, que se me antojaba a la vez asfixiante y helado, y que, a la luz de las velas, parecía el salón de un burdel de lujo o un santuario misterioso, aunque no es mucha la diferencia, era frío y sensual, extraña combinación de cualidades, que te desconcertaba y no se convertía en un lugar habitable a la medida del ser humano hasta que el sol entraba por las sucias ventanas y revelaba el fino polvo que cubría los muebles, los marcos de las fotografías, los pliegues de las cortinas, y la pelusa de los rincones, y, con la pálida luz otoñal, fatigada y oscilante, se asomaba a la habitación el paisaje rectilíneo, desvaído e inmóvil de muros de incendio, tejados y patios traseros, aquel mundo exterior adusto y bello del que su sensibilidad le hacía aislarse a fuerza de sedas, alfombras de dibujo barroco y cortinajes de terciopelo y al que, al mismo tiempo, se aferraba; al fin y al cabo, era indiferente donde estuviéramos, quién iba a preocuparse por banales diferencias de gusto ni por lo que suele llamarse la limpieza, si más no, porque parecía que sólo en esta habitación podíamos estar juntos al abrigo de la gente, estas paredes nos ocultaban y protegían y a veces hasta ir a la cocina a preparar algo de comer nos parecía una penosa excursión, y es que hacía frío en la cocina, Melchior tenía la manía de dejar la ventana abierta y era inútil que yo tratara de convencerle de que en el aire frío se notan más los olores, él odiaba el olor a cocina y por eso tenía que estar abierta la ventana, así que solíamos sentarnos frente a frente en la caldeada habitación -él encendía la estufa de cerámica blanca por la mañana-, yo, en la butaca de la primera noche que se había convertido en mi lugar fijo, y nos mirábamos, me gustaba mirarle las manos, la media luna blanca de sus uñas alargadas y abombadas y rozar, con las mías, planas y achatadas, su dura superficie, finamente estriada, ¡y los ojos!, la frente, las cejas, nos dábamos las manos, yo le acariciaba los muslos, el bulto del vientre, el empeine de los pies dentro de las zapatillas, nuestras rodillas se rozaban, charlábamos y, al volver la cabeza, veía por la ventana el álamo del patio, entre tejados y ciegos muros de incendio, un álamo muy alto, más que el quinto piso, que asomaba por encima del tejado recortándose en el límpido cielo del otoño y que iba soltando hojas, que caían girando en el aire, y pronto estaría desnudo.

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