Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Ella estaba al lado de la tarima, con los codos apoyados en la mesa y, sin reparar en mi persona, prosiguió su conversación; de pronto, recordé fotos y escenas de películas, Thea, en el acto de levantar la ropa de la cama y acostarse junto a otra persona, con diez años menos como mínimo, cómo se agitan sus pechitos con el movimiento, era una sensación familiar y extraña al mismo tiempo, como la de ver la cara de la madre o de la amante por primera vez; era un sentimiento de intimidad y desconocimiento unido a vergüenza por la natural curiosidad, sensaciones contradictorias tan poderosas que no pude sino ceder a ambas y aparentar indiferencia mientras me mantenía pendiente de ella, captando hasta su olor, pero haciendo como si estuviera atento a todo menos a su persona; curiosamente, aunque por razones distintas que no supe hasta mucho después, ella se comportó de modo análogo, haciendo como si mi cara no estuviera a dos palmos de la suya, como si no sintiera su cálida irradiación, y sin embargo, mientras se dirigía a frau Kühnert, como si, simplemente, continuara la conversación, daba la impresión de que sus palabras estaban destinadas a mis oídos y las matizaba con una entonación especial, a fin de hacerlas interesantes para mí, que había llegado a la mitad y no podía saber de qué hablaba.
Al parecer, había recibido una especie de camarones congelados, del otro lado, el otro lado del Muro, se entiende, de la ciudad del Oeste, y esta rebuscada expresión, pronunciada en la sala de ensayos, entre los ruidos de los preparativos para la sesión de la mañana, daba a la frase una resonancia irreal, ajena al entorno, como si estuviera extraída de un cuento o de una trasnochada serie de televisión, y tenías la impresión de que, nada más salir de la sala, te encontrarías frente al Muro, aquel Muro del que raramente hablábamos, detrás del cual había alambradas, trampas antitanques y minas traidoras que te hacían volar por los aires si las pisabas, una tierra de nadie detrás del cerco y, más allá, una ciudad de ensueño, una ciudad fantasma, inexistente para nosotros, de la que, burlando la severa vigilancia de los soldados provistos de metralletas y perros adiestrados para la caza del hombre, alguien había traído de contrabando los camarones congelados; los había traído un amigo cuyo nombre no entendí, pero que al parecer era una persona muy relevante e incondicional admirador de Thea, pero a ella, cuando abrió la bolsa y vació el contenido en una fuente, le pareció estar viendo unas lombrices color de rosa, ni más ni menos, o unos gusanos sorprendidos por una terrible glaciación cuando se disponían a envolverse en su capullo, aunque no era la primera vez que ella veía camarones, sólo que ahora, no sabía por qué, le produjeron una extaña repugnancia, se le revolvió el estómago y sintió ganas de vomitar, no sabía qué hacer con aquello, hay que ver las cosas que engullen las personas, ¿no sería preferible ser hipopótamo y alimentarse de hierbas crujientes, relucientes y perfumadas?, pero las papilas gustativas de la lengua humana tienen antojos estúpidos, piden cosas saladas, acidas, dulces y amargas, siguió parloteando, piden y piden, más de lo que hay en el mundo, en su opinión, la marranada no era cagar en público sino comer en público, pero al fin, a pesar de que no se le había pasado la náusea, decidió disponer estéticamente los ingredientes encima de la mesa de la cocina, frau Kühnert ya sabía a lo que se refería, para que la vista estimulara el apetito, porque para ella la cocina era juego, era improvisación, y no hay que permitir que un mareo nos estropee un juego, ¿no es verdad?, así que primero hizo un puré de patata, pero no un puré de patata cualquiera, no, un puré al que, para quitarle la insipidez de la leche y la mantequilla, agregó queso rallado y crema de leche agria, luego puso el puré en una fuente, hizo un hoyo en el centro con la cuchara y allí colocó los camarones salteados en mantequilla de hierbas y lo acompañó con unas zanahorias aderezadas con clavo, ¡estaba exquisito!, simple, pero exquisito, y, para beber, un blanco seco, «como a mí me gusta».
En su manera de presentar la cabeza -porque «presentar» es la palabra-, adelantando el cuello largo, nervudo y, al mismo tiempo, un poco escuálido, casi feo, encogiendo ligeramente los hombros, estrechos y huesudos, y arqueando la espalda como el gato que va a saltar, mientras miraba fijamente al interlocutor a los ojos, con descaro, como desafiándolo a intervenir en una representación cuyo escenario serían la cara, los ojos y la expresión de las facciones, representación que, naturalmente, dirigiría ella, se advertía un cierto deseo de agradar que, naturalmente, no era el habitual en el común de las gentes; en esta representación, ella no quería aparecer hermosa ni atractiva, sino fea, como si se desfigurara adrede o, para ser más exactos, como si su cuerpo tuviera otro concepto de la belleza y ella considerara que era errónea y pusilánime la opinión generalizada de que el cuerpo humano o la cara puedan ser una obra bella y no un mero sistema de huesos, músculos, piel y diversas sustancias cartilaginosas, dispuestos de modo funcional, totalmente ajeno al concepto de la belleza y, por ello, no trataba de parecer hermosa, a pesar de que cuidaba su persona más que nadie, pero parecía hacerlo con el propósito de reírse de sus propios deseos de belleza y perfección, de ironizar, de burlarse de ellos, exagerando la nota, y hasta podríamos decir que le gustaba hacer payasadas, incomodar, irritar y provocar a la gente con su fealdad, como un chiquillo mal educado que trata de llamar la atención con sus travesuras cuando en realidad no quiere sino caricias y mimos; llevaba el pelo muy corto, descuidado y pegado a su cabeza casi completamente redonda, ella misma se lo había cortado, «para que no me sude tanto el cuero debajo de la peluca», dijo, sin que yo le preguntara nada, durante uno de sus largos monólogos con los que justificaba su corte de pelo; en su opinión, había dos clases de sudor, el simple sudor físico, que se produce cuando el cuerpo no puede adaptarse a la temperatura del entorno, ya sea por fatiga y agotamiento, o por sobrealimentación y abotargamiento, y el sudor psíquico, mucho más frecuente, que se produce cuando no queremos admitir lo que el cuerpo necesita, cuando hacemos oídos sordos al lenguaje de nuestro cuerpo, cuando somos falsos, hipócritas, débiles, desgraciados, codiciosos, cobardes, tímidos y tontos, cuando queremos imponer a nuestro cuerpo aquello que exigen el decoro o la costumbre, y el choque de las distintas corrientes de la voluntad genera este calor y entonces, como suele decirse, «sudamos por cada poro una gota»; pero si algo deseaba ella era ser libre, saber cuándo rompía a sudar su alma, y no echar la culpa de su sudor a las pelucas ni a los pesados trajes, y tanto menos por cuanto que aquello no era sino la inmundicia del alma, ésta es la razón por la que al ser humano le repugna su sudor y se avergüenza de que le vean sudar, ¿por qué si no? El ser humano odia sus miedos y la suciedad de su alma; desde luego, esto no explicaba por qué se teñía el pelo en casa, unas veces de rojo, otras de negro, y otras dejaba de teñirse y entonces se veía que lo tenía gris; aunque tampoco era pelo propiamente dicho sino una especie de pelusa, fina y pobre, que probablemente nunca tuvo un color definido, entre rubio y castaño, como el plumón de un polluelo; por lo demás, sólo los pronunciados pómulos hacían su cara un poco interesante, sus facciones eran completamente anodinas, una cara aburrida, con una frente ni alta ni ancha, una nariz roma de punta un poco respingona y aletas carnosas, unos labios gruesos y sensuales que desentonaban y parecían haber venido de otra cara por equivocación, ¡pero qué voz la que salía de aquellos labios, del cerco de unos dientes grandes y amarillos de nicotina!, una voz profunda, grave, llena, dulce y acariciadora o histérica y desgarrada, cuyo más áspero registro encerraba ternura y delicadeza, en cuyo susurro vibraba la posibilidad del grito, y en el grito, el siseo del odio, en la que en cada inflexión se adivinaba la opuesta; la misma ambigüedad percibía el observador en el resto de su cara, que a simple vista parecía la de una trabajadora, castigada, desencantada y desengañada, una de esas caras que mañana y tarde, en las llamadas horas punta, se ven en el tranvía o en el metro, abúlicas de cansancio y desesperanza; por otra parte, su cutis trigueño parecía un camuflaje, una máscara, desde la que te miraban dos ojos inmensos, infinitamente dulces, comprensivos y sabios, agrandados por espesas pestañas, unos ojos que no parecían pertenecer a esta cara sino a otra que se ocultaba bajo la máscara, y que podían calificarse de resplandecientes, sin temor a caer en la exageración romántica; yo, a modo de explicación, me decía que los globos oculares debían de ser desproporcionadamente grandes para una cara tan pequeña, o quizá más abultados de lo normal, que parecía lo más probable, ya que la impresión de su gran tamaño persistía cuando cerraba sobre ellos unos pesados párpados, lisos y convexos; la máscara, surcada por los pliegues de la expresividad, era como un mapa del proceso de envejecimiento: en la frente, las líneas eran horizontales y regulares y estaban muy juntas, pero cuando arqueaba las cejas, las cortaban en sentido vertical dos pliegues que partían del entrecejo, y entonces en su frente parecían palpitar unas alas de mariposa finamente estriadas, sólo en las hondonadas de las sienes y en el mentón estaba tensa la piel, porque hasta a lo largo del hueso nasal había una línea que, más que arruga, era como una fina ranura; si fruncía los labios, se le marcaban surcos que prefiguraban a la anciana; cuando reía, irradiaba del extremo exterior de los ojos un abanico de líneas; en cuanto a las mejillas, era como si, en su juventud, los altos pómulos hubieran tensado excesivamente la piel y ahora hubiera que pagar tanta tersura a fuerza de arrugas, y tenías que mirar bien para no perderte, aunque, más que un laberinto, lo que allí había era una riqueza de marcas de expresividad vital tan grande que no podías captarlas ni interpretarlas a la primera ojeada.
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