Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Estábamos en el estrecho pasillo que iba de la sala de ensayos a los camerinos, el almacén, las duchas y los retretes, iluminado por fría luz fluorescente e impregnado de un hedor peculiar, compuesto por el olor a la cola y el polvo de los decorados y el tufo empalagoso de maquillaje, polvos, colonia, trajes sudados y humanidad, desagües atascados, zapatillas y zapatos viejos, jabón reblandecido y toallas sucias y húmedas, cuando nos tocamos por primera vez, hasta entonces nunca había tenido su cara tan cerca, y me pareció que contemplaba no una cara humana, una cara de mujer, sino un curioso paisaje, un familiar paisaje patrio, del que conociera cada rincón, cada sendero, cada hondonada donde pudieran refugiarse sombras y recuerdos, y el significado de los más leves rumores, un paisaje que me devolvía a mi niñez; frau Kühnert, entre confusa y ofendida y también con una especie de autocomplaciente satisfacción, aún tenía en la mano el auricular del teléfono mural, «¡ya ves cómo tengo que rebajarme por tus encargos, no hay nada que yo no hiciera por ti!», dijo con voz escrupulosamente neutra, para terminar el informe de su conversación con Melchior; «¿no os decía yo que soy irresistible?», exclamó Thea, y entonces frau Kühnert, con sonrisa triunfal pero ademán arrebatado, colgó el auricular; Thea estaba irritante, aunque no más de lo acostumbrado, era habitual en ella atribuirse todos los éxitos, hasta los más insignificantes, aunque no completamente en serio, pues conocía sus debilidades mejor que nadie, ¡pero aun así!, el enfado de frau Kühnert no sólo estaba justificado porque no había sido fácil inducir a una persona a hacer lo que no le apetecía, ya que estaba perfectamente claro que Melchior no había aceptado la invitación porque Thea fuera tan irresistible, no, la estratagema había dado resultado, la trampa había funcionado, Melchior había aceptado la invitación para no incomodar a frau Kühnert, la mediadora, a la que por cierto casi no conocía, sin sospechar que Thea era incapaz de callarse nada, como si, a cambio de esta incontinencia verbal, pudiera proteger los secretos de su vida, y él no quería dar publicidad al violento rechazo con el que se veía obligado a protegerse de ataques furiosos y, según descubrí después, no del todo moralmente correctos, no quería revelar a frau Kühnert un secreto que por cierto para ella no era tal secreto; sin embargo, el reproche de su mirada y de su voz no lo había suscitado esta desagradable conversación, ni la secreta venganza contenida en la respuesta de Melchior a Thea, de que sus importunos esfuerzos eran inútiles, que él era el dueño de la situación y que acudiría con mucho gusto, pero traería a su amigo francés que en estos momentos se hospedaba en su casa, a lo que frau Kühnert, naturalmente, no había podido decir que no, al contrario, le aseguró que Thea se alegraría mucho de conocer al amigo de Melchior; los reproches, el mal humor y el enfado de frau Kühnert tal vez se debían al sorprendente movimiento, insólitamente cariñoso, con el que, durante la conversación, Thea se volvió hacia mí, se colgó de mi brazo y trató de hechizarme, a lo que yo reaccioné con una sonrisa de perplejidad, ¿por qué diablos se arrimaba a mí, si estaba pensando en otro?, ¿buscaba, lo mismo que antes, en lugar del cuerpo desnudo de Hübchen, mi mirada desnuda?, ¿o quería a los dos a la vez?, ¿deseaba que nos conociéramos para azuzarnos a uno contra otro, para demostrar que Melchior no significaba tanto para ella, que podía conquistar a cualquiera, ¡a cualquiera!, y resarcirse así de la humillación que le habían infligido el rechazo y la crudeza de Melchior, o quizá durante el ensayo de la escena de Hübchen se había abierto una herida profunda -porque era cierto que ella ansiaba amor y juventud- que durante la desabrida discusión con el director había empezado a sangrar inconteniblemente? En cualquier caso, al ver cómo nos mirábamos a los ojos con ternura, interés y confianza, en medio del pasillo y de la actividad cotidiana, frau Kühnert se había quedado desconcertada; los tramoyistas acarreaban accesorios y bastidores, sonaba la descarga del inodoro, Hübchen salió de la ducha desnudo y mientras iba a su camerino, andando con parsimonia, al pasar por nuestro lado guiñó un ojo a Thea con descaro como diciendo: «¿ves como eres un pedazo de puta?, ¡ahora vas a conseguir de éste lo que antes querías de mí!», pero frau Kühnert no entendía nuestra actitud ni nuestras miradas, aparte de que Thea no le hubiera dicho ni gracias por su mediación, porque sólo tenía ojos para mí y le parecía normal que frau Kühnert la sirviera.
Pero enseguida noté que su atención estaba fija en mí sólo aparentemente, lo mismo que la mía en ella, pero aquel interés fingido me resultaba tan grato como si fuera auténtico y pleno, me halagaba, su cuerpo era delicado y esbelto, y no era ésta la primera vez que yo sentía deseos de abrazarlo, pero intuía que aquel cuerpo no admitía la fuerza, que había dureza bajo su aparente ductilidad y que sólo se entregaría si yo me mantenía cauto y reducía mis ímpetus a la fuerza de un suspiro; en resumen, me había seducido, pero mientras yo parecía mostrarle una admiración viva y rendida, no dejaba de observar la técnica que ella utilizaba, porque una técnica era, para producir esta ilusión, me intrigaba cómo conseguía crear una situación aparentemente real y, al mismo tiempo, quedar al margen, me preguntaba quién era ella en realidad y si podía mantener semejante control en todos sus gestos, y también por todo ello yo me fingía tan sumiso, entregado y enamorado como creía verme frau Kühnert; pero a fin de cuentas quizá era este casi sangriento juego de las apariencias lo que me mantenía en constante tensión desde el momento en que, unas seis semanas antes de la escena del pasillo, Langerhans me llevó a la mesita del director y me sentó al lado de frau Kühnert, en su propia silla, que él nunca usaba, ya que durante los ensayos se paseaba por la sala, rascándose la barbilla y quitándose y poniéndose las gafas con aire ausente, como desentendiéndose de lo que realmente le preocupaba.
Pero lo que no recuerdo es cuándo ni cómo vino ella a nuestra mesa, ni si, cuando yo ocupé aquel sitio que por tantos motivos iba a resultarme desagradable, ella ya estaba allí y yo no me fijé.
Pudo haber estado y pudo venir después, de todos modos, enseguida me pareció que estaba allí por mí, y esta imprecisión, esta laguna de la memoria, no es sino una prueba más de que la interacción de los sentimientos, que tanto nos ocupa en esta novela, queda oscurecida por sus propios procesos mecánicos, de manera que nada significativo podemos decir de ella; como si cada hecho quedara tapado por nuestra propia aguzada atención y, al mirar atrás, no pudiéramos recordar lo ocurrido sino sólo el modo en que nosotros lo observábalos, los sentimientos que despertó en nosotros aquel hecho que se difumina en la niebla, por lo que no percibimos el hecho como hecho, el cambio como cambio, el viraje como viraje, a pesar de que constantemente esperamos de la vida cambios y dramáticos vuelcos, porque de cada cambio y cada vuelco, aunque tengan proporciones trágicas, esperamos la redención, ese sentimiento excelso que puede traducirse por un «esto es lo que yo esperaba»; y como la observación oscurece el hecho y la espera oscurece el cambio y todos los cambios de nuestra vida se producen calladamente, no empezamos a sospechar hasta que la nueva situación se ha apoderado de nosotros y es imposible emprender la retirada hacia el pasado, desdeñado y aborrecido pero seguro.
Yo, sencillamente, no me había dado cuenta de que, desde la aparición de Thea, había dejado de ser el que era.
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