Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Se recreaba en sus movimientos, y como su figura -los brazos, las manos, los muslos ceñidos por el pantalón- era esbelta y flexible, sus ademanes no producían extrañeza, tocaba los objetos con mimo, como si su contacto le produjera una alegría elemental; parecía querer incluirme también a mí en aquel ritual ceremonioso, amable, íntimo, casi afectado, por el que repartía toques y caricias; como si su propósito fuera el de convencerse y convencerme de cómo se podía gozar de la vida aquí, qué ritmo de movimientos exigía el entorno, y hacerme una minuciosa demostración de ese ritmo, que era tan personal como los objetos que le rodeaban; pero, a pesar de su aparente franqueza y afabilidad, yo percibía en él cierta rigidez, la impudicia de su exhibicionismo no era del todo espontánea, detrás de la aparente desenvoltura y superioridad con que alardeaba de sensualidad se advertía cierta inquietud, como si, desde el parapeto de su arrogancia, espiara si yo sentía curiosidad por las muestras de confianza que me ofrecía y se preguntara si no se habría equivocado al juzgarme.

Y, como en todos sus movimientos, por armoniosos, seguros e inequívocos que fueran y por más que pudieran interpretarse como una franca confesión, advertía yo una curiosidad ávida, persistente e interesada, quizá estuviera justificada su implícita pregunta; yo me desentendía de aquella representación, como si optara por mantenerme dentro de los seguros límites del decoro y del orden convencional, o no comprendiera el significado oculto de sus gestos, y tan impuesto estaba de mi papel y tanto temía la atracción de lo desconocido que hubiera preferido cerrar los ojos para no verle revelarse y ofrecerse a mí esperando reciprocidad, y él, al percibir claramente el alcance y la índole de mi temor, se mostró dispuesto a neutralizar sus señales con un cambio de actitud e iniciar la retirada.

Evidentemente, aun haciendo abstracción de lo anterior, ya habíamos ido demasiado lejos como para poder pensar en una retirada propiamente dicha, el error había sido subir a su casa, ahora estaba delante de mí con una sonrisa infinitamente confiada, insistente, libre de temor y de ansiedad, que no mendigaba confianza sino que la ofrecía, en la que aún temblaba la inseguridad, sonrisa irresistible que se dibujaba en los pequeños pliegues verticales de la boca, los ojos, la frente lisa, la sombra de las comisuras de los labios y, naturalmente, también en los hoyos de afabilidad que se marcaban en las mejillas, a la que yo no podía cerrar los ojos; en este breve instante, yo comprendía claramente que hasta un involuntario parpadeo hubiera delatado aquella atracción que desde el primer momento él había ejercido en mí y que estaba en clara oposición a la actitud aparentemente rígida e indiferente con la que yo me esforzaba por ocultar esa atracción no sólo a él sino a mí mismo, por neutralizarla, por introducirla a la fuerza en el marco de un orden moral, lo mismo que el hechizo que en mí ejercían su boca, su sonrisa, sus ojos, su voz profunda y melodiosa y su andar elegante y garboso; porque él caminaba como diciendo: ¡mirad cómo ando!, ¿y tenía yo que imponerme disciplina, dominar mis sentimientos y obligarle a él a ajustar sus movimientos a un orden severo? Pretensión tan ridicula como inútil, como si la situación en la que ahora nos encontrábamos, en esta habitación interesante más por lo que tenía de inhóspita que de acogedora, una situación en la que la razón jugaba al escondite con la sensualidad, pudiera controlarse mediante una disciplina cualquiera; yo me esforzaba con tesón por desviar hacia el elegante y rancio entorno la mirada que había quedado prendida en su sonrisa, aún buscaba una salida para mi mente, que estaba a merced de mis sentimientos, pero entonces sentí que su sonrisa se había apoderado de mis ojos y mi boca, que, a pesar mío, yo le estaba sonriendo con sus mismos ojos, unos ojos muy abiertos, que me había identificado con él; pero pasaba el tiempo e, hiciera yo lo que hiciera, intentara lo que intentara, todo nos arrastraría en la dirección en la que él quería ir, si yo consentía, si su sonrisa no se helaba en mis labios; y yo no podía desprender su sonrisa de mis labios, y eso me daba a entender que, poco a poco, estaba perdiendo la facultad de decidir por mí mismo; ¡si no me hubiera inquietado tanto aquella determinación suya, nutrida de experiencias, flexible, dúctil y a la vez indecente y arrogante! Tenía que buscar una excusa y marcharme cuanto antes -¡fuera de aquí!, pero entonces, ¿por qué me había dado tanta prisa en venir?- o, simplemente, girar sobre los talones y salir de la casa, pero no podía marcharme sin más, porque, aparentemente, la situación no tenía nada de particular, era natural que un hombre joven invitara a otro a tomar una copa, ¿qué mal podía haber en ello?, aunque su mutua simpatía provocara una pasajera confusión porque resultaba mucho más cálida que lo que su pudor les permitía reconocer, un sosegado intercambio de ideas durante el que pudieran hacer derivar los sentimientos hacia pensamientos abstractos habría de permitirles superar toda turbación; si no hubiera sido tan transparente este pretexto, si no hubieran robustecido nuestra comunión aquel ambivalente sentimiento mío de deseo y rechazo de intimidad y nuestra mutua consideración -yo no quería ofenderle y él no quería ir demasiado lejos-, pero todo conspiraba para consolidarla, y al fin mi esforzado renunciamiento, mi afán por engañarme a mí mismo y cerrar los ojos, mi desconcierto, mi ostensible frialdad, mi precaución, todo repercutió en mí con efecto bumerán.

Y, además, él no paraba de hablar, deprisa, en un tono un poco roas alto de lo necesario, persiguiendo implacablemente mis miradas con sus palabras, de otra cosa no podía hablar en ese momento, tenía que comentar y explicar todo aquello que, a su entender, despertaba la curiosidad de mis ojos; podríamos decir, con cierto cinismo, que él hablaba, simplemente, para vencer mi turbación e impedir que esta turbación, que se leía en la trémula y atormentada sonrisa de mis labios, volviera a incidir en él; piropeaba, arrullaba, halagaba y engatusaba, todo lo cual contribuía a que su superioridad, por no decir el componente específicamente sexual de su superioridad, se me hiciera insufrible, inaceptable, precisamente por ser una superioridad eminentemente masculina o lo que por tal entendemos, una superioridad que exuda seguridad, halagadora, intrusiva, violentamente tierna, el crudo reflejo -¡qué reflejo, caricatura!- de una actuación que hasta ahora yo no había tenido ocasión de contemplar, a pesar de que, sin darme cuenta, la había practicado, un lamentable hábito que adopta uno en un momento de la pubertad por considerarlo viril en grado superlativo, y que consiste en hablar por los codos sin decir nada, a fin de que, por la entonación, se adivine el significado hábilmente disimulado bajo el torrente de palabras; que si me sorprendía que hubiera pintado el suelo de blanco, preguntó, pero no esperaba la respuesta, sino volver a cazar mi mirada con la suya, para apresarme, desde luego él ya sabía que no era corriente, dijo, pero qué hacía él que fuera corriente, y que si me parecía bonito, a él cuando acabó de pintar lo se lo parecía y se sintió satisfecho de sí mismo, aunque no fuera más que por haberse ahorrado rascar el suelo; aquello era un corral, un corral de gallinas, ¿podía imaginar que allí vivía un anciano?, él con frecuencia se veía a sí mismo de viejo y temía que aquél fuera el tramo más difícil de su vida, habida cuenta de sus anómalas inclinaciones, él sabía que el cuerpo, aun hecho una ruina, conserva los deseos de la juventud, sigue anhelando cuerpos jóvenes, en fin, decían los vecinos que el viejo había muerto en la salita, donde ahora estaba el sofá, al parecer, en un jergón de paja saturado de orina, por eso él pedía al destino que no le deparara una vejez semejante, en realidad, él prefería no llegar a viejo, yo no podía imaginar la cantidad de porquería que había encontrado al mudarse, y qué hedor, hasta en invierno tenía que dejar las ventanas abiertas, e incluso ahora, al cabo de cuatro años, a veces, aún le parecía olerlo, por otra parte, ¿por qué no podía ser blanco el suelo?, ¿por qué tenía que ser o marrón o amarillo?, ¿no había sido una idea excelente cubrir toda la inmundicia con la blancura de la pureza?, al fin y al cabo, ello armonizaba con el proceder de los rectos alemanes, y él era, si no alemán del todo, por lo menos, medio alemán.

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