Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Era quizá esta esencial predisposición para la farsa el rasgo que me hacía diferente de los otros chicos.
Yo me identificaba plenamente con su mentalidad de chica, como si sólo fingiera ser chico y de un momento a otro pudiera descubrirse mi superchería.
Como si no hubiera una línea divisoria entre mi parte masculina y mi parte femenina.
Como si no fuera yo el que hacía esto o lo otro, como si no actuara yo mismo sino que para cada acción hubiera en mí dos opciones, la femenina y la masculina, entre las que yo podía elegir y, como era chico, naturalmente, elegía la variante masculina, aunque también hubiera podido elegir la otra; por ejemplo, ahora tenía que preguntarle en tono seco qué le pasaba, a pesar de que lo sabía perfectamente y, si ella no contestaba, decirle en tono más perentorio que se dejara de histerismos, señalar cínicamente que con su estúpida rabieta estábamos perdiendo un tiempo precioso, soltar algún juramento y, sobre todo, hacer como si su llanto me molestara, a pesar de que no me molestaba ni lo más mínimo, pero también podía asumir el papel de la amiga y hacerle comprender que, si hoy quería ver a su querido Kálmán, aquel gordo repelente -porque, naturalmente, estaba claro que iría, a pesar de que yo no entendía qué veía en él y su solo nombre me daba ganas de vomitar-, debía tener más cuidado con su bonita cara y no llorar de esa manera, porque no querría estar hecha una birria; ella, a juzgar por la forma en que arreciaba en su llanto, parecía estar esperando unas palabras rudas, el significado en sí era lo de menos, lo único que necesitaba para demostrar su debilidad era esta simbólica bofetada, al igual que yo necesitaba despotricar para demostrar mi fuerza; después de oírlas, recurrió a todos los efectos dramáticos que se había reservado, subió el tono de los sollozos, apartó el brazo, se volvió bruscamente y, cambiando a un berrido profundo, me enseñó una cara empapada en lágrimas y tan desfigurada por el berrinche que despertó en mí cierta compasión auténtica.
Como si, de tanto fingir, pudiéramos tener un punto de sinceridad.
– ¿Qué queréis de mí? ¿Por qué me atormentáis? ¿Por qué? ¡No sabéis hacer nada más que atormentarme! -exclamó con voz ahogada, y su aflicción era real, pero a mí me deparaba un placer perverso, porque en su queja nos incluía a Kálmán y a mí, era evidente que estaba indecisa entre los dos, cuando, para mí, aquello no pasaba de ser un juego que podía observar desde fuera; volvió a echarse de bruces, se cubrió otra vez la cabeza con los brazos y, libre ya de toda inhibición, escaló las más altas cumbres del llanto; yo estaba fascinado y pasmado porque si, hasta ahora, aquello había parecido puro teatro, con empeño, lenta, gradualmente, ella había conseguido convertirlo en algo real, arrastrando a los arrebatos del dolor a un cuerpo que al principio, falto de una causa verdadera, se resistía, pero ahora, ¡oh, milagro!, sufría y temblaba, se estremecía y retorcía, hundido en el blando sofá; aquello ya no era un juego, pero yo, muy en mi papel de hombre fuerte, conservaba un resto de calma y no me moví, no extendí la mano hacia ella y, naturalmente, tampoco la consolé, a pesar de que me horrorizaba verla en aquel estado; por un lado, clavaba las uñas en el cobertor, lo pellizcaba, lo mordía, movía la cabeza a derecha e izquierda como una epiléptica, pero, por otro lado, las piernas le colgaban inertes, como si el ataque fuera sólo resultado de la convulsa oposición entre los extremos de la exteriorización sin reservas y el hermetismo total, y no me faltaban razones para estar asustado y escudarme tras una afable indiferencia, yo lo había provocado, con mis palabras, había hecho aflorar esta secreta locura, para sentir mi poder sobre ella y vencer en su cuerpo al otro que estaba dentro de mí y que me era muy tierna y cruelmente familiar como para sentir celos de él, todo aquello era, pues, para mí solo, ¡y qué voz la suya!, sollozos agudos y desgarrados a la vez, como si sonaran dos voces a un tiempo, como si, bajo los roncos quejidos que oscilaban al ritmo regular de las convulsiones del cuerpo, sonara un lamento ininterrumpido que iba subiendo de tono hasta hacerse insoportable; me parecía que la situación se me iba de las manos por momentos.
Y cuando me senté a su lado en el sofá, me incliné sobre ella y le puse la mano en el hombro, no fue el mío un gesto de ternura ni de compasión, no, lo que yo sentía era más bien repulsión y odio y, sobre todo, miedo a que aquel estado durase para siempre; en vano me repetía que todas las crisis de llanto tienen que acabar antes o después, era tan poderoso el efecto de su figura y de su voz que no podía tranquilizarme la experiencia, no, aquello no acabaría nunca, lo que había estado oculto hasta entonces y se había manifestado inesperadamente tendría carácter permanente, y Sidonia entraría de un momento a otro y se descubriría todo, y por el jardín vendrían los vecinos que, naturalmente, habían oído los gritos, y llamarían a un médico, y acudirían los padres, y ella seguiría llorando y gritando con aquel vestido, y se descubriría que el culpable del desaguisado era yo.
– ¡Maja, cariño!
– ¡A la mierda, tú y tus cariños!
– ¿Qué te pasa? ¡No llores así! ¿Qué tienes? Yo estoy aquí. Ya sabes que te comprendo. Acuérdate de lo que nos juramos.
– ¡Un carajo nos juramos! -se desasió y rodó hacia la pared.
Yo me eché a su espalda, si más no, para taparle la boca.
– Si no me voy, mujer. Ha sido sólo una amenaza, me quedo. ¡Maja! ¡Me quedo, Maja! Pero tú puedes ir a donde quieras. Ya sabes que puedes hacer lo que te plazca. ¿Por qué no contestas? -le susurraba al oído tratando de abrazarla con todo el cuerpo, apretándome contra ella, con la esperanza de transmitirle mi calma.
¡Pero dónde había quedado la calma de mi superioridad masculina! Ahora me daba cuenta de que también yo temblaba, oía temblar mi voz, sin sospechar que ella lo advertía con lúcida precisión y que yo no podía proporcionarle mayor satisfacción.
Pero mi estremecida ternura, lejos de calmar su frenesí, lo exacerbó, y, por su misma exaltación, me di cuenta de que conservaba la suficiente capacidad de raciocinio, que seguía siendo la de siempre, porque fue inútil que yo tratara de disfrazar de solícita atención el movimiento con que atraje su cabeza hacia mí, para taparle la boca astutamente y así dejar de oír su voz: en aquel momento nos descubrimos el juego mutuamente, ella receló el engaño, tensó el cuerpo, me dio un empujón, un puñetazo, un puntapié y un mordisco en un dedo, todo ello, sin dejar de gritar, le cambió la cara, como si se hubiera convertido en la de un chico, sus rasgos, relucientes de lágrimas, se habían endurecido y si, en lugar de temblar de miedo, yo hubiera sido capaz de pensar con claridad y hubiera contestado con golpes y empujones a sus golpes y empujones, entonces sin duda me hubiera destrozado; en realidad, nunca habíamos peleado en serio pero ella era no sólo mucho más fuerte que yo sino también más feroz y brutal.
Yo no me defendía, tampoco me di cuenta de cuándo dejó de gritar, ya ni me esforzaba por sujetarla, pero aguanté el ataque y quizá nuestra relación nunca tuvo un momento de sinceridad como aquél, yo dejaba que me pegara, me arañara, me pateara y me mordiera, es más, contestaba a sus ataques tiernamente, con caricias y besos, que, en aquella situación, le hacían tan poco efecto como a mí sus blandos puñetazos de niña; en aquella escena, ella era el chico, y yo, la chica; los ojos desorbitados, los dientes amenazadores, los tensos músculos del cuello intimidaban, pero yo no me dejaba lanzar al suelo y, en el repentino silencio, sólo se oía su jadeo, el rechinar y crujir del sofá y el chasquido de los golpes.
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