Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Aquel día ella parecía hablar de algo acerca de lo que nada hubiera podido saber.
También nuestro silencio parecía hablar de ello.
Por fin conseguí decirle algo de lo que nunca le había hablado.
No fueron palabras audibles, naturalmente, en aquel silencio no sonó ni una sola sílaba, y mi confesión duró sólo lo que tardó mi boca en ir desde el delicado interior del codo hasta el hombro sembrándolo de pequeños besos; a las chicas les gusto mucho, hubiera susurrado en mi declaración de amor, les gusto más que los otros chicos, hubiera agregado, como si necesitara hacer hincapié en ello, un poco avergonzado de esta afirmación sorprendente, improcedente y jactanciosa, porque nuestros pensamientos secretos, al ser expresados en palabras, aunque sólo sea en un monólogo interior, necesitan una puntualización que los corrige y disminuye: porque no les gusto como les gustan los otros chicos, lo sé y me avergüenzo de ello, mejor dicho, no les gusto como les gustan los otros chicos, sino que simpatizan conmigo como si fuera una de ellas, a pesar de ser chico, naturalmente, distinción que no deja de halagarme, pero me gustaría pedirle que me ayudara, porque estoy contándolo mal, y es que al decir chicas no me refiero a las chicas en general sino a tres, Hedi, Maja y Livia, y cuando digo chicos son Prém, Kálmán y Kristian, y si tuviera que buscar mi lugar en uno los dos tríos, interdependientes y, al mismo tiempo, autónomos, decidir cuál de ellos me atrae más, yo diría sin vacilar que ellas, las chicas, me caen mejor, pero atraerme me atraen más ellos.
Siempre y cuando fuera posible decir estas cosas en voz alta.
Con la cabeza apoyada en el hombro de mi madre, recordé de pronto el momento en que, sin hacer ruido, entro del jardín en el espacioso comedor de los Prihoda y me quedo mirando en silencio a Sidonia, la criada, en el momento en que, después de levantar el mantel, se arrodilla de espaldas a mí para recoger las migas de la alfombra.
Quizá era el denso aroma de su piel lo que me impulsaba a contárselo todo, a revelarle mis secretos, todo lo que yo vivía con independencia de ella pero que, en cierto modo, se refería a ella.
Cuando la criada advierte por fin mi presencia, yo, con el índice en los labios, le pido que calle, para que nadie se entere de mi llegada y pueda sorprender a Maja; y ella se queda quieta, sin comprender, afortunadamente, el verdadero motivo de mi precaución, cree que se trata de una jugarreta inocente -¡naturalmente, soy tan bromista!-, Y yo, con mi sonrisa y mi súplica la convierto en mi cómplice; sigilosamente, procurando no hacer crujir el suelo, me acerco a ella, «ya está otra vez este granuja haciendo de las suyas», dicen sus ojos brillantes y, mientras observa mis movimientos, suelta una carcajada.
Tengo que inventar cada vez algo nuevo, esto no es más que el preludio, tengo que idear algo extraordinario, para acrecentar a cada ocasión el efecto y la fascinación de mis actos, y, aunque ello no es tan difícil como podría parecer a primera vista, he de proceder con Prudencia en mis pequeñas trastadas y aprovechar las posibilidades de cada ocasión.
No saludo, sé que sólo los gestos más extravagantes son eficaces, de modo que me limito a mover la cabeza, otras veces le beso la mano, eso la divierte y entonces me da un coscorrón, aparte de los golpecitos y cachetes, nuestra relación es silenciosa, aunque más elocuente que si habláramos: si intercambiando señales nos entendemos ¿para qué interferir en la comunicación con las palabras?
Me basta con fijarme en las chispitas amarillas de sus ojos grises de gato, sé que cualquier movimiento suyo, consciente y deliberado, será forzado, por lo que tengo que guiar mis movimientos por esos puntitos amarillos que me dicen si voy por buen camino o me equivoco; ahora, por ejemplo, ha querido castigarme con su carcajada: no habla, porque yo le he pedido que calle, pero se ríe ruidosamente, y eso exige represalias, pero a los dos nos gustan las pequeñas represalias que nos permiten darnos tirones de pelo, empujones, puñetazos, mordiscos y arañazos, mientras reprimimos no ya nuestro belicoso jadeo, sino incluso la respiración; lentamente, me arrodillo, no necesito burlarme de ella -¡ya me entiende!-, simplemente, repitiendo, emulando, la cómica y hasta humillante postura de su cuerpo, estamos los dos de rodillas entre las patas de las sillas que ella había apartado, y yo la miro como diciendo: ¡en esta casa eres como un perro, nada más que un perro!
Sidonia es obesa, tiene el pelo castaño y espeso, recogido en gruesas trenzas alrededor de la cabeza, la cara reluciente, la mirada alegre y una manera de moverse, torpe e infantil, que desarma; al ver las oscuras manchas de sudor en las sisas de su blusa blanca se me ocurre una idea: ¡ahora el perro soy yo!, y olfateando ruidosamente le meto la nariz en la axila.
Su cuerpo se derrite de mudo placer, rueda debajo de la mesa y hasta allí sigo yo su olor tibio y húmedo, pero entonces ella me da un fuerte mordisco en la nuca.
Unas veces de este modo y otras veces de otro, cualquiera que fuera el juego, esto no era sino la antesala del placer.
Porque en la alcoba del espacioso y oscuro dormitorio, inclinada sobre la mesa llena de libros y cuadernos, con la cabeza apoyada en las manos y un lápiz entre los dientes, está Maja, balanceando las desnudas piernas cruzadas bajo la silla a un ritmo imprevisible e irritante.
Altos arbustos y viejos árboles de ramas colgantes ponían una cortina de vegetación delante de su ventana, había en la habitación una luz trémula y verdosa, un reverbero en la pared blanca de hojas movidas por el viento.
– ¿Aún no ha venido Livi? -pregunté en voz baja, empezando deliberadamente por esta pregunta crucial, que equivalía a una confesión, para que desde el primer momento supiera que no venía por ella, que me había esperado en vano.
Ella no me miró, hizo como si, en el primer momento, no hubiera oído lo que yo preguntaba y siguió sentada al escritorio con aire ausente, mirando, más que leyendo, el libro desde lejos, con repugnancia y por obligación, procurando mantenerlo a la mayor distancia posible; leía como otros contemplan un cuadro, abarcando con la mirada el detalle y el conjunto, le surcaban la frente unos pliegues ondulados, había en sus redondos ojos castaño oscuro un asombro permanente y fijo, mordía el lápiz con sus dientes blancos y bonitos, lo hacía girar y lo volvía a morder; noté que se había enterado de mi llegada porque sus piernas se balanceaban con menos ímpetu y el lápiz giraba más despacio entre sus dientes; probablemente, huelga aclarar que éstas no eran señales de hastío sino de concentración, sus sentidos, atentos a este movimiento acompasado y mecánico, dejaban libre su atención para absorber conocimientos extraños a su ser, y cuando por fin consiguió sustraerse a lo que tanto la cautivaba, con aquel mismo interés y asombro me miró a mí, como si a sus ojos yo no fuera más que uno de tantos objetos, quizá todos los objetos fueran interesantes a su manera; despacio, muy despacio, levantó la cabeza, estiró la frente y se arrancó, casi a la fuerza, el lápiz de los dientes, pero se quedó con la boca abierta y de su cara no se borró el gesto de ávida atención.
– Ya lo ves -dijo simplemente, pero sin poder ocultarme que en el fondo se alegraba de darme una mala noticia.
– ¿Y no va a venir? -pregunté innecesariamente, sólo para que no quedara ni la menor duda de que no había venido por ella.
– Livi ha empezado a aburrirme, hoy quizá no venga, pero Kálmán dice que hemos de vernos, Kristian va a montar no sé qué teatro.
Con estas palabras me había clavado un buen alfilerazo, porque, naturalmente, ellos nada me habían dicho, y ella sabía muy bien que los chicos no querían que yo fuera.
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