Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Por fin entré en el cuarto de baño y cerré la puerta, tal como él me había ordenado.
Él volvió a sentarse en la bañera y, en el mismo momento, emergió mi madre resoplando y saltó agua al suelo.
– ¡Anda, quítate el pijama y y métete en la bañera! -dijo él con naturalidad, como si fuera lo más lógico.
Cuando entré en la bañera y me senté entre las rodillas dobladas de ambos, el agua volvió a rebosar inundando el suelo y haciendo bailar las zapatillas, y los tres nos reímos.
Y esa risa repentina que, con su alegría espontánea, derribó todas las barreras que habían levantado la reserva, el recelo, la prevención y los temores infundados, desgarró también aquella membrana que separa la realidad externa de la verdad interior, superior a ella, liberando al cuerpo de su peso y de las limitaciones de su forma y situándonos en ese ámbito superior en el que hay libre comunicación entre la realidad del cuerpo y la verdad de nuestros deseos; tres cuerpos desnudos, en una bañera de agua tibia, y parecía que reía una sola boca, como si esa risa, no exenta de malicia, en virtud de la armonía de nuestros sentimientos, saliera de una única boca gigante; mi cuerpo estaba entre las rodillas de mi padre, mis pies, entre los muslos de mi madre bajo el agua turbia y espumeante de champú que mecía suavemente sus senos grandes, como si flotaran, y mi padre me empujaba por detrás y mi madre me empujaba por delante, y a cada vaivén el agua rebosaba, y aunque lo que nos hacía reír era un juego infantil, a mí me parecía que aquella boca común engullía los cuerpos desnudos para escupirlos después, y otra vez hacerlos desaparecer en la oscura garganta de la voluptuosidad y volver a escupirlos, al ritmo cadencioso de la risa, que se alzaba en oleadas, ascendía oscilando, se detenía al culminar para volver a caer y rebrotar de zonas del cuerpo aún más profundas, sacando a la luz ocultos e insospechados tesoros de placer, ensanchando los pulmones más y más y subiendo cada vez a mayor altura para despedir una alegría incontenible como el agua que saltaba de la bañera.
Pero en honor a la verdad debo puntualizar que mi vida de entonces no se componía únicamente de tribulaciones sin fin, injusticias humillantes, derrotas lastimosas y sufrimientos insoportables, no, como contrapunto a mi relato, indiscutiblemente sesgado, tengo que reconocer que la proporción de las alegrías era equivalente a la de los sinsabores; pero quizá el sufrimiento deja huellas más profundas, porque el pensamiento, con su cortejo de dudas y reproches, hace que parezca más largo el tiempo, mientras que la auténtica alegría, que rehuye la reflexión y se limita al puro sentimiento, no se concede ni nos concede más tiempo que el de su duración, por lo que se nos antoja accidental y aleatoria, y mientras el sufrimiento deja en la memoria largas y confusas historias, la dicha se reduce a simples momentos; pero dejémonos de análisis que se pierden en los detalles y dejémonos de la filosofía que ahonda en el significado de esos detalles, aunque unos y otra nos serán necesarios si queremos descubrir la riqueza de nuestra alma, ¿y por qué renunciar, si ello nos complace?, sin embargo, precisamente porque esta riqueza es infinita y porque lo infinito es una de las cosas más incomprensibles de este mundo, tendemos, en nuestro precipitado análisis, a ver en procesos simples y naturales la causa de nuestras heridas, mutilaciones, sufrimientos, enfermedades psíquicas y -digámoslo ya- de nuestra miseria, porque hemos perdido de vista la totalidad del hecho para fijarnos en determinados detalles elegidos arbitrariamente y, asustados por la inmensa riqueza de los detalles, desistimos y nos paramos antes de llegar al final del camino; nuestro miedo busca un chivo expiatorio, levanta pequeños altares de ofrendas y clava en el aire el cuchillo del sacrificio, con lo que provocamos una confusión mucho mayor que la que sentiríamos si no nos hubiéramos puesto a pensar en nosotros mismos, ¡ah, cuan felices, los pobres de espíritu!, dejémonos pues de reflexiones, entreguémonos libremente y sin reservas a la grata idea de que estamos sentados en el suelo al lado de la cama de mamá, con la cabeza apoyada en la fría colcha de seda que la cubría, con los labios en su brazo, con sus dedos en el pelo, sintiendo un agradable cosquilleo en el cuero cabelludo, porque ella, confusa, ha hundido la mano en mi pelo, tratando de amortiguar con este ademán de consuelo el impacto de sus palabras, y aunque este agradable estremecimiento poco a poco se extiende por toda la superficie de mi cuerpo, ella ya no puede retirar las palabras; porque también yo había pensado que quizá mi padre no fuera mi padre y, puesto que ella no había podido decidirse por ninguno de los dos hombres, ahora la sospecha podía convertirse en certeza, pero nada más podía decirse al respecto, y era lógico; así pues, callamos y descubrimos que la evocación que sus palabras habían hecho brotar se desvanecía, ya que, por importante y decisiva que pudiera ser, sólo formaba el fondo de nuestras emociones y de nuestros auténticos intereses, porque en ese ámbito en el que tratamos de comprender y asumir nuestras impresiones y en el que se desarrollan nuestras verdaderas vivencias, estamos solos, completamente solos, y nadie, ni los dos hombres ni ella, tenían acceso a él.
Y si bien todo ello no me dejaba indiferente, ello no se debía a que fuera tan importante saber cuál de los dos hombres era en realidad mi padre, incógnita apasionante, sin duda, electrizante por lo que tenía de indecorosa y misteriosa en grado superlativo, tanto como la imagen que yo conservaba del hombre al que creía mi padre y aquella otra mujer; no obstante, pienso que en realidad era una cuestión anecdótica, secundaria, prescindible, como el arco del horizonte de un prado sumido en la niebla crepuscular, un marco que se diluye en la nada, que está en el cuadro, sí, pero nuestro cuadro particular empieza y termina donde estamos nosotros, donde ocupamos un lugar, y nuestra reflexión sobre la existencia tiene sólo un punto central, el cuerpo, la sola forma que hace posible tal reflexión proporcionándonos fuerza, autoridad y seguridad, de manera que, en resumidas cuentas, insisto, en definitiva, no tiene por qué interesarnos algo que no sea el cuerpo con todos sus atributos imaginables; las palabras de mi madre habían ahogado mi respuesta y cualquier otra pregunta porque me parecían una alusión no del todo fortuita a lo que en realidad me preocupaba; tampoco yo podía decidirme, a pesar de que, al igual que ella, sentía la necesidad de tomar decisiones, sólo que en sus palabras percibía yo un remordimiento de toda la vida por aquella incapacidad para decidir, una confusión absoluta, algo así como un símbolo del futuro que me amenazaba a mí mismo, sin duda, la confusión de la persona que desespera de poder tomar una decisión, porque tal decisión ya es imposible, y en este aspecto su confesión resultaba liberadora, como si intuyera que moriría pronto, era un testamento, una exhortación a no intentar decidir lo que no puede decidirse, cifrar mi alegría en los hechos incontrolables como si la libertad de la persona consistiera únicamente en dejar actuar, sin oponer resistencia a los fenómenos del mundo que se manifiestan en nosotros; por todo ello, en aquel momento, ella no era para mí una madre, de la que cabría esperar que nos protegiera de la fría realidad con el calor de su cuerpo, sino una criatura que sabía de excesos y aventuras y hablaba por experiencia, que no podía menos que ser fría y cruel y a la que apenas le importaba yo, puesto que toda relación humana necesita calor, pero con la que me sentía identificado a pesar de todo porque idénticos eran, con independencia de la edad y el sexo, los procesos que se desarrollaban en nosotros.
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