Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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– ¿Así que hemos de reunimos?

– Claro que hemos de reunimos -dijo con aire de inocencia, como si yo estuviera incluido en el plan, y durante un momento consiguió engañarme.

– ¿Te ha dicho él que vaya yo también, que me avises?

– ¿Es que no te ha avisado él?

Ella saboreaba mi confusión con una ligera condescendencia burlona.

– Algo me ha dicho -contesté, aunque sabía que ella se daba cuenta de que era mentira y me compadecía un poco.

– ¿Y por qué no habías de venir, si quieres?

Pero yo no quería su compasión.

– Otro día perdido -dije, furioso, traicionándome sin querer, lo que la alegró.

– Mi madre no está en casa.

– ¿Y Sidonia?

Ella se encogió de hombros, algo que hacía con una gracia inimitable, levantando los hombros sólo muy levemente y tensando todo el cuerpo con gesto de absoluta indefensión y luego casi no te dabas cuenta de cuándo se relajaba; arrojó el lápiz a la mesa y se levantó.

– Ven, no perdamos más tiempo.

Como si realmente no le interesara nada más; pero yo no podía librarme de mi enfado con tanta facilidad ni entendía del todo la situación, sólo tenía la sensación de que, una vez más, algo había ocurrido a espaldas mías, y tenía que aclararlo.

– Dime sólo una cosa, por favor, ¿cuándo has hablado con Kálmán?

– ¡Si no he hablado! -casi gorjeó ella, y los ojos le brillaban de alegría.

– Es que tampoco hubieras podido, porque él ha vuelto a casa conmigo.

– Ya lo ves, ¿por qué no lo dejas entonces? -dijo sonriendo descaradamente, para mostrarme que la divertía mi irritación.

– ¿Puedo preguntar entonces cómo te has enterado?

– Eso es asunto mío, ¿no crees?

– Entonces es que hay cosas que sólo te conciernen a ti.

– Exactamente.

– ¿Irás?

– ¿Por qué no? Pero aún no lo he decidido.

– A ti te gusta estar en todas partes, ¿verdad?

– No te hagas ilusiones, no pienso decírtelo.

– Ni ganas.

– Mejor.

– Soy un estúpido por ir detrás de ti, después de todo.

Hubo un breve silencio y luego ella preguntó en voz baja e insegura:

– ¿Te lo digo?

– No me interesa, puedes guardártelo.

Ella se acercó, se acercó mucho, pero sus ojos, inquietos, se desviaron y se velaron, y aquel momentáneo desconcierto indicaba claramente que no veía lo que estaba mirando, es decir, a mí, no veía mi cuello, aunque parecía estar mirándolo, precisamente el mordisco, pero no veía lo que miraba sino que vagaba con la imaginación por aquel lugar secreto que ella deseaba ocultarme y que me inspiraba viva curiosidad, porque yo quería espiar allí a Kálmán, quería saber cada uno de sus movimientos, oír las palabras que le susurraba; con un movimiento vacilante, como si quisiera convencerse de mi presencia y como si no supiera lo que hacía, pellizcó con dos dedos el cuello de la camisa y me atrajo hacia sí distraídamente bajando la voz a un susurro zalamero.

– Te lo diré sólo porque juramos no tener secretos el uno para el otro.

Y, como el qué, por fin, consigue vencer el primer y más arduo escollo del pudor, suspiró profundamente y, ayudándose con una leve sonrisa, volvió a fijar su atención en mi cara, me miró a los ojos y prosiguió:

– Recibí una carta, me la trajo Livia ayer tarde, me dice que vaya, para encargarme del vestuario y que esta tarde nos encontraremos en el bosque.

Ahora tenía yo ventaja, porque sabía que esto no podía ser cierto.

– Mientes.

– ¡Tú estás majara!

– ¿Tan estúpido me crees como para no darme cuenta de cuándo mientes?

– ¡Es que tú nunca estás contento!

La sujeté de la muñeca, para arrancarle la mano del cuello de mi camisa y, sin soltarla, la aparté de mí, porque no tenía que ser ella quien marcara la distancia entre nosotros y, menos, con sus mentiras chapuceras, y lo hice a pesar de que su proximidad -su aliento me acariciaba la boca- y hasta sus apasionadas protestas con las que hubiera podido engañar a cualquiera, me seducían, pero como si también comprendiera que un cuerpo, por invitador y cálido que nos parezca, no puede pretender tomar posesión de otro sin ciertas condiciones morales y que para la posesión perfecta y total, más importante que la momentánea proximidad es lo que llamamos verdad -una verdad que, naturalmente, no existe pero a la que hay que aspirar, la verdad íntima del cuerpo, que puede resultar condicionada y efímera-, actué como un tipo duro que, para alcanzar un objetivo un tanto impreciso, procede con deliberación y sin escrúpulos: si ahora rechazaba el cuerpo era para recuperarlo después sin condiciones.

¿Hay movimiento más brutal que el de rechazar a alguien con un empujón despectivo? Así renunciaba yo a su boca, frustrando el deseo que me inspiraba su belleza, a fin de satisfacer un deseo más profundo, pero lo hacía con astuta premeditación, para conseguirla aún más rendida y para mí solo, eliminando primero al rival, al otro, al extraño, al usurpador Kálmán, tan parecido a mí, idéntico a mí, disputándole la posesión de su boca, porque yo deseaba que aquella boca de trazo perfecto no mintiera; es decir, yo pensaba ganar tanto como pudiera haber perdido con mi brusquedad.

– ¡Olvídalo, no me importa!

– Pero ¿qué quieres de mí? -me gritó con voz ronca de ira, desasiendo la muñeca de mis dedos.

– Nada. Estás horrible cuando mientes.

Naturalmente, la mentira en nada había modificado su cara, al contrario, el furor la embellecía, volvió a encogerse un poco de hombros, como si no le interesara en absoluto cómo la viera yo, y como este movimiento de indiferencia no concordaba con lo que estaba pensando, tuvo que bajar la mirada, avergonzada; sus ojos, abiertos de asombro constante, desaparecieron tras los pesados párpados, dejando que la boca dominara la cara.

Yo no deseaba sino que aquella boca se estuviera quieta, para poder contemplarla, una boca excepcional, con un labio superior que era réplica exacta del inferior y describía un arco que el surco de la nariz no quebraba con los picos normales ni se hendía en las comisuras, sino que formaba con su compañero un óvalo perfecto.

Una boca siempre dispuesta para silbar, cantar y parlotear, unas bonitas mejillas bien redondeadas, una masa de rizos castaño oscuro y una expresión alegre y despreocupada; ahora dio media vuelta y, manteniendo los flacos hombros rígidamente encogidos, fue hacia la puerta, pero no salió de la habitación sino que se quedó indecisa un momento y se echó en la cama.

No era una cama propiamente dicha sino una especie de sofá que servía de cama y durante el día cubría las sábanas una gruesa colcha persa, mullida, flexible, cálida y sedosa, en la que ahora se hundía su cuerpo rígido; llevaba el vestido de seda rojo cereza con florecitas blancas que había sacado para esta tarde del vestidor de su madre, una habitación soleada con las paredes totalmente cubiertas de armarios blancos, llenos a rebosar de ropa perfumada, uno de nuestros lugares de exploración favoritos; se protegía la cabeza con los brazos desnudos y sus pies descalzos que colgaban del sofá tenían una palidez que refulgía a la media luz de la habitación y producían una sensación de desamparo que acentuaban la falda arrugada que dejaba los muslos al descubierto y las sacudidas del llanto que empezaban a estremecerle los hombros, la espalda y hasta la suave curva de las nalgas.

Aquel llanto no me conmovía especialmente, yo me sabía de memoria todas las posibles variaciones de aquellas lacrimógenas escenas, desde los simples pucheros hasta los sollozos inconsolables, pasando por la llantina sostenida que, en progresivas aceleraciones, culminaba en antiestéticas e insoportables cataratas de lágrima y moco, a las que seguía un lento y verboso desenlace, un estremecimiento y el hipo entrecortado del agotamiento, y su cuerpo quedaba fresco y ligero y, sin aparente transición, ella volvía a ser la de siempre, y parecía incluso más fuerte, autosufíciente y satisfecha que antes. El que yo conociera bien el proceso no significa que pudiera negarle mi consuelo, porque sabía que también lloraba cuando yo no la veía, ella me hablaba con frecuencia, no sin cierta sana ironía, de sus crisis de llanto solitarias, revelando candidamente que el llanto, demostración desenfrenada de un sufrimiento cargado de autocompasión, también produce placer, y también lloraba, por ejemplo, en presencia de Livia, que era un testigo tan dulce y compasivo como yo, aunque más objetivo; no obstante, las sesiones de llanto que me dedicaba a mí tenían una cualidad especial, un sello personalizado, un punto de ficción, de exageración, de teatro, eran, en cierta medida, la base de una simulación recíproca, elemento fundamental de un sistema de mentiras al que, con el mayor esmero y convicción, tratábamos de dar apariencia de sinceridad, disfrazando de naturalidad y audaz franqueza nuestros embustes; como si con aquel llanto ella ensayara conmigo el papel de la futura mujer, la criatura débil, abnegada, delicada y sensible, cuando en realidad era fría, dura, calculadora, cruel y astuta; en belleza no podía competir con Hedi, pero, mucho más tenaz y despótica, quería mandar en todos y ejercer en nosotros un dominio mayor que el de Hedi, con toda su belleza, lo cual, desde luego, no pasaba de ser otra simulación, y ella sabía que yo lo sabía; ella representaba un papel y probaba cuál de aquellos vestidos perfumados, vaporosos y sedosos, adornados de encajes y volantes que tanto nos gustaban a los dos era el envoltorio más apto para la feminidad que pretendía encarnar; además, el hurto de la prenda hacía más emocionante este juego secreto de las transformaciones, en el que ella jugaba a ser su madre; fui hacia el sofá con paso firme, representando el papel que se me había asignado, en el que debía mostrarme fuerte, comprensivo, tranquilo y, al mismo tiempo, un poco brutal, es decir, hombre, papel que prometía tanta amenidad que no tenía dificultad en asumirlo, por falso que fuera.

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