Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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– ¿Qué haces aquí? ¿Qué es esto?
Y de un empujón me lanzó al suelo, encima de la manta de ellos dos.
Después de aquello, durante varios días, me dominó la consternación del pecador, el tenso torpor de la espera, en el que, preparados para las consecuencias, para el castigo, magnificamos lo sucedido, que hasta puede parecemos emocionante, pero no pasaba nada, en vano los observaba a ambos con la mayor atención, ni siquiera pude averiguar si mi padre había contado a mi madre lo ocurrido, como hacía en otros casos, cuando en relación con alguno de mis delitos trataban de observar respecto a mí una conducta unitaria, lo cual no siempre conseguían tan plenamente como para que yo no pudiera advertir sus diferencias de criterio; esta vez, empero, ambos fingían total ignorancia, como si nada hubiera ocurrido, como si yo lo hubiera soñado todo, tanto el contacto como los gritos, y, esperando el castigo convencional, se me escapó esa reacción que era mucho peor que cualquier castigo -hoy, un adulto razonable, me pregunto qué clase de castigo podía yo temer, ¿una paliza?, porque, ¿qué castigo se puede aplicar al niño que se enamora de su padre? ¿No es bastante castigo este amor terrible e insaciable, que trastorna cuerpo y alma?-, yo no me daba cuenta -o no quería darme cuenta, quizá no podía hacer otra cosa- de que desde aquel día mi padre se mostraba conmigo más reservado y precavido, rehuyendo todas las ocasiones de contacto físico, no me besaba, no me tocaba, ni siquiera me pegaba, como si le pareciera que hasta los golpes podían ser la manifestación de que correspondía a aquel amor, se apartó de mí, pero con discreción, con una reserva bien disimulada, con una sutileza que sin duda nacía del miedo, y ni yo mismo podía observar la relación entre el hecho en sí y las consecuencias, quizá tampoco él se daba cuenta, y hasta olvidé la causa de su distanciamiento, como olvidé que lo había visto con Maria Stein en la cama del cuarto de la criada; es posible que él lo hubiera olvidado también, y lo único que me mortificaba y a lo no podía acostumbrarme era que mi padre no fuera tan adusto como para dejarme indiferente, ni tan sensible como para quererme; ahora, cuando abrió la puerta para que yo entrara en el cuarto de baño, se observaba claramente, en su cara seria y en la ostentosa desnudez de su cuerpo, esta reserva, cierto recelo, una timidez bien disimulada, y también una desgana que indicaba que hacía aquello para complacer a mi madre y a regañadientes, que no le parecía tolerable que yo anduviera espiando, y que él, en lugar de dejarme participar en aquel atrevido idilio familiar, me hubiera mandado a la cama. «¡Fuera de aquí!», hubiera dicho y asunto concluido; pero frente a mi madre se sentía por lo menos tan desamparado e indefenso como yo frente a él, lo cual no dejaba de ser un consuelo para mí, y si alguna posibilidad tenía de hacerme un hueco entre ellos era la de asegurarme el favor de mi madre, conquistando su benevolencia y halagando su sensibilidad; a mi padre no tenía acceso directo.
– ¡Cierra la puerta! -dijo, dio media vuelta y volvió a sentarse en la bañera, pero yo no acababa de decidirme a entrar y permanecía en el mismo sitio, aquél era un regalo inesperado y también alarmante, un favor que, por su tono áspero, dirigido más a mi madre que a mí, daba a entender que me otorgaba a pesar suyo, para no estropearle la diversión; yo había ganado inesperadamente, y entonces, cuando él dio media vuelta, tuve una nueva experiencia, un momento de turbación que duró sólo lo que él tardó en volver a hundirse en el agua; si antes he dicho que, visto de frente, su cuerpo parecía perfecto, bien proporcionado y atractivo, ahora debo agregar algo que me avergüenza más que todo lo expuesto hasta ahora, ¿o no es vergüenza?, ¿y si no fuera más que ese deseo de considerar a nuestros padres en cuerpo y alma criaturas perfectas, aunque no lo sean?, ¿es ésta la razón por la que la experiencia nos induce a considerar hermoso lo feo o, si no podemos renunciar al inalcanzable deseo de belleza y armonía perfectas, a aceptar por lo menos las imperfecciones con compasión?, ¿deducir de las formas del cuerpo que en todo lo aparentemente perfecto hay una tendencia a lo deforme, degenerado, enfermizo, contrahecho y es esto lo que da a nuestros sentimientos su sabor peculiar?, ¿y no sólo porque a nadie le es otorgada la armonía total de cualidades, sino más bien porque lo perfecto y lo imperfecto van siempre de la mano, son inseparables, y cuando cerramos los ojos a los defectos de una criatura humana y tratamos de quererla como si fuera perfecta nos dejamos engañar por nuestra propia imaginación?
Visto de lado, lo que de frente me parecía perfecto era francamente deforme, las paletillas sobresalían de la espalda arqueada, y aun cuando él se esforzaba por erguirse, su cuerpo se encorvaba hacia adelante; si no me asustara la palabra, diría que le faltaba muy poco para ser jorobado, sencillamente, jorobado, sí, una deformidad que nos parece repelente, y era como si se hubiera librado por muy poco, como si la naturaleza no hubiera podido decidirse entre hacer de él un ideal o una caricatura y le hubiera abandonado a su destino, y él, consciente de este destino, trataba de disimular y, en lo posible, corregir la broma siniestra de la indecisa, algo que, a pesar de los sinsabores que son de suponer y de exagerados esfuerzos, conseguía sólo en parte, porque el cuerpo, la forma, por más que nosotros, con nuestra mentalidad cristiana, debatamos hasta el agotamiento para atribuir al alma la primacía sobre la belleza externa, está ya perfectamente definido desde el momento de nuestro nacimiento y debe considerarse inmutable.
Pero a mí, que como todo enamorado era parcial, también me gustaba sorber, en una sola aspiración, belleza y fealdad, experimentar a un mismo tiempo, con la misma fuerza y una sensibilidad aguzada por la ternura, atracción y repulsión; su imperfección lo hacía perfecto para mí, porque nada podía explicar mejor su rígida seriedad, su constante alerta y el rigor con que perseguía todo lo que consideraba execrable, deficiente, malo, todo lo feo y perverso, que esta pequeña imperfección, este principio de joroba, a falta de la cual quizá hubiera sido un hombre guapo y nada más, mientras que así, provisto de la fuerza de carácter de los que viven siempre a la defensiva, era -a pesar de sus excesos- un poco distante en sus emociones, frío de sentimientos, pero sagaz, como si su carácter, ansioso de ternura pero incapaz de manifestarla, condenado a la reserva por aquella tara física, se hubiera refinado de tal modo que hubiera adquirido la facultad de descubrir cualquier intento de engaño, por hábil que fuera, de manera que la energía acumulada por aquella reserva que se imponía a sí mismo se tradujera en una perspicacia para descubrir interrelaciones y una claridad de juicio impresionantes; él armonizaba sus dotes intelectuales y su físico con instinto infalible y muy raramente podía reprochársele falta de sinceridad o afán de aparentar lo que no era y, a pesar de que entonces yo apenas sabía lo que hace un fiscal, no hubiera podido imaginar para su persona marco más apropiado que aquel en el que, con su sobrio traje gris oscuro, bajo las arañas encendidas incluso de día, él, con sus manos delgadas, hojeaba los expedientes esparcidos encima de su reluciente escritorio -quizá engañaba un poco el corte del traje, porque la hombrera, sabiamente colocada, disimulaba casi por completo el arco de la espalda-, y los largos y anchos corredores de mármol, en los que casi nunca había nadie, aparte de algún que otro ordenanza presuroso, cargado de gruesas carpetas, o un grupito de personas que aguardaban en silencio frente a una de las grandes puertas, fingiendo cómicamente que no se conocían; en aquellos corredores había un silencio cargado de tedio y de polvo, turbado de tarde en tarde por pasos rápidos, cuando llegaba, entre dos policías, un hombre esposado que desaparecía tras una de las puertas marrones; cuando mi padre se alejaba, camino de la sala, me gustaba contemplar su espalda, me parecía que en ella se concentraba toda la finura, la inteligencia y la elegancia de su persona, que estaban ausentes de la robusta belleza del resto de su cuerpo, porque, para completar la descripción, tendríamos que hablar también de sus bien torneadas y musculosas posaderas, cuyas suaves curvas tenían un aire un poco femenino, de sus muslos robustos, del entramado de venas que se destacaban bajo el vello rubio de las piernas, de los finos y largos dedos de sus arqueados pies, ¡y otra vez aquella espalda!, su paso era ligero y elástico, vigoroso como el de un animal de presa que goza percibiendo todo su poder y vitalidad al asentar la planta, pero daba la impresión de que la carga y los desvelos que, a mi modo de ver, debían de acarrear la persecución del delito, no gravitaban sobre sus pies sino sobre su espalda, como si su fuerza estuviera en la espalda, en la curva de su espalda, y era tan grande mi deseo de emularlo, de hacer míos aquella fuerza, aquella superioridad y aquel vigor que trascendía de la belleza de líneas, planos y proporciones que confluía y dimanaba a la vez del centro de su cuerpo y abarcaba su sublimada fealdad, que hubo un tiempo en el que yo encogía los hombros deliberadamente y caminaba por los modestos pasillos del colegio como le había visto andar a él por el palacio de justicia.
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