Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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¿Sólo medio?, pregunté, sorprendido.
Él dijo riendo que ésta era una larga y divertida historia, y como el que aparta a un lado un obstáculo inesperado, siguió hablando animadamente, me preguntó si ya había tenido ocasión de observar en él estas cualidades y agregó que, de no ser así, ya descubriría que este blanco era un símbolo muy acertado de la idiosincrasia del dividido pueblo alemán.
Yo respondí que me parecía más apropiado el gris, y, como esta frívola respuesta me violentó más a mí que a él, desvié la mirada involuntariamente.
Pero él la persiguió; era bonito el escritorio, ¿verdad?, los sillones, los candelabros, las alfombras eran de su madre, ¡allí casi todo eran recuerdos de familia!, había saqueado la casa de su madre, ¡pero eso a las madres les encanta!, aunque el expolio había sido después, porque al principio le gustaba la casa vacía y blanca, sólo una cama había comprado, con una sábana blanca, nada más, pero estaba diciendo muchas bobadas, y era que se alegraba de que yo estuviera allí, aunque no se había atrevido a decirlo, ¿y si tomáramos un trago?, casualmente tenía una botella de champaña en fresco para una ocasión especial, y es que nunca se sabe, ¿qué me parecía si consideráramos especial nuestro encuentro y destapáramos la botella?
Y cuando él, interpretando mi aturdido silencio por aquiescencia, me dejó solo para ir en busca del champaña, el viejo reloj de pared dio las doce; apático y atontado, fui contando las campanadas, «vaya, las doce», me dije con un alarde de ingenio, y es que, en aquel momento, mis procesos mentales habían cesado casi por completo, para dejar el campo libre a la sensibilidad y la percepción sensorial; me veía a mí mismo como un objeto que no sabía cómo había venido a parar aquí, sensación que no me era desconocida pero nunca había experimentado con tanta claridad, y aunque el escenario me parecía tan insólito como la hora, e intuía que aquí ocurriría algo para lo que yo no estaba preparado, algo que cambiaría mi vida y que a ello, fuera lo que fuere, me abandonaría, en esa hora de tentación, esa hora de brujas, ¡y ninguna mejor!, no podía menos que reírme de mí mismo, ¡ni que nunca me hubiera entregado a nadie! ¿Quién era yo, una doncella que no sabe si sacrificar su pureza o defenderla? Como si esta habitación fuera la estación terminal de un hecho demorado e ignorado, como si yo, sólo por obligación, fingiera -¡qué elemental placer el de fingir ante uno mismo!- que no tenía ni idea de lo que era esta cosa extraordinaria que podía ocurrir aquí, o quizá ya había ocurrido, pero ¿qué era?
Las velas ardían con un chisporroteo agradable y sedante, fuera diluviaba y, después de que sonaran las campanadas, no se oía nada más que el ritmo regular de la música barroca y el fragoroso repicar de la lluvia, como si un director artístico hubiera escenificado la situación con un preciosismo rayano en la cursilería.
Alguien tuvo que escenificarla, de esto estoy seguro, no él ni yo, otro, o quizá se había preparado por sí misma como todo encuentro casual en el que hasta que miramos atrás no nos parece ver la mano del destino; a primera vista, todo es cotidiano, fortuito, fútil, fragmentos, ráfagas de pensamiento a las que no es necesario prestar, ni se presta, atención especial, porque lo que de una amalgama de hechos aparentemente incoherentes se destaca como casualidad, y que podríamos interpretar como señal o prueba, parece formar parte de un proceso más vasto que no nos afecta; aquello venía a ser una derivación de las cuitas amorosas de Thea, pensaba yo entonces, porque de él hablaba ella a frau Kühnert aquella tarde de otoño, oscura y aburrida, durante el forzado descanso en el ensayo, a él se refería cuando decía el «chico», en aquel tonillo burlón, apto para despertar nuestra curiosidad, pero en aquel momento me había parecido más interesante seguir el proceso interno, las fases de transición por las que ella proyectaba hacia el objeto exterior, el llamado «chico», las fuertes emociones suscitadas por su papel; y entre las extraordinarias facultades de Thea, como entre las de cualquier gran intérprete, figuraba, como ya he dicho en un capítulo anterior, la de hacer constantemente visibles y palpables estos procesos que tenían lugar en su interior, mezclados con los de su vida privada, y, dado que la manifestación de los sentimientos en el escenario se nutre de la llamada vida privada, no se podía saber a ciencia cierta cuándo hablaba en serio y cuándo representaba un papel, algo que, para ella, era más serio todavía; digámoslo con franqueza, el proceso por el que cada actor -a la inversa del resto de los mortales- juega con las cosas serias a fin de ser capaz en todo momento de tomar en serio lo que no es más que un juego: este fenómeno me cautivaba mucho más que la trivial cuestión de la identidad de la persona a la que ella llamaba desdeñosamente el «chico», alguien a quien ella despreciaba e incluso aborrecía de tal modo que ni se dignaba pronunciar su nombre; a quien no se atrevía a llamar por teléfono, porque él, por alguna razón, le había pedido que no volviera a llamarle, pero cuya proximidad anhelaba de tal modo, en el momento de la forzosa interrupción de la escena de amor del ensayo, que estaba dispuesta a arrostrar cualquier humillación, y en cuya habitación estaría yo aquella misma noche, en cierto modo, en lugar de ella.
Cuando yo, a pesar de los malos presagios, que no faltaron, me decidí a ceder a su insistencia y pasar la velada con ellos -«vamos, hombre, ¿por qué tiene que ser tan antipático?, ¿por qué no ha de querer ir con nosotros?, ¿por qué ha de ser tan intransigente en algo que yo le pido? ¡Ah, estos hombres me volverán loca! Por lo menos, deje que se lo presente, es un tipo realmente original, pero no tenga celos, porque no es tan original como usted, por supuesto. ¡Sieglinde, ayúdame a convencerle! Y yo también se lo suplico, ¿es que no le basta?»- ronroneaba con zalamería, en su papel de jovencita desvalida, colgándose de mi brazo y apretando contra mí su cuerpo frágil; pero yo no les había acompañado no porque no pudiera resistir aquel despliegue de afectada coquetería, no porque me impulsara la curiosidad, y mucho menos los celos, ni tampoco porque la relación, presumiblemente perversa, que existiera entre ellos dos me intrigara, sino más bien porque Thea, en el momento en que por fin consiguió apartar del cuerpo semidesnudo de Hübchen su mirada cargada de furor y de ansias amorosas y se volvió hacia nosotros, sorprendió mi propia mirada, no menos ansiosa, incluso cargada de la ávida lubricidad del voyeur ; también yo me sentía vivamente excitado por aquel proceso que se desarrollaba en ella, en la peligrosa zona fronteriza situada entre la sinceridad profesional y la personal, porque en aquel momento aún no estaba decidido si la escena que la intervención del director, zafia como suya, había interrumpido en el punto culminante no se continuaría entre nosotros dos, porque suspenderla era imposible, de ello no cabía duda.
A pesar de todo, nuestra relación estaba regida por la razón y no podía ser desviada de su prudente trayectoria por una mirada impulsiva o encendida, si acaso, la mirada sólo le agregaba aliciente poniendo en el camino alguna que otra curva peligrosa para dar emoción a lo que, en realidad, siempre había estado frío y frío seguiría; como si, con altivez y arrogancia, encantados de nuestra superioridad moral, nos hubiéramos asegurado mutuamente que nosotros podíamos resistir esas miradas inesperadas sin arrojarnos el uno sobre el otro como animales salvajes, y mantener un cálido interés mutuo que abarcaba todos los detalles pero no salía de la esfera del intelecto por antinatural que ello fuera, y revelador de la acción de los instintos- y es que la curiosidad es tan fuerte que la posibilidad de desvincularse, tan necesaria en toda relación humana natural, no se da ni un momento; aunque eso no es un fenómeno tan extraordinario como pudiera parecer en un principio, baste si no pensar en los enamorados que, en el punto culminante del deseo, no son capaces de consumar la unión corporal hasta que han descendido de las sublimes alturas de los sentimientos a un mundo sensorial más terreno y el amor queda reducido a un humillante mínimo por efecto del dolor de sus cuerpos, y sólo por el resquicio de este común dolor en el placer, que crece hasta hacerse insoportable, se llega al placer liberador de la satisfacción, que no es definitiva, ni perdurable, pero basta para el momento, es decir, no se va a donde se pretendía ir, sino a donde el cuerpo permite llegar.
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